'Growing up in public': Lou Reed y el Motín del Mosca

En 1980, la visita de Lou Reed al madrileño barrio de Usera acabó como el rosario de la aurora. Recuperamos los testimonios de varios asistentes a uno de los conciertos que marcaron para siempre la historia del rock durante la Transición.


«Me costó bastante que mis padres me dieran permiso —recuerda el crítico musical Rafa Cervera— pero al final conseguí convencerles. Estaba a punto de cumplir los 17 y subirse en un autocar para ir a Madrid desde Valencia era como subirse a la diligencia». El 20 de junio de 1980, el futuro autor de The Velvet Underground, etc. El grupo que pervirtió la música rock (Libros La Cúpula, 2024), acompañado por un amigo del instituto, recorrió por primera vez una ciudad que no conocía. Un Madrid que ya gobernaba el alcalde Tierno Galván, pero que aún vivía sometido al nombramiento del Ministro del Interior falangista Juan José Rosón. Ajenos a la tensión que se respiraba en el ambiente, «paseamos por las calles del centro y posamos en la Puerta del Sol que Radio Futura citaba alegremente en Enamorado de la moda juvenil. Cuando llegó el momento, fuimos hasta el estadio —el Román Valero— que estaba en un barrio, Usera, alejadísimo de la realidad de dos inexpertos polluelos como nosotros, que sabíamos mucho de lo que pasaba en el CBGB pero no teníamos ni idea de cómo era la vida».

UN JOVENCÍSIMO RAFA CERVERA HACIÉNDOSE PASAR POR LOU REED EN LA PUERTA DEL SOL DE MADRID.

El día anterior Lou Reed había actuado en la Plaza de las Arenas de Barcelona. Su repertorio constó de veintitrés canciones de las que tan solo siete pertenecían a su nuevo álbum, simbólicamente titulado Growing Up In Public, en el que mostraba una faceta desconocida hasta entonces. Felizmente casado con su nueva pareja Sylvia Morales, lucía más alegre y optimista que nunca; había descubierto el Tai-Chi y abandonado las drogas, gozaba de una salud de hierro y presentaba un aspecto físico inmejorable. Ni rastro de aquel apóstol de la heroína, de lentes oscuras y aura autodestructiva, que escenificaba sobre las tablas el ritual del pinchazo, anudándose un torniquete con el cable del micrófono y utilizando este a modo de émbolo. Muchos temían por su vida, otros apostaban a que acabaría con ella el día menos pensado, en pleno concierto. Tal vez fuera por eso que su himno más emblemático, Heroin, seguía sin sonar en directo.

«Un barrio, Usera, alejadísimo de la realidad de dos inexpertos polluelos como nosotros, que sabíamos mucho de lo que pasaba en el CBGB pero no teníamos ni idea de cómo era la vida»

Tuvieron que pasar más de tres años (y un disco de oro de por medio) desde el lanzamiento de Rock n roll animal (1974) para que la Dirección General de Cultura Popular permitiera que se recuperara con motivo de su reedición discográfica en 1977, en plena Transición. Con todo, durante su primera visita a España, en marzo de 1975, el público del Palacio Municipal de los Deportes de Barcelona se la reclamó insistentemente, aunque todo el mundo sabía que desde el Gobierno Civil le habían “aconsejado” excluirla de sus conciertos españoles. «En el primero, al menos, la Guardia Civil en persona se encargó de recordárselo momentos antes de dar comienzo —puntualiza Jaime Gonzalo en su artículo para la revista Cáñamo pero tanto en Barcelona, la segunda noche, como en Madrid, cantó las tres primeras estrofas él solo, sin el acompañamiento de la banda, mientras le vociferaban sin tregua, como si no hubiera mañana: “¡Chútate ya! ¡Chútate de una puta vez, Lou!”». Otro testigo de excepción, Jesús Ordovás, señala que en su el Pabellón de los Deportes del Real Madrid «había muy poquita gente. Entraban cuatro mil personas y no llegábamos a mil. Tocó con todas las gradas vacías. El primer día recuerdo que Lou Reed no salía, no salía, una hora de retraso y es que tuvieron que ir a pillarle heroína. Le dio un bajón, tenía mono y no podía salir. El que fue de puta madre fue el segundo que dio. Le debieron dar una buena ración de jaco».

Ni rastro de aquel apóstol de la heroína, de lentes oscuras y aura autodestructiva, que escenificaba sobre el escenario el ritual del pinchazo

Ante semejantes precedentes es comprensible que la expectación se dejara notar en los aledaños del campo del Club Deportivo Colonia Moscardó, un modesto equipo de fútbol creado en los años cuarenta para los chavales de la antigua colonia "Salud y Ahorro", un proyecto urbanístico concebido  en 1929 y ejecutado en 1930, que avaló la construcción de varios centenares de viviendas adheridas durante el primer franquismo al proyecto de casas ultrabaratas de la Obra Sindical del Hogar, en cuyo momento cambió su nombre original por Moscardó, en alusión al «héroe del Alcázar», el general José Moscardó. «Con motivo del nombre franquista y con ayuda de un presidente entusiasta, el club empezó a crecer y se construyó un campo muy grande, que enseguida se reveló desmesurado —rememora el escritor coruñés Emilio Martínez— En los setenta, el equipo llegó a jugar una única temporada en Segunda División, y terminó colista, así que en los ochenta se pensó recuperar una parte de la inversión comprometida, alquilándolo para conciertos. El lugar era amplio y permitía montar grandes escenarios, pero los accesos eran horrorosos, era imposible aparcar cerca y la gente de Usera no veía con buenos ojos que de vez en cuando se les llenara el barrio de melenudos que dejaban las calles hechas una pena».

Según recoge el periódico ABC, «los miembros del llamado servicio del orden contratado por la organización se había dedicado a fondo a la tarea de despejar, con inusitada violencia» a quienes se intentaron ahorrar las 700 pesetas que costaba la entrada (un precio desorbitado que superaba un tercio del salario mínimo de la época), ya fuera saltando las vallas o provocando avalanchas en las entradas al recinto. «Los inadaptados que entraban al recinto del concierto querían ver al Lou Reed del lado salvaje sí o sí —añade Cervera— Nosotros, algo inquietos ya al percibir el panorama, buscamos la mejor ubicación posible y esperamos, un poco acojonados, a que el concierto comenzara». Pero aquello se demoraba más y más, en parte debido al monumental atasco provocado por la huelga de transportes que retrasó la llegada del grupo, pero sobre todo por los grupos de incontrolados que amenazaban con abrirse paso a la fuerza al grito de «¡Rock para el pueblo!».

Finalmente, tras dos horas de espera, Lou Reed salió al escenario más cabreado de lo habitual, encajando los silbidos y abucheos de un público que le recriminaba su aburguesamiento. En palabras del promotor del concierto, Gay Mercader, responsable de traer a nuestro país a The Rolling Stones, Freddie Mercury, Bob Marley, Patti Smith, Bob Dylan, AC/DC o Bruce Springsteen, «En aquella época, el público de Lou Reed era lo peor de lo peor. En los conciertos encontrabas navajas, jeringuillas… de todo. Aquello era como estar sentado sobre un polvorín». Las peores previsiones se cumplieron apenas transcurridos veinte minutos, cuando un objeto arrojado desde las gradas rozó la cara del artista. Algunos hablan de una moneda, otros de una colilla, pero el socio de Mercader, Román Sánchez Morata, atestigua que fue una lata de cerveza vacía. «Lou y su banda abandonaron el escenario y se refugiaron en el camerino. Su mánager, tras consultar con el artista, nos dijo que únicamente volvería al escenario si el público se calmaba y se sentaba. Me tocó a mí enfrentarme con el público. Salí a escena, me dirigí al público y expliqué las demandas del artista».

«Los inadaptados que entraban al recinto del concierto querían ver al Lou Reed del lado salvaje sí o sí»

«El personal cumplió dócilmente —relata el periodista Pedro Calvo— pero al percatarse de que los “pipas” estaban desmontando el equipo, estalló la ira popular». Habían pasado tres cuartos de hora y para entonces el mánager, el artista y la banda al completo habían abandonado el recinto en secreto, a bordo de sendas limusinas y sin avisar a nadie de la organización. «Las vallas municipales fueron usadas como escalerillas para asaltar el escenario. Los de seguridad huyeron de allí con el rabo entre las piernas. Ante el saqueo de micros, amplificadores y demás material, el técnico de sonido decidió meter “ruido rosa” a todo el volumen que daba el equipo, hasta que lo bajaron de su atalaya a lo bestia y alguien le prendió fuego a la mesa de mezclas. Una vez quedó todo destruido, el público salió alegremente, alardeando del botín conquistado, con altavoces y cables al hombro. Jamás habíamos disfrutado tanto». (NOTA: Puedes escucharlo reproduciendo el vídeo de abajo a partir del minuto 27:27).

La noche, que pasaría a la posteridad como el Motín del Mosca, culminó con una carga policial y varias detenciones que hicieron necesaria la intervención de varias ambulancias y un vehículo del Cuerpo de Bomberos. «Yo salí pitando como pude —reconoce Martínez— La escasa policía presente se vio desbordada y no pudo parar el tsunami, que luego se extendió por todo el barrio. Hubo carreras y cargas. Las turbas arrasaron con farolas, papeleras, vidrieras de comercios y contenedores de basura». Los habitantes de Usera, distrito obrero por excelencia, asistieron atónitos a unas escenas que creían ya superadas con la desaparición de los grises, cuyo uniforme se acababa de sustituir por otro de tonos marrones. «Por entonces, quien llegaba a Bilbao en tren encontraba frente a la Estación una pintada gigante, que rezaba: GRISES O MARRONES, IGUAL DE CABRONES».

Para algunos asistentes, como el joven Cervera, se saldó con una decepción difícil de encajar: «Como público, yo también me sentía estafado aunque por otros motivos. Al día siguiente, mi amigo y yo volvimos a casa tal y como estaba planeado. Los medios de comunicación se hicieron eco del altercado y a mí me daba muchísimo apuro que hubiese ocurrido todo aquello en una ocasión tan señalada. Sentirse como un imbécil es la única manera de describirlo». A otros, en cambio, aquel episodio les permitió labrarse un futuro con visos de leyenda. En Maneras de vivir: Leño y el origen del rock urbano (BAO Bilbao Ediciones, 2018) de Kike Babas y Kike Turrón, el técnico de sonido de Leño, José Vela, cuenta que empezaron a tener monitores al poco de producirse el saqueo: «La mesa que llevaba el teclista fue la nuestra. Se la robaron y, lo que son las cosas, llegó hasta nosotros y la compramos. En aquel concierto de Lou destrozaron todo, el público arrasó. Yo conocía a los dos primeros que subieron al escenario, dos chavalines que, nada más subir, pegaron una patada a la batería. El tío de estos dos estaba bajo el escenario y le iban echando cosas. A la furgoneta y a venderlo por ahí»

«Una vez quedó todo destruido, el público salió alegremente, alardeando del botín conquistado, con altavoces y cables al hombro. Jamás habíamos disfrutado tanto»

Con el paso del tiempo, hay quien ha preferido sacrificar la verosimilitud de lo sucedido para cultivar aún más la imagen del malditismo suburbial de aquellos años. El novelista y cineasta Ray Loriga, por ejemplo, presume de que fue un amigo suyo quien se llevó la batería, que conserva en su casa como un tesoro. Al fin y al cabo, quién puede culparle de querer salir victorioso de una ficción que ha inspirado, al menos, una novela y una obra de teatro a mayor gloria del distrito de Usera. Pero si aparcamos la nostalgia y nos mantenemos al margen de la anécdota, queda analizar las consecuencias. Empezando por la reflexión de nuestro añorado (y siempre certero) José Manuel Costa, publicada unas semanas después en El País: «Las reacciones que los sucesos de Lou Reed provocaron en la generalidad de los medios de comunicación, que, amarrados a un determinado concepto del buen sentido, crearon un ambiente apocalíptico que, en algunos casos, tan paradójicos como Mundo Obrero, denunciaban la inconveniencia de organizar conciertos en barrios obreros como Usera, Carabanchel o Villaverde, dado que estos lugares son muy peligrosos».

Por su parte, Gay Mercader se negó a reembolsar el dinero de las entradas, señalando a los alborotadores como los únicos culpables del desorden público, anunciando una demanda contra Lou Reed por incumplimiento de contrato que acabaría siendo archivada. Al contrario que la multa administrativa de medio millón de pesetas con la que el Gobierno Civil de Madrid sancionó a los organizadores, «habida cuenta que no advirtieron ni previnieron de las necesarias medidas de precaución, a la vista de las características que ofrecía el espectáculo». Una alegación difícil de rebatir teniendo en cuenta que, años atrás, el primer concierto en Barcelona de Lou Reed estuvo a punto de no celebrarse debido a una amenaza de bomba que se zanjó con una agresión a los técnicos de sonido a manos de unos cachorros de la extrema derecha. Por si fuera poco y para evitar posibles altercados, se prohibió el concierto de Bob Marley programado para una semana más tarde en el campo del Moscardó. Las entradas ya estaban agotadas y, esta vez, Mercader tuvo que admitir su devolución.

Pasado un tiempo prudencial, el Román Valero volvió a albergar conciertos míticos, como los de Rainbow, UFO, Def Leppard, Santana, Roxy Music, King Crimson, Black Sabbath, The Police, Iron Maiden, Dire Straits, Mike Oldfield o The Cure, por citar solo unos cuantos. Lou Reed tardaría casi una década en volver a subirse a un escenario en Madrid, junto a Simple Minds en el Estadio Vicente Calderón en 1989. «He olvidado totalmente los sucesos del campo del Moscardó y voy a reconciliarme con esta ciudad ofreciendo un buen concierto», declaró minutos antes de reencontrarse con su público, al que intentó complacer en todo momento interpretando sus canciones más clásicas, como Sweet Jane y Walk on the wild side. Al menos hasta el lanzamiento al escenario de una botella de agua que supuso el fin de concierto. En esta ocasión, se retiró con un agrio «good night» ante los aplausos de los asistentes.