Gulliver en el país de los enanos toreros

Concebido como «una sátira contra la marginación», el tercer largometraje de Alfonso Ungría ha permanecido oculto en un cajón durante casi medio siglo. Su reciente recuperación nos permite reconciliarnos con el pasado atroz de un país gobernado durante demasiado tiempo por mentes estrechas.


«Un día, los enanos se rebelarán contra Gulliver —nos advirtió el cantautor Joaquín Sabina— Todos los hombres de corazón diminuto, armados con palos y con hoces, asaltarán al único gigante con sus pequeños rencores, con su bilis, con su rabia de enanos afeitados y miopes». Aquella canción, incluida en su segundo álbum Malas compañías (1980), parecía retomar la acción allá donde terminaba la irreverente película de Alfonso Ungría, estrenada casi de tapadillo en un par de cines de arte y ensayo de Madrid, tras soliviantar a los censores a su paso por la Seminci de Valladolid en 1977. En la pantalla, una troupe de enanos persigue al protagonista en su desesperada huida hacia un monte cercano, ataviados con ropajes de ángeles, demonios, nobles engolados, eclesiásticos y militares. Durante una pausa del accidentado rodaje, bajo el sol abrasador de Extremadura, Fernando Fernán Gómez paseó la mirada por aquella comitiva estrafalaria y enjugándose el sudor del rostro exclamó: «¡Jesús, qué vida más rara llevamos!».

A sus pies, la pequeña aldea de Granadilla (Cáceres), cuyos campos inundados por la construcción de una presa habían dejado vacía y rodeada de agua, lucía como una isla -real y metafórica- habitada por liliputienses. «Treinta grandes enanos», para ser más precisos, pertenecientes a las cuadrillas de los empresarios cómico-taurinos más importantes de la época. Aunque los orígenes de aquellos espectáculos se remontan al siglo XIX, fue durante la década de los cincuenta cuando vivieron su etapa de máximo esplendor. Primero, de la mano del asturiano Pablo Celis Cuevas, anunciándose como El Bombero Torero y sus Enanitos Toreros, reclutados entre la farándula del madrileño Circo Price como reclamo para el público infantil. Y al poco tiempo, gracias al granadino Manuel Pérez Luque «El Chino Torero», recorriendo toda España y gran parte de América, visitando, entre otros lugares, Venezuela, Ecuador, Colombia y México.

«A mí siempre me habían asombrado aquellas corridas bufas —reconocía el propio Ungría en una entrevista concedida a El País, con motivo del tardío estreno de la película— Cuanto más empitonaba el becerro a los pequeños hombrecillos, cuantas más volteretas y golpes les propinaba, más crecían las risas, el jolgorio, del respetable público. ¿Fiesta bárbara? ¿Sadismo colectivo? No; más bien, descubrí que la desfiguración de una imagen (trágica, en este caso: la cogida) libera de la crueldad de su absurdo, y este descubrimiento gratificante se desborda en risa».

A ojos del cineasta, la tradición cervantina y el esperpento valleinclanesco condicionaron el retrato de aquel país que iniciaba los trámites para subirse al carro de la Transición democrática. Con dos largometrajes vanguardistas a sus espaldas —El hombre oculto (1971), premiado en la Mostra de Venecia y condenado por la censura, y Tirarse al monte, que todavía permanece inédito— Ungría se embarcaba así en otra empresa suicida: una adaptación sui generis del Gulliver de Jonathan Swift, escrita a cuatro manos con Fernán Gómez, en la que un fugitivo es acogido por una cooperativa de enanos que se ganan la vida con las charlotadas con las que salen de gira cada verano. Esto es, la fiesta (y el espíritu) nacional al estilo de Carmelo Tusquellas y Eduardo Pagés, otra pareja de novilleros que después de muchos revolcones y cornadas pasearon su hazmerreír por todas las plazas de España disfrazados de Charles Chaplin.

«Un día, los enanos se rebelarán contra Gulliver»

El peculiar casting lo completaron integrantes de la Compañía de Variedades de Eduardini, que ya habían participado en la película El silencio (1963) del sueco Ingmar Bergman. Su fundador, Eduardo Gutiérrez Almela, publicó anuncios en la prensa nacional hasta reunir a su elenco principal en 1950, con ánimo de emular el éxito de Blancanieves y los siete enanitos, el primer largometraje de animación de Walt Disney. El negocio resultó ser lo suficientemente lucrativo como para inaugurar su propio circo, que terminó arrasado por un viento huracanado en 1958. «¡Soplaré, soplaré, y tu casa derribaré», que canturreaba el villano de otro cuento infantil. Al fin y al cabo, desde su primera edición española en 1841, titulada El Gulliver de los niños, la obra de Jonathan Swift permanecía cómodamente instalada en el imaginario infantil, y ninguna de sus adaptaciones cinematográficas previas parecían dispuestas a corregir esa percepción, ajena a la amarga crítica social del original literario.

Tampoco la zarzuela en tres actos, a cargo de Antonio Paso y Joaquín Abatí, con música de los maestros Jerónimo Jiménez y Amadeo Vives para Loreto y Chicote, y que se estrenó en el Teatro Cómico de Madrid en 1911, supuso un cambio sustancial al respecto. Al menos hasta que, una vez muerto el Ogro en el Hospital de La Paz, el 20 de noviembre de 1975, Ungría asumió dicha responsabilidad: «Creo que al transformar la fábula en una historia realista, ganará. Como lo primordial era lo satírico, el trabajo se centraba en crear una gran variedad de “situaciones”. El argumento conductor era lo de menos. Cuanto más sencillo, costumbrista y popular, mejor. Yo propuse uno: una comunidad de enanos, a la que llega el hombre “normal”, y en la que se obedece a un jefecillo autoritario».

El encargado de interpretarlo fue Enrique Fernández, con quien el director ya había trabajado en un par de adaptaciones literarias para Televisión Española: El regreso de Edelmiro (1974), basada en el relato de Ramón J. Sender y Don Yllán, el mágico de Toledo (1975), a partir de uno de los relatos de El conde Lucanor del infante don Juan Manuel. Su presencia en la película adquiere dimensiones icónicas, ya sea vestido como un golfillo de las comedias de Mack Sennett, con su gorrilla, pantalón corto y camiseta de rayas, o convertido en Ángel Exterminador a la altura del tercer acto; parapetado siempre tras unas lentes oscuras de reminiscencias franquistas. Como antagonista suyo, Juan José Espinosa, showman liliputiense, casado con la famosa cantante flamenca Perlita de Huelva, «diminuto pero proporcionado», en contraste con el resto del elenco dominado por acondroplásicos. «Curiosamente, para una parte de ellos, los “no artistas”, los que “sacamos” de sus casas para hacer la película, su participación en ella supuso una liberación —reflexiona Ungría— Tras su experiencia en el rodaje, algunos de estos perdieron sus miedos y complejos y buscaron su independencia más allá de la “protección” familiar».

«¡Jesús, qué vida más rara llevamos!»

Sin embargo, a Fernán Gómez, el Gulliver de la función, lo que más le impresionó fue «el haber visto que todos estos actores componían una especie de sociedad distinta dentro de nuestra sociedad. Y que se comportaban de otra manera. Vivían así». Había algo profundamente anárquico en su conducta, dispuestos a sacar provecho de cualquier rechazo, siempre que conservaran a cambio intacta su libertad. Como cuando la dirección del Hotel Alfonso VIII de Plasencia les negó hospedarse junto al resto del equipo, alegando que darían mala imagen a su clientela. Les reubicaron en un hotel de carretera, junto a una estación de servicio, lejos de las miradas vergonzantes. Una noche, sobre las tres de la madrugada, un camionero fatigado detuvo su trailer para tomarse un café doble en el bar de la gasolinera. Según relata el propio Ungría, «cuando abrió la puerta del local, tuvo que restregarse los ojos, dudando de si lo que veía era real o una alucinación. Allí, en su interior, había un tropel de enanos bailando, borrachos perdidos, al son del Dancing Queen de ABBA a todo volumen. Tarareaban a voz en grito la canción, en inglés macarrónico, gesticulando, bamboleando algunos su culo desnudo, otro vomitando en una esquina, una pareja morreándose en la contraria, mientras un camarero iba de un lado a otro intentando que bajaran al suelo y apaciguar la jarana». La estampa no difiere demasiado de las legendarias bacanales atribuidas al centenar de munchkins y winkies que se alojaron en el Hotel Culver durante las nueve semanas que duró el rodaje de El mago de Oz en 1939, y entre los que se encontraban los madrileños hermanos Del Río, de apenas cincuenta centímetros de estatura.

Percibimos el eco de ambas anécdotas en una de las secuencias más sarcásticas de Gulliver, cuando los oprimidos se rebelan contra el pequeño dictador, dejándose embaucar por las promesas del libre mercado para abrazar en su lugar las timbas, el alcohol y el humo del tabaco, en nombre del progreso y la socialdemocracia. Inevitablemente aflora el recuerdo de También los enanos empezaron pequeños (1970), otra cinta de culto filmada en la isla de Lanzarote por el alemán Werner Herzog, y en la que los sublevados emprenden una cruzada nihilista y autodestructiva bajo la consigna de «Fester, fester!» (¡Más fuerte, más fuerte!) de Alfred, el personaje interpretado por Helmut Döring, que tan solo un año antes había encarnado al diminuto mayordomo nazi en La caída de los dioses de Luchino Visconti.

«Un tropel de enanos bailando, borrachos perdidos, al son del Dancing Queen de ABBA a todo volumen, mientras un camarero iba de un lado a otro intentando que bajaran al suelo y apaciguar la jarana»

«Pobre de ti, Gulliver —vaticinó Sabina— Pobre de ti el día que todos los enanos unan sus herramientas y su odio; sus costumbres, sus vicios, sus carteras, sus horarios. No podrán perdonarte que seas alto». Cumpliendo a rajatabla con los requisitos necesarios para firmar otra “película maldita”, Ungría renunció a la distribución con la Warner Bros. para poder estrenarla sin cortes en los cines Pompeya y el Palace de Madrid, con dos años de retraso y sin repercusión comercial alguna. Tanto fue así que la cinta ha pasado cerca de medio siglo embargada por sus acreedores, impidiendo cualquier intento de distribución o exhibición posterior. «Fue una de las primeras películas que quise programar, consciente de su malditismo y su rareza —añade Álex Mendíbil, responsable de la Sala:B de la Filmoteca Española— Mi gozo en un pozo: el 35mm de los archivos de Filmoteca Española estaba demasiado virado a rojo, algo habitual en las copias de esa época».

De hecho, la única copia a la que tuvimos acceso durante décadas provenía de una edición pirata en DVD de la compañía estadounidense Miracle Pictures y se caracterizaba por una pésima calidad de imagen y sonido. Hasta que inesperadamente el propio Ungría y TVE llegaron a un acuerdo con Enrique Cerezo para que la rescatara como parte del catálogo de Mercury Films. «Esta labor, que podría haber sido asumida por un Estado protector, la ha realizado un particular —concluye el cineasta madrileño en sus Memorias. Del Cine en la Transición, publicado por Cátedra— Y, si no es la mejor noticia, al menos es un consuelo. Y un alivio, aunque sea provisional (…) ya que, con esa acción empresarial, egoísta en cuanto a negociadora, Cerezo ha sustituido al Estado en su deber de proteger un patrimonio colectivo (…) puesto que se ha preocupado por restaurar y digitalizar, cuidadosamente, todos y cada uno de sus títulos. De esta insólita manera, casi todas las películas del cine español están a salvo de las inclemencias químicas, en un limbo indefinido».

El 24 de abril de 2024 se aprobaba definitivamente en el Congreso la ley que prohíbe «los espectáculos o actividades recreativas en que se use a personas con discapacidad o esta circunstancia para suscitar la burla, la mofa o la irrisión del público de modo contrario al respeto debido a la dignidad humana». Para el director general de Discapacidad del Ministerio de Derechos Sociales, Jesús Martín Blanco, aquejado de displasia ósea, «el enanismo no es ninguna profesión; en España no hay bufones, sino personas». Un año después, el pasado día 26, Gulliver se emitía en Historia de nuestro cine en La2 de TVE. En una nota a pie de página de su libro, Alfonso Ungría todavía se pregunta si mereció la pena defensa tan numantina para salvaguardar la integridad de aquella película, ahora que el mercado y la corrección política han eliminado la capacidad transformadora del arte, y los artistas apenas generan algún impacto moral o social con sus obras. «Te acusarán de estar vivo en el país de los muertos. De ser gigante en el país de los enanos. De ser la voz que clama en el desierto».