En el nombre de Cthulhu: De cómo el Necronomicon se apareció en Brooklyn
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«Entré, hechizado, y de un montón cubierto de telarañas
Cogí el volumen más a mano y lo hojeé al azar,
Temblando al leer raras palabras que parecían guardar
Algún secreto, monstruoso para quien lo descubriera.
Después, buscando algún viejo vendedor taimado,
Solo encontré el eco de una risa»
H. P. Lovecraft, Hongos de Yuggoth (1929-1930)
A principios de los años setenta, Herman Slater todavía regentaba una pequeña tienda de artículos esotéricos en Brooklyn Heights llamada The Warlock Shop. Debido a su triple condición de anticuario, oficiante de Wicca y homosexual declarado, Slater se había convertido en una celebridad entre los círculos ocultistas de Nueva York. Tanto fue así que unos años más tarde reunió el capital necesario para mudarse a la parte alta de la ciudad y abrir The Magickal Childe, mítica librería de Manhattan que sirvió de punto de encuentro para la floreciente comunidad neopagana de la época. En el contexto de la era la revolución sexual y el movimiento por los derechos civiles, el esoterismo ofrecía nuevas vías de expresión para el activismo, cuestionaba los férreos dogmas de las religiones tradicionales y asentaba las bases para un nuevo discurso de género. Al tiempo que las feministas hicieron de la brujería una metáfora perfecta del sino de los tiempos (1), el colectivo gay de Nueva York estableció fuertes vínculos con el paganismo. Se trataba de reivindicar la sexualidad como un vehículo de sacralización del propio cuerpo inspirado en el modelo panteísta que Gerald Gardner y Doreen Valiente (2) habían esbozado durante los años cuarenta y cincuenta. Sin duda, fue una década apasionante: Carole Bulzone y Rhea Rivera fundaron el primer aquelarre de lesbianas de la ciudad, y Herman Slater se convirtió en uno de los pilares del New York Coven of Welsh Traditional Witches, junto a su amante Edmund Buczynski (3) y el iniciado en stregheria Leo Martello.
Pero será mejor que nos remontemos a una tarde concreta de 1972 y prestemos atención al desconocido que entra por la puerta del establecimiento con un bulto de aspecto sospechoso debajo del brazo. Mientras le explica el motivo de su visita, Slater lo examina de arriba abajo, intentando ubicarlo inútilmente en el tiempo y el espacio; tal vez en alguna de las bacanales que Eddie suele oficiar en Greenwich Village o en el cónclave de Phyllis (4), depositaria del legado de Hécate en la Gran Manzana. En cualquier caso, dice llamarse Simon y se expresa en un inglés algo rudimentario, como corresponde a un sacerdote ortodoxo de origen eslavo recién llegado a los Estados Unidos. Requiere de sus servicios para tasar el valor que alcanzaría en el mercado la pieza de coleccionista que obra en su poder: un manuscrito de más de seis siglos de antigüedad que solo un experto en la materia apreciará por su naturaleza insólita. Así que, movido por su insaciable curiosidad, Slater accede a examinarlo.
Tiene que estar bromeando.
A simple vista se trata de una colección de rituales mágicos y conjuros de ascendencia sumeria; en su mayoría, hechizos protectores e invocaciones de auxilio expresadas en términos lo suficientemente arcaicos como para refrendar el proceso de romanización al que habría sido sometido el texto original en sus sucesivas traducciones a lo largo de los siglos. Un palimpsesto en lengua vernácula que sincretiza diferentes corrientes ocultistas a salto de mata, del árabe al latín y pasando por el griego, al que debe la raíz etimológica de su título: Necronomicon. Otras palabras, en cambio, eluden su pertenencia a cualquier idioma conocido y podrían pasar por aklo (5), o incluso como vestigios de la lengua enoquiana anteriores a los registros del periodo isabelino (6).
Consciente del alto grado de sofisticación del engaño, Slater no puede evitar preguntarse por qué alguien se tomaría tantas molestias a la hora de falsificarlo. Al interesarse por la procedencia de manuscrito, Simon aporta como únicas credenciales un par de recortes de prensa que detallan las rocambolescas fechorías de Steven Chapo y Michael Huback, una pareja de ladrones de guante blanco especializados en el robo de incunables, que pusieron en jaque al FBI durante años. Haciéndose pasar por estudiosos de la Cábala, expoliaron los fondos bibliográficos de las principales universidades del país sin levantar sospechas, ocultando el botín bajo sus hábitos monacales para posteriormente venderlo por una suma astronómica en el mercado negro. Hasta que un buen día, un anticuario de Chicago hizo saltar las alarmas al ofertar a la Universidad de Yale un rarísimo ejemplar de atlas del siglo XVII que unos meses antes figuraba en su catálogo. A esas alturas, Chapo y Huback atesoraban más de cien volúmenes en su guarida de New Haven y, temiendo ser descubiertos más pronto que tarde, decidieron confiar el manuscrito a Simon para que este lo custodiase hasta su salida de prisión. The New York Times se hizo eco del juicio un año más tarde: como la fiscalía les pedía veinte años de prisión y 20.000 dólares por barba, los acusados se ofrecieron a colaborar con las autoridades para ver reducida su condena. Entre el material incautado se encontraban, por ejemplo, los seis volúmenes del Civitates Orbis Terrarum de Braun y Hogenberg, publicados en Colonia entre 1612 y 1618; pero no se hacía mención alguna al grimorio.
«En su afán por dotar de erudición a su imaginario literario, H. P. Lovecraft sembró sus relatos con pistas sobre el supuesto paradero del grimorio»
Antes de continuar con nuestra historia, permítanme un inciso personal a tenor del hurto. Seguramente les recordará al que en su día fue bautizado como «el robo del siglo», el del Codex Calixtinus, sustraído de la caja fuerte de la Catedral de Santiago de Compostela en 2011. Un año más tarde, la policía lo encontraba intacto y envuelto en un paño rodeado de basura junto a otros libros sacros, objetos de culto y un millón largo de euros, en el garaje de un electricista despechado. La investigación posterior evidenció estrepitosos fallos en la seguridad del patrimonio, desvelando un tupido entramado de chantajes que ponían en entredicho la gestión de las finanzas catedralicias, en su mayoría libres de impuestos por la Ley de Mecenazgo. El escándalo salpicó a varias diócesis de la comunidad y se zanjó con una pena de ocho años y dos meses de prisión para el único culpable, José Manuel Fernández Castiñeiras. Dicho esto, si por algo suscitó controversia el asunto entre los amantes de lo esotérico, fue a colación de las leyendas que ubican el Magno Libro de San Cipriano en las entrañas de la Catedral, donde se supone que permanece encadenado para preservar sus secretos a salvo de aquellos incautos que osaran abrirlo. Atribuido a san Cipriano de Antioquía (7), se cree que recoge entre sus páginas —amén de las consabidas fórmulas mágicas— los emplazamientos de tesoros legendarios del Reino de Galicia y Portugal. Ni que decir tiene que los estafadores sin escrúpulos supieron sacar provecho de esta superstición popular durante siglos. El escritor, teósofo e historiador ourensano Vicente Risco (8) llegó a estipular un precio de 500 pesetas por cada ejemplar adquirido en Galicia durante los años veinte y treinta; el mismo que en Portugal y Brasil oscilaba entre las tres y cuatro pesetas (9). De primeras, el dato se antoja accesorio pero, como verán, trasciende la mera anécdota. Detengámonos pues en el siguiente anuncio, publicado en 1962 por un prestigioso semanario bibliófilo de Nueva Inglaterra: «Alhazred, Abdul. Necronomicon (España, 1647). Encuadernado en piel algo arañada y descolorida, por lo demás en buen estado. Numerosísimos grabados, signos y símbolos místicos. Parece tratado (en latín) de Magia Ceremonial. Ex libris. Sello en guardas indica procede de Biblioteca Universidad Miskatonic. Mejor postor (10)».
En su afán por dotar de erudición a su imaginario literario, H. P. Lovecraft sembró sus relatos con pistas sobre el supuesto paradero del grimorio pero, «pese a la correspondencia que venía manteniendo con la Biblioteca de Widener de Harvard, la Biblioteca Nacional de París, el Museo Británico, la Universidad de Buenos Aires y la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham, todos sus intentos por hacerse con un libro que precisaba desesperadamente habían resultado fallidos» (11). Como albacea de su legado, August Derleth tenía constancia de la existencia de un ejemplar en la sección de religiones primitivas de la Biblioteca General de la Universidad de California, gracias a la feliz ocurrencia de un becario bromista, que bastó para colapsar el sistema de préstamos del campus durante varias semanas. Incluso le llegaron rumores de que el mismísimo Jorge Luis Borges —por aquel entonces director de la Biblioteca Nacional de Argentina— lo había incluido inesperadamente en el registro. Sería justo reconocer que, aunque el autor de La biblioteca de Babel (1941) siempre se mostró reacio a elogiar la prosa de Lovecraft, el gesto obedecería a una lógica metaliteraria aplastante: tal es el caos que reina en los depósitos de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires que sus laberínticas estanterías bien podrían albergar un ejemplar de El Aleph al lado de una copia en latín del texto firmado por «el árabe loco» (12).
Naturalmente, Derleth estaba convencido de que si bien muchas de las obras mágicas citadas por Lovecraft existían, el Necronomicon era fruto de su propia invención. Al menos así lo confirmaba el propio autor en una carta dirigida al periodista Willis Conover y fechada el 29 de julio de 1936: «Sobre “los libros terribles y prohibidos”, me fuerzan a decir que la mayoría de ellos son puramente imaginarios». «Nunca existió ningún Abdul Alhazred o el Necronomicon, porque inventé estos nombres yo mismo. Luwdig Prinn fue ideado por Robert Bloch y su De Vermis Mysteriis, mientras que el Libro de Eibon es una invención de Clark Ashton Smith. Robert E. Howard debe responder de Friedrich von Junzt y su Unaussprechlichen Kulten […]. En cuanto a libros escritos en serio sobre temas oscuros, ocultos, y sobrenaturales, en realidad no son muchos. Esto se debe a que es más divertido inventar trabajos míticos».
Parafraseando al autor, un relato de terror resulta efectivo en cuanto que dota de verosimilitud a la más absoluta de las patrañas. Si en su novela El péndulo de Foucault, Umberto Eco justificaba el revival esotérico en aras de una intertexualidad literaria que cobra visos de conspiración semiótica, la génesis de la publicación del Necronomicon de Simon presentaría todos los ingredientes necesarios para convertirse en un best seller a lo Dan Brown (13). Es por eso que, de vuelta a la trastienda de Brooklyn Highs, Slater todavía sopesa su escepticismo sobre la palma de la mano. Desde la muerte de su «legítimo propietario» en 1937, habían circulado numerosas versiones apócrifas del libro maldito; todas ellas fraudulentas y, en el mejor de los casos, concebidas en homenaje a la portentosa imaginación del escritor que presumiblemente las había soñado (14). Porque tal y como sugiere Donald Tyson en su reveladora biografía del ermitaño de Providence, The Dream World of H. P. Lovecraft (Llewelynn Publications, 2010), las visiones oníricas que inspiraron algunos de sus mejores relatos responderían a cierta predisposición innata a las proyecciones astrales; lo que en palabras de Joyce Carol Oates se traduce como «una forma de autobiografía psíquica» (15). Visualicemos entonces al escritor en su lecho de muerte, arruinado económicamente y consumido por un cáncer de colon que él mismo se encargó de diagnosticar precozmente en una serie de sueños recurrentes, cada vez que los Ángeles Descarnados de la Noche irrumpían volando en su alcoba para hendirle sus garras en el estómago. «Criaturas viscosas, negras, cornudas y descarnadas, con alas membranosas y colas que ostentan la barba bífida del infierno», tal y como los describió en uno de sus poemas de horror cósmico, «llegan en legiones traídas por el viento del Norte, con garras obscenas que cosquillean y escuecen. Y me agarran y me llevan en viajes monstruosos a mundos grises ocultos en el fondo del pozo de las pesadillas» (16).
Ángeles. Así bautizó John Dee en pleno siglo XVI a los seres luminosos que le obsequiaron con el «espéculo negro»; el mismo que Horace Walpole (17) adquirió cien años más tarde de manos de lord Frederick Campbell y que aún se conserva en el British Museum. Una pieza de obsidiana azteca, extraordinariamente pulimentada, sobre cuya superficie experimentó el célebre alquimista, filósofo y espía británico las visiones más sobrecogedoras de otros mundos, estableciendo contacto con inteligencias más allá del conocimiento humano; similares al Santo Ángel de la Guarda que dictó el misterioso libro sagrado de Thelema a Aleister Crowley (18) en una habitación de El Cairo en 1904.
NOTAS
(1). Véase W.I.T.C.H. Conspiración Terrorista Internacional de las Mujeres del Infierno: Comunicados y hechizos (La Felguera, 2007).
(2). Cabe destacar su colaboración junto a Gardner en la creación de los rituales de la Wicca. Tras la muerte de este, se convirtió en su principal valedora, saludada como una de las líderes más influyentes y respetadas del neopaganismo moderno.
(3). Eddie Buczynski fue un personaje fascinante: amante de Herman, cabeza visible de la Wicca neoyorquina y tótem contracultural de la década de los setenta. Consúltese G. Lloyd, Michael, Bull of Heaven: The Mythic Life of Eddie Buczynski And the Rise of the New York Pagan (Asphodell Press, 2012).
(4). Phyllis Thompson, más conocida como Lady Gwen Thompson, nieta de la bruja Adriana Porter y co-fundadora de New England Covens of Traditionalist Witches.
(5). Lenguaje asociado a cultos malignos y textos prohibidos, inventado por Arthur Machen en El pueblo blanco (1899). Como gran admirador de su obra, el propio Lovecraft lo utilizó en sus relatos El horror de Dunwich (1929) y El morador de las tinieblas (1936). Más recientemente, Alan Moore lo recuperó como eje central de su formidable The Courtyard (2003).
(6). Véase Dee, John, A True and Faithfull Retation of What Passed Between Dr. John Dee and Some Spirits (1659).
(7). Nigromante del siglo III, posteriormente reconvertido en mártir del cristianismo, al que se le atribuyen tratos con los demonios. Sus restos reposan en la Basílica de san Juan de Letrán en Roma, junto a los de santa Justina de Antioquía.
(8). Consúltese Vetusto, Rafael, «Del caso que le aconteció al Sr. Vicente Risco», VV.AA., España es sobrenatural (Melusina, 2009).
(9). Risco, Vicente, «Los tesoros legendarios de Galicia», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares (tomo VI, 1950).
(10). Publicado en Antiquarian Bookman (enero de 1962) y citado por Derleth en su artículo «The making of a hoax», incluido en H. P. Lovecraft and his work (Arkham Press, 1963).
(11). Lovecraft, H. P., El horror de Dunwich (1929).
(12). Releyendo El Aleph (1949), uno tiene la sensación de encontrarse ante una vertiente más depurada, universal —y si se quiere, hasta paródica— del estilo de Lovecraft. Como pirueta referencial añadida, compárenlo con La lámpara de Alhazred (1957), un relato póstumo terminado por el propio Derleth, y saquen sus propias conclusiones.
(13). «Mi respuesta es que Dan Brown es uno de los personajes de mi novela, El Péndulo de Foucault, que habla de gente que empieza a creer en asuntos ocultistas». Entrevista a Umberto Eco por Deborah Solomon, publicada en The New York Times el 25 de noviembre de 2007.
(14). Mi favorita, sin duda, es Hay, George (ed), Necronomicon: The Book of the Dead Names (Neville Spearman, 1978), aunque solo sea por la maravillosa introducción de Colin Wilson y las aportaciones de Robert Turner y Angela Carter.
(15). Carol Oates, Joyce, «The King of Weird», publicado en The New York Review of Books, nº17 (octubre, 1996)
(16). Bestezuelas aladas, incluido en Lovecraft, H. P., Hongos de Yuggoth y otros poemas fantásticos (Valdemar, 2010). Traducción de Juan Antonio Santos y Sonia Tribaldos.
(17). IV conde de Orford, primo del almirante Nelson y autor de El castillo de Otranto (1764), considerada unánimemente como la primera novela de terror gótico.
(18). «Para mí, en ese momento, Aiwass era un ángel, como los que había visto a menudo en visiones, un ser puramente astral». Crowley, Aleister, The Equinox of the Gods (1936).