Ceaucescu tras los pasos de Drácula
/A mediados de los años 70, el floreciente negocio del turismo amenazó con socavar los cimientos de la dictadura comunista en Rumanía. Convertida en su principal artículo de exportación, la leyenda del vampiro contradecía los ideales socialistas, transformando a un héroe nacional en un villano… Y viceversa.
Aunque acción de la novela de Bram Stoker, publicada en 1897, transcurría mayoritariamente en el Londres victoriano, su descripción de una Rumanía atrasada y supersticiosa se impuso en el imaginario colectivo sin necesidad de poner el pie en aquella región. «Una de las partes más salvajes y menos conocidas de Europa», tal y como la describía Jonathan Harker en una entrada de su diario, acudiendo a la llamada del Conde «en el extremo oriental del país, justamente en la frontera de tres estados: Transilvania, Moldavia y Bucovina, en el centro de los montes Cárpatos».
En los años sesenta, el embajador de Gran Bretaña pidió una audiencia con el primer ministro y le comunicó que un grupo de ciudadanos británicos deseaban solicitar el visado para visitar el país como parte de un tour literario. «Cuando le pregunté si conocía al Conde Drácula y si podía decirme algo de su castillo, tanto él como su mujer se persignaron, y diciendo que no sabían nada de nada, se negaron simplemente a decir nada más», añade Harker, igual de perplejo que aquel diplomático al comprobar que los rumanos no sabían de lo qué les estaba hablando. Conviene señalar que la novela de Stoker no se tradujo a su idioma hasta 1990, pocos meses después de que un tribunal militar ordenara el fusilamiento de Nicolae y Elena Ceaucescu bajo los cargos de genocidio, subversión del Estado mediante acción armada contra el pueblo, destrucción de la economía y del patrimonio nacional y desfalco. Y si bien la historia había sido publicada parcialmente y por entregas en los años treinta por la revista Realitatea ilustrata, la sombra del vampiro sobrevoló el país con más pena que gloria hasta 1972, cuando una agencia de viajes con sede en Nueva York, llamada General Tours, ofertó su primera ruta temática, Spotlight on Dracula. Ni siquiera el ministro de turismo, Ioan Cosma, estaba preparado para contrarrestar la mala prensa que supondría una ruta en la que se aconsejaba a los viajeros pertrecharse con ajo y agua bendita.
«Vi al conde que estaba tendido en la caja (…) profundamente pálido, como una imagen de cera, y sus ojos rojos brillaban con la mirada vengadora y horrible que tan bien conocía yo».
En su libro Journey to Freedom (1990), el periodista Nicholas Dima afirmaba que Ceaucescu: «no soporta la cruz cristiana ni bendición religiosa de ningún tipo. El incidente de Venezuela, cuando pidió que sacaran el crucifijo de su habitación, no fue casualidad. Tampoco fue una coincidencia que, durante un almuerzo ofrecido en su honor por un grupo de empresarios de Nueva Orleans, abandonara la habitación porque un pastor bendijo la comida. Llegó a propinar patadas en público a su consejero, Vasile Pungan, por no haberle informado».
Desde su llegada al poder en 1965, Ceaucescu había intentado ganarse la simpatía del bloque capitalista distanciándose de la Unión Soviética. Tras denunciar públicamente la invasión de Checoslovaquia por parte del Pacto de Varsovia, “el genio de los Cárpatos” fue recibido en París y Londres por el presidente Pompidou y la mismísima reina, legitimándole ante la Comunidad Europea, Israel y la República Federal Alemana como el único dirigente comunista de vocación aperturista, dispuesto a promover las importaciones, limitar al mínimo los aranceles y abaratar los visados para atraer el capital extranjero. Incluso viajaría a Washington para entrevistarse con tres presidentes distintos de Estados Unidos. ¿Cómo conciliar entonces la imagen de un país moderno, en vías de desarrollo e industrialización, que se pretendía proyectar al exterior con las absurdas creencias de un pasado que el comunismo estaba decidido a barrer?
Cosma era consciente de la poderosa atracción que la novela de Stoker y sus sucesivas adaptaciones cinematográficas ejercían sobre el turismo, que había pasado de los 5000 visitantes registrados en 1956 a los más de 100.000 en 1960, alcanzando los 2.300.000 en 1970. Las cifras hablaban por sí solas y arrojaban un saldo económico positivo que rivalizaba con el clima de represión respaldado por la brutal policía secreta, la Securitate. Pero convendría salvar un último obstáculo: antes del sátrapa Ceaucescu, Rumania ya había conocido otro Drácula en el siglo XV.
¿Cómo conciliar entonces la imagen de un país moderno, en vías de desarrollo e industrialización, que se pretendía proyectar al exterior con las absurdas creencias de un pasado que el comunismo estaba decidido a barrer?
Coincidiendo con el quinto centenario de su muerte, Vlad Tepes, el Empalador, fue proclamado héroe nacional por el Partido Comunista rumano; se erigieron varios bustos y estatuas en su honor e incluso se le dedicó un sello conmemorativo. La sangrienta reputación del príncipe de Valaquia que ostentó el título de Draculea, como correspondía al heredero de la orden del Dragón, lo convirtió en una suerte de Cid Campeador rumano. A efectos ideológicos y propagandísticos, su reivindicación histórica sirvió para equiparar a Ceaucescu con la legendaria estirpe de los príncipes valacos y moldavos que lucharon contra los turcos. Así, lejos de demonizarla, el historiador Nicolae Stoicescu justificó el ejercicio de la crueldad en una monografía encargada por el Régimen en 1976: «en una época en la que era necesaria una mano de hierro para derrotar a sus enemigos, hizo lo que debía para garantizar la soberanía del país». Puede que su proceder fuera propio de un monstruo pero se trataba de un hombre de carne y hueso, un estadista sediento de la sangre que, al igual que Stalin, se limitó a derramarla a manos llenas en nombre de un fin superior. Un argumentario similar parece haber calado entre las filas del Partido Rumania Unida, la formación ultraderechista liderada por Bogdan Diaconu desde 2015, que han incorporado la efigie de Vlad Tepes como estandarte, tal y como llevan haciendo desde hace décadas el Frente Nacional francés con Juana de Arco.
«No pude descubrir ningún mapa ni obra que arrojara luz sobre la exacta localización del castillo de Drácula, pues no hay mapas en este país que se puedan comparar en exactitud con los nuestros», se lamentaba Harker. Quizás porque la guarida del vampiro solo existía en la imaginación del novelista irlandés, para mayor decepción de los turistas que cada año cruzaban el paso de Borgo en dirección a Bucovina, esperando divisar el perfil semirruinoso que se alzaba sobre el desfiladero, «de cuyas altas ventanas negras no salía un sólo rayo de luz, y cuyas quebradas murallas mostraban una línea dentada que destacaba contra el cielo iluminado por la luz de la luna». Otro espejismo de la ficción, al que contribuyó la versión cinematográfica de 1931 protagonizada por un actor de porte aristocrático y marcado acento húngaro que había emigrado a Estados Unidos tras la caída de la república comunista. Natural de Lugoj, una pequeña ciudad fronteriza con Transilvania, Béla Ferenc Dezso Blaskó parecía predestinado a encarnar el personaje, hasta el punto en que sus rasgos se confundieron para siempre. Investigado por el Comité de Actividades Antiestadounidenses debido a su pasado como líder sindical y antifascista, Bela Lugosi viviría el resto de su vida encasillado en películas de serie B y abocado a la bancarrota, víctima de sus adicciones y exigiendo ser enterrado con el traje del famoso vampiro.
Ceaucescu no soportaba la cruz cristiana ni bendición religiosa de ningún tipo.
Los turistas extranjeros, sin embargo, encontraron lo que buscaban en el castillo de Bran, cerca de la ciudad de Brașov, pese a que apenas presenta vínculos tenues con Vlad. Ubicado en lo alto de en una colina, ofrece una vista lo suficientemente impresionante como para pasarlo por alto y, desde mediados de los años sesenta, es promocionado como el Castillo de Drácula en los paquetes turísticos. «El conde Drácula me había indicado que fuese al hotel Golden Krone —continúa Harker— el cual, para mi gran satisfacción, era bastante anticuado, pues por supuesto, yo quería conocer todo lo que me fuese posible de las costumbres del país». Alexandru Misiuga, responsable de la oficina de turismo de Bistriţa tomó buena nota del pasaje y persuadió al secretario local del Partido, Adalbert Crisan, para que aprobara el nombre del nuevo hotel que estaban construyendo en la localidad. Contaba con la complicidad de Ion Mânzat, cabeza visible de la Securitate de Ceaucescu, y entre los tres acordaron que Coroana de Aur (La corona dorada) sirviera de reclamo para los visitantes. Para entonces, el gobierno ya habría desarrollado su propia guía turística, Drácula: Leyenda y Verdad, basado en la vida de Vlad Tepes, con la intención de trazar una línea que separara al Drácula histórico del vampiro ficticio, y que con el tiempo se iría volviendo cada vez más difusa. El establecimiento abrió sus puertas en abril de 1974 y, aunque su diseño no aludía específicamente a Drácula, su menú se basaba en la cena de Harker de la novela: «biftec robado, con rodajas de tocino, cebolla y carne de res, todo sazonado con pimiento rojo ensartado en palos y asado», acompañado de una botella de Mediasch Dorado.
Animado por el éxito, Misiuga decidió construir otro hotel en la ubicación exacta del castillo ficticio, pero los trámites burocráticos resultaron más difíciles. El Ministerio de Turismo rechazó reiteradamente las solicitudes de financiación y se vio obligado a recurrir de nuevo a los contactos de Crisan y Mânzat. Entre los tres idearon un plan de tintes berlanguianos para obtener el beneplácito del mismísimo Ceaucescu durante una partida de caza. Al plantearle su ambicioso proyecto, respondió: «¿Y qué os impide construirlo?». El Hotel Tihuta se inauguró con el beneplácito del dictador en 1983, siendo rebautizado como Hotel Castel Dracula tras la caída del comunismo. Antes, la gente compraba productos típicos de la región; hoy lo que se vende son adornos kitsch y souvenirs de plástico importados desde China.
El gobierno desarrolló su propia guía turística, ‘Drácula: Leyenda y Verdad’, basado en la vida de Vlad Tepes, con la intención de trazar una línea que separara al Drácula histórico del vampiro ficticio.
«Durante el verano de este año, hicimos un viaje a Transilvania recorriendo el terreno que para nosotros estaba y está tan lleno de terribles recuerdos —apostilla Jonathan Harker al final de la novela— Nos resultó casi imposible creer que las cosas que habíamos visto con nuestros propios ojos y oído con nuestros oídos, hubieran podido existir. Todo rastro de aquello ha desaparecido por completo. El castillo permanece como antes, elevándose ante un paisaje lleno de desolación». En 2010 se exhumaron los restos de Nicolae y Elena Ceaucescu, no porque alguien fuera a clavarles la estaca en el corazón a fin de que nunca más vuelvan a despertar, sino para que sus parientes confirmaran si verdaderamente son ellos los que yacen en sus sarcófagos, ya que fueron enterrados en secreto ante el temor de que la gente enardecida profanara sus cadáveres. Se tomaron muestras de ADN, pero finalmente fueron identificados por los agujeros de bala de Kalashnikov que agujerearon sus ropas. Según declaró su yerno, los cuerpos parecían muy bien conservados. «Vi al conde que estaba tendido en la caja, sobre la tierra, parte de la cual había sido derramada sobre él, a causa de la violencia con que la caja había caído de la carreta. Estaba profundamente pálido, como una imagen de cera, y sus ojos rojos brillaban con la mirada vengadora y horrible que tan bien conocía yo». Como gesto simbólico, la exhumación supuso un exorcismo en el sentido más amplio. Recordemos las últimas palabras de Nicolae Ceauşescu ante el pelotón de fusilamiento fueron: «La historia me vengará». Murió cantando un fragmento de La Internacional.