Donde los osos dormían

«Bisontes, caballos, ciervos. También una cabra. El salon noir de Niaux estaba esperando a que todos apagáramos las linternas y dejáramos de murmurar para hacerse visible. Aquí, los hombres de la prehistoria nunca dormían. Llegaban, pintaban y se marchaban». La gran María Sánchez entra en una cueva para regalarnos una bellísima inmersión en un pasado que no lo es tanto, que es presente: las pruebas y evidencias de los que una vez habitaron la tierra nos invitan a ir de su mano para saber lo que somos hoy. Somos nosotros y nosotras quienes estamos de paso…



I

Gregory Curtis lo cuenta en su libro acerca de sus visitas a las pinturas rupestres en Francia y en España: Los pintores de las cavernas, el misterio de los primeros artistas. Al salir a la superficie, después de la ceremonia de alzar la vista y contemplar, el escritor es incapaz de escribir. Se siente absurdo, inútil, fuera de lugar. En él aparece una parálisis que le impide sacar fuera del cuerpo lo que ha sentido allá dentro. ¿Qué palabra elegir después de contemplar a los animales pintados en la roca? ¿Y qué decir? ¿Acaso había algo que expresar?

Pero el escritor no es el único. Al salir de la Cueva de Chauvet, un lugar donde la datación por radiocarbono reveló que aquí las pinturas rupestres tienen aproximadamente de 30.000 a 32.000 años, y se convierte en uno de los lugares con pinturas más antiguas, se dirige al estudio de Jean Clottes, uno de los más célebres prehistoriadores franceses y supervisor científico de la Gruta Cosquer y de la Cueva de Chauvet. Allí, al calor del vino y casi sin mediar palabra, Clottes invita al escritor norteamericano a que escriba en el cuaderno de visitas que tiene para los que conocen la cueva. No son muchos, ya que Chauvet está cerrada al público. Los que contemplan y escriben pertenecen a un segmento muy delimitado de la sociedad: científicos, prehistoriadores, técnicos, guías, antropólogos. Un círculo cerrado de personas de las que se presupone conceptos como cultura, conocimiento, formación... Por primera vez, Curtis se decide a verbalizar el estado en el que se encuentra desde que termina la visita a las pinturas rupestres en las diferentes cuevas españolas y francesas: no puede escribir. Todo lo que se le pasa por la cabeza le parece insignificante, nimio, vacío. Jean Clottes se ríe y le mira con ternura. No es el único ni será el último al que le suceda.

Interior de la cueva de Niaux

Interior de la cueva de Niaux

II

Íbamos nerviosos, felices, sin dejar de hablar. Comenzamos a subir la montaña camino a Niaux. En el coche, también viajaban con nosotros ideas y suposiciones. Parecía que el cuerpo ya era consciente, antes incluso de que nosotros mismos lo fuéramos, de que necesitaba sacar de adentro todo lo que él, con su esqueleto y musculatura, contenía. Nos contábamos cosas sin sentido, obsesiones, situaciones que nos rondaban la cabeza. Nos preguntábamos qué pensarían aquellos hombres de la prehistoria al ver la carretera por la que estábamos subiendo. No traíamos a la suposición ni el coche, o la ropa que llevábamos, tampoco los mismos móviles con los que revisábamos nuestras redes antes de perder por completo la cobertura y convertirse en objetos inútiles al sumergirnos en la cueva. Hablábamos sin parar. Nos buscábamos con las manos, nos sonreíamos, nos convertíamos en cómplices porque estábamos como niños pequeños. Cada uno traía a la conversación fragmentos y detalles acerca de las pinturas. Y no solo sobre ellas, también sobre objetos y entradas a las cuevas, sobre ríos y montañas que las rodean y la protegen. Dentro del coche, sin darnos cuenta, comenzamos a trazar una geografía del supuesto. No parábamos de demostrarnos nosotros mismos, inútilmente, que estábamos capacitados y preparados para aquello que dentro nos esperaba y nos dirigíamos a ver.

III

No sé cuándo empezó mi obsesión con esto. Me gusta asociarla a la aparición de una mancha en casa de mis abuelos cuando esta se quedó completamente vacía. Vacía y sola. También, fantaseo con la idea de que la nueva inquilina llegó cuando decidí cambiar el lugar para dormir en la casa. Elegí esa habitación sin motivo. Algo dentro, quizás, algún latido, algún impulso. A la mañana siguiente mi padre me contó que era la cama de mi abuelo cuando era estudiante. También a la mañana siguiente, sucedió. Fue la primera vez que me di cuenta de la existencia de esa mancha. No fue hasta la tarde, después de volver del campo, que caí que no tenía una forma cualquiera. La inquilina había pasado de ser una simple presencia de humedad en la pared a convertirse en la cabeza de un animal. Esa tarde, caminando, pisé las camas de una cierva madre y su cría. Al llegar a la casa, tuve la necesidad de tocar la mancha, acariciarla. Como si al pasar la mano por la pared la humedad tomara relieve y palabra, se dejara arrullar.


Niaux Count frente al Salon Noir en 1927

Niaux Count frente al Salon Noir en 1927

«El salon noir de Niaux estaba esperando a que todos apagáramos las linternas y dejáramos de murmurar para hacerse visible»

IV

Los babilonios hablaban del lugar donde enterraban a sus muertos como de un sitio donde el polvo es un nutriente y la arcilla alimento. En quechua, la palabra mallqui significa a la vez momia y semilla. La muerte y la vida, un mismo punto de sutura donde vuelve a empezar lo que acaba. El que se marchaba daba lugar al nacimiento, a la raíz en la nueva tierra. Podríamos decir entonces que nunca moriría.

V

Recuerdo la primera vez que leí acerca de algunas semillas con las que se enterraban en el Antiguo Egipto. Trigo y cebada se colocaban en pequeñas urnas como ajuar al lado de los cuerpos ya embalsamados de los grandes faraones egipcios, para que en la otra vida tuvieran semillas con las que cultivar la nueva tierra y poder alimentarse. Incluso se ha fantaseado mucho con que algunas de esas semillas de trigo después de miles de años seguían conservando su fertilidad. Arropar al cuerpo muerto con semillas, algo que desaparece junto a algo que germina.

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VI

Leo una columna preciosa de Verónica Azpiroz en Nueva Tribuna a su abuela Manuela por su muerte: «No existe la palabra muerte en la lengua mapuche para describir ese estado en las personas. Cuando alguien muere, se dice mapulugün. Mapulugün es volverse territorio. Manuela ya es territorio-vida. Por eso, con Kajfükura seguiremos afirmando que no hay muerte: “En los hijos, de mis hijos me levantaré”. Küme rupu ñi chuchu Manuela! Pewmagen ñi püjü remapuchegeiñ». No sé qué significan las dos últimas frases pero me parecen terriblemente bellas. Pienso muchas veces en la escritura como ese latido infinito que me empuja hacia lo que no conozco.

VII

Y entramos en la cueva. Quise sentir el cuerpo de Alfredo cerca. Arroparme con la voz de Raquel. Les di la mano. Me volví niña bajando las escaleras, haciendo equilibrio allí abajo, solo con la luz de nuestras linternas. Abarcar con el cuerpo el espacio que una vez abarcó el cuerpo de alguien que podría ser antepasado mío y que ya no está. Pisar sobre lo pisado. Respirar en los mismos recovecos. Tropezar con los mismos sedimentos. Contemplar la misma pared. Quizás, pensé, las partículas tienen memoria, que los cuerpos de los ausentes dejan estelas y huellas en el espacio. Y así mi cuerpo sería fácilmente reconocido por el que ya no está.

Fotografía: visitantes en Niaux (1927)

Fotografía: visitantes en Niaux (1927)

VIII

Una manía que tengo desde pequeña es seguir rastros. Restos de plumas, pelos, lanas. Huellas frescas, fluidos, huesecillos. Nidos, ramitas. Ruidos que se forman ante ti de ese que va antes que tú pero al que nunca ves. Porque la mayoría de las veces, por no decir todas, nunca alcanzas al animal que sigues. Solo tocas y observas lo que ha ido dejando a su paso. Yo no puedo evitar recoger estas pequeñas muestras que tuvieron que ver con el invisible. Lleno la casa de lo que tuvo que ver con él, una especie de recordatorio, una manera de recordar y de recordarme a mí misma, una forma de señalar que una vez estuve allí. Ya no solo cosas materiales, hago fotos, grabo sonidos. Quiero que el recuerdo de lo que nunca vi abarque todo.

IX

Pero mi manía se deshizo nada más comenzar a hablar la guía de Niaux antes de entrar. No podíamos tocar las paredes ni recoger nada del suelo. No podíamos grabar ni hacer fotos. Tampoco podríamos pasar más tiempo de lo normal en la cueva. Esta, como organismo, tenía sus propias normas y nosotros bajo ningún concepto podríamos romperlas. Lo que sucedería de ahí en adelante solo podría quedar registrado en mi memoria.

Entrada a Niaux

Entrada a Niaux

X

Hace unos años descubrieron unos terrones de polen en una sepultura de un neandertal en Irak. Estos nunca enterraban a los suyos con ofrendas, por lo que el descubrimiento dio paso a un nuevo interrogante. No se sabe si el polen provenía de algunas flores con las que pudieron decorar el cuerpo o que algún roedor lo llevara a la tumba a modo de despensa. Nunca lo sabremos, y quizás, por eso mismo, me siento tan atraída hacia ese lugar y ese elemento.

XI

Bisontes, caballos, ciervos. También una cabra. El salon noir de Niaux estaba esperando a que todos apagáramos las linternas y dejáramos de murmurar para hacerse visible. Aquí, los hombres de la prehistoria nunca dormían. Llegaban, pintaban y se marchaban. Tampoco conoceremos el motivo de las pinturas. Solo quedan ellos, los animales fundiéndose con las paredes, comenzando a bailar a la luz de una pequeña linterna, acompañados por los restos de tantos osos que elegían este tipo de grutas para dormir, sin saber que, en las paredes, animales hermanos los vigilaban sin descanso.

XII

Estuvimos delante de las pinturas cerca de veinte minutos pero a muchos nos pareció solo un segundo. De repente, la guía decidió apagar la linterna. Nos dijo que nos encontrábamos en una especie de «catedral del pasado», y que la acústica era maravillosa. Que por qué no cantábamos o decíamos algo para comprobarlo. Quise hablar, cantar, dejar que la voz retumbara en el sitio donde retumbaron otras voces con las manos manchadas, al calor de una hoguera. De repente, me sentí ridícula e inútil. No tenía nada que decir. Pensaba que nada de lo que saliera de mi boca estaría a la altura.

XIII

El 18 de diciembre de 1994, tres amigos, Jean-Marie Chauvet, Eliette Brunel Deschamps y Christian Hillaire se topan con una corriente de aire que viene de una pila de piedras en una cueva que nunca se visitó. Comienzan a deshacer el montón. Piedra a piedra, no saben a lo que terminarán de enfrentarse. Nace así la cueva de Chauveten Ardèche, Francia. Años más tarde, Jean- Marie escribiría: «Solos en esa inmensidad, iluminada por el tenue destello de nuestras lámparas, nos invadió una extraña sensación. Todo era tan hermoso, tan fresco, casi demasiado. El tiempo quedó abolido, como si las decenas de miles de años que nos separaban de los artífices de estas pinturas hubieran dejado de existir. Parecía como si hubieran acabado de crear estas obras maestras. De repente nos sentimos como intrusos. Profundamente impresionados, la sensación de que no estábamos solos nos abrumó: nos rodeaban las almas y los espíritus de los artistas. Nos pareció poder sentir su presencia: les estábamos importunando».