Cuando Battiato bailó al son de Gurdjieff
/Sus lecturas de P.D. Ouspensky pusieron a Franco Battiato tras la pista de la Escuela del Cuarto Camino, así como de su maestro, G.I. Gurdjieff, a quién se atribuía un sistema totalmente nuevo de pensamiento que transgredía los límites de la psicología y amplificaba el alcance de las ideas esotéricas.
Un bigote frondoso, el cráneo rasurado y la mirada centelleante bajo su sombrero de derviche. En lo que a Gurdjieff se refiere, el hombre cede el paso al mito y, dependiendo de las fuentes que se consulten, el lector verá en él a un místico genuino o un charlatán consumado. Su magnetismo personal rozaba lo mesmérico y consiguió avivar la imaginación de los bohemios de principios del siglo XX, protagonizando una ristra interminable de anécdotas apócrifas, en su mayoría imposibles de corroborar. Él mismo se encargaría de alimentar su propia leyenda con la publicación de Encuentros con hombres notables, un apasionante híbrido a caballo entre el relato autobiográfico, la novela de aventuras y el folclore tradicional.
Al margen de su prolífica carrera musical, y obviando sus facetas como cineasta y artista plástico, nuestro añorado Battiato escribió ensayos sobre las materias más diversas y dirigió su propia editorial, L’Ottava, especializada en espiritualidad y esoterismo, durante más de una década. Como buen compositor de óperas que prefería la ensalada a Betthoven y Sinatra, concebía el pop como la música clásica de nuestros días (y viceversa).
«Y mi maestro me enseñó qué difícil es descubrir el alba dentro de las sombras», cantaba en “Perspectiva Nievsky”, aludiendo otra serie de encuentros con otros contemporáneos ilustres como Nijinski, Stravinski y Eisenstein. Nos queda la duda sobre quién es el que nos habla, si él u Ousepensky. Para el cantautor iconoclasta, amante de la vida contemplativa, mitad místico y mitad poeta, resultaba fácil dejarse embaucar por aquel hombre extraordinario que aseguraba haber servido a las sociedades secretas de Armenia en su lucha contra el opresor otomano y atesoraba la sabiduría milenaria de los pueblos asiáticos. Un personaje fascinante, en la realidad y en la ficción, al que Ouspensky conoció en Moscú en 1915, cuando fundó su Instituto para el Desarrollo Armónico del Hombre y donde se casó con la condesa Ostrowska, es decir, con la prima de la última emperatriz de Rusia, Alexandra Romanov. Cuentan que al estallar la Revolución, Gurdjieff encabezó una supuesta expedición en busca de dólmenes, con el único fin de obtener los salvoconductos necesarios para viajar con sus discípulos a Georgia, bajo la protección del ejército zarista. Sus andanzas posteriores le llevarían a expandir su doctrina por media Europa, al verse obligado a buscar asilo político en Constantinopla, Dresde o París.
Resultaba fácil dejarse embaucar por aquel hombre extraordinario que aseguraba haber servido a las sociedades secretas de Armenia en su lucha contra el opresor otomano y atesoraba la sabiduría milenaria de los pueblos asiáticos.
Y de allí a Chicago, al encuentro con Frank Lloyd Wright, a quien conoció a principios de los años treinta por mediación de Olgivanna, discípula suya y esposa del célebre arquitecto. El interés mutuo por organizar la geometría de sus respectivos mundos y esquematizar la existencia se tradujo en una dicotomía perfecta del siglo XX: la racionalidad y la espiritualidad, los Estados Unidos y la Rusia que mira hacia Oriente. Obsesionado por despertar de su mecanicidad a las personas, Gurdjieff se comportaba de manera chocante y a menudo inadmisible para los cánones sociales de la época, convencido de que el hombre contemporáneo vive en un estado de ensoñación perpetua, actuando como máquinas que se rigen por unos engranajes que ellas mismas ignoran. Y todo esto cuatro décadas antes de que Aldous Huxley publicase Las puertas de la percepción (1954) y adelantándose más de siete a la conferencia de Phillip K. Dick en el Congreso de Ciencia Ficción de Metz en 1977.
«El hombre puede nacer, pero para nacer primero debe morir; pero para morir, primero debe despertar. Cuando el hombre despierta puede morir; cuando muere, puede nacer», pontificaba Gurdjieff. ¿Y si Dios no hubiera creado absolutamente nada, sino que simplemente existe, mientras malgastamos nuestras vidas preguntándonos constantemente dónde podemos encontrarlo? La mera posibilidad atormentaba a un Battiato cada vez más volcado en el sufismo. Aprendió árabe a marchas forzadas y abrazó el motivo nuclear de su filosofía vital: la búsqueda de un “Centro de gravedad permanente” que le permitiera soportar la dimensión transitoria de la realidad, sin perder el contacto con su ser más profundo, en íntima conexión con lo que le trasciende.
«Y mi maestro me enseñó qué difícil es descubrir el alba dentro de las sombras»
Según estudios recientes, los neurólogos estiman que nuestro cerebro precisa medio segundo para que un estímulo pase del inconsciente al consciente, por lo que adquirimos conciencia de la realidad que nos rodea con cierto retraso respecto a la velocidad de los acontecimientos. Una barrera biológica infinitesimal que nos aleja del centro, de la esencia. La década de los setenta y sus volátiles promesas tocaban a su fin y el artista celebraba la llegada de La era del jabalí blanco (1979) con un disco cargado de buenos augurios.
El título del álbum hacía referencia al advenimiento de la tercera encarnación de Vishnú, el Jabalí, animal sagrado de los druidas celtas y símbolo de prosperidad y renacimiento. No es casualidad que Ricardo III, rey de Inglaterra, incorporase la imagen de un jabalí blanco en su escudo de armas, ni que, según la tradición galesa, el bardo Marbán se sirviese de los poderes del mágico animal para componer sus célebres poemas. Por lo tanto, el cambio de rumbo del formulismo experimental a la nueva ola italiana no andaba exento de hermetismo. La espléndida portada del disco incorpora un alud de iconografía que desvía nuestra atención de la trompa de un elefante a semejanza de la serpiente Uroboros, que se muerde la cola como recordatorio del ciclo infinito y, como en la baraja del tarot, cada canción del disco corresponde a un arquetipo.
El más enigmático, sin duda, es “El Rey del Mundo”, un monarca que rige nuestro destino desde Agartha, el reino subterráneo de los tibetanos, situado en el centro de la Tierra. Otro signo circular, un Centro que conecta el microcosmos (el hombre) y el macrocosmos (el mundo) y permite que todo siga girando: «cuando todo se vuelve inútil/ y cuanto más creemos en la verdad/ (…) el Rey del Mundo/ mantiene nuestros corazones prisioneros». Sin saberlo, vivimos todavía bajo el yugo del acero, en el Kali Yuga de los hindúes. Decía Gurdjieff que «si el hombre aprendiese a aceptar todo el horror y la pérdida de la vida cotidiana, comprendería al fin que lo único importante es huir de la norma, saberse libre. Pero, ¿cómo puede comprender eso un condenado a muerte que solo ansía salvarse, escapar?».
Pero la vida sigue su curso y los jóvenes quieren sentirse libres, hablar a gritos sin nadie que les entienda, bailar en la calle y quemar banderas. Faltaba una década para la metástasis marxista, pero los síntomas se percibían evidentes. Las barricadas parisinas del 68, como las de Bolonia en el 77, «se alzan por cuenta siempre de la burguesía/ que crea falsos mitos de progreso». Son años de plomo, de pólvora y magnolias que diría Méndez Ferrín, cuando los universitarios tomaban por asalto los claustros y los obreros repartían las hojas parroquiales de puerta en puerta. Se avecinaba una nueva era de vacas gordas y cosmopolitas de postín, y el próximo disco de Battiato sería doble platino: «No tengo yo la culpa si existen espectáculos/ con humo y rayos láser/ y el escenario está lleno de necios que se mueven», mientras el mundo sigue impertérrito. Y nosotros, prisioneros.