Esta no es mi guerra: cuando Afganistán fue la Franja de Gaza
/Una serie de documentos desclasificados por las Fuerzas Armadas Israelíes revela las implicaciones geoestratégicas de su alianza con Hollywood para desacreditar a la Unión Soviética y legitimar los asentamientos judíos en la Franja de Gaza. El resto es Historia.
«Hemos visto esta película antes».
Esas fueron las palabras con las que el Secretario de Defensa, Lloyd Austin, intentó persuadir el pasado mes de marzo al presidente Biden para que mantuviera sus tropas en Afganistán. «¿Cuántas vidas más vamos a perder? ̶ justificaba Biden ̶ No voy a repetir los errores cometidos en el pasado». Por el contrario, la metáfora del general hacía referencia al peor escenario imaginable, anunciado por las huestes yihadistas de Estado Islámico a las puertas de Bagdag en 2014 y recientemente consumado con la caída de Kabul en manos de los talibanes. Sobre las estremecedoras imágenes de los afganos aferrándose desesperadamente al fuselaje de un avión militar, se cierne la sombra de otra retirada humillante y caótica: la de los helicópteros despegando de la azotea de la embajada estadounidense en Saigón en abril de 1975.
En 1988, otro oficial, interpretado para la ocasión por Richard Crenna, pronosticó la derrota de la URSS estableciendo paralelismos con su traumática experiencia en el sudeste asiático: «Nosotros lo intentamos. Ya tuvimos nuestro Vietnam. Ahora ustedes tienen el suyo». Al año siguiente, los soviéticos se retiraron de Afganistán, tras diez años de sangriento conflicto y con más de un millón de muertos a sus espaldas. El comandante en jefe Boris Grómov fue el último en cruzar el río Amu Darya, que separa la ciudad afgana de Hairatan de Termez, en la entonces República Socialista Soviética de Uzbekistán. Antes de acabar de cruzar el puente de la Amistad, Grómov bajó de su tanque para recorrer a pie los últimos metros. «No hemos dejado atrás a un solo soldado u oficial soviético», declaró con solemnidad ante las cámaras de televisión.
«Ya tuvimos nuestro Vietnam. Ahora ustedes tienen el suyo»
En Rambo III nuestro protagonista se adentraba en territorio de guerra por mediación de la CIA y contacta con la resistencia afgana para liberar a su amigo (y de paso, al país entero) del yugo comunista. Ya habíamos visto esta película antes, ambientada en Vietnam, con Sylvester Stallone o Chuck Norris acudiendo al rescate de los desaparecidos en combate y tomándose la revancha contra los charlies. Sin embargo, esta vez nos encontramos en el desierto de Néguev, una región en apariencia deshabitada e inhóspita que comienza al sur del Mar Muerto y se extiende hacia Jordania y Egipto. Capturado en celuloide, luce como una replica del Lejano Oeste con motivo de la intervención norteamericana en Oriente Medio. Un marco simbólico perfecto a la espera a ser redimido, cultivado y colonizado. «Es el sustituto perfecto para Afganistán ̶ declaró Stallone durante el rodaje ̶ No solo es árido, sino que además está en guerra». Y no le faltaba razón.
«Es el sustituto perfecto para Afganistán. No solo es árido, sino que además está en guerra».
De hecho, el nombre del desierto proviene del hebreo y significa "seco", al igual que en árabe. Cuando el Mandato Británico barajó la posibilidad de dividir el oeste de Palestina entre judíos y árabes a finales de la década de 1930, se planteó dejar el Néguev en manos de estos últimos. Pero a semenjanza de otras regiones limítrofes, el movimiento sionista optó por redibujar el mapa mediante asentamientos de “torre y empalizada”. A mediados de los años cuarenta, el patriarca de la creación del Estado de Israel y primer mandatario, David Ben-Gurion, centró sus esfuerzos en anexionar el Néguev a costa de despojar de sus derechos a los clanes nómadas que lo habitaban siglos atrás, en su mayoría beduinos. Con la puesta del sol y después del ayuno de Yom Kipur, el 6 de octubre de 1946 se levantaron los primeros kibutz. Al alba, los oficiales británicos destinados en la zona contemplaron con asombro los chamizos que habían brotado milagrosamente en aquel manto estéril, pero prefirieron mirar hacia otro lado y continuar su camino. Durante la década siguiente, se levantaron muros, construyeron carreteras y plantaron olivares. Aquello se convirtió en un plató magnífico.
En febrero de 2007, coincidiendo con el recrudecimiento de la ofensiva israelí sobre la Franja de Gaza, el entonces primer ministro Ehud Ólmert visitó una de las bases militares situadas en pleno corazón del Néguev, donde sus soldados llevaban más de un año entrenándose en una réplica a escala de la ciudad de Gaza. Estos campos de entrenamiento, conocidos como “zonas de fuego”, fueron utilizados como shooting locations en numerosas producciones cinematográficas a lo largo de los años ochenta. De hecho, se cuentan por docenas los documentos que certifican la estrecha correspondencia que las Fuerzas Armadas Israelíes mantuvieron con los ejecutivos de Hollywood: los más llamativos contienen sinopsis argumentales completas, descripciones de personajes y, lo que es más importante, listados detallados de armamento pesado e instalaciones militares para su uso en películas como Delta Force (1986) y Águila de acero (1986). Tomemos como ejemplo esta carta dirigida expresamente al Jefe del Estado Mayor, Dan Shomron: «La última escena de la película mostrará a Rambo, el Sr. Sylvester Stallone, dentro de un tanque, sobrepasando al enemigo», le comunicaba el productor, antes de precisar el modelo de carro blindado.
«La última escena de la película mostrará a Rambo, el Sr. Sylvester Stallone, dentro de un tanque, sobrepasando al enemigo»
¡Pues claro que ya hemos visto esta película antes! En Lawrence de Arabia (1962), la obra maestra de David Lean, un periodista le preguntaba a T. E. Lawrence qué era lo que le atraía tanto del desierto. «Está limpio», respondía Peter O’Toole sin inmutarse. Desde que comenzó la ocupación en junio de 1967, las políticas israelíes de confiscación de tierras perpetuaron el falso mito del Néguev como Tierra de Nadie, permitiendo al ejército apoderarse gradualmente de amplios territorios desérticos. Este rápido proceso de militarización, junto con los imaginarios culturales que lo justificaron, facilitaron las superproducciones con fines propagandísticos.
Al ver representado su territorio como ajeno, los auténticos moradores del Néguev fueron borrados del paisaje y de la historia.
En la mayoría de ellas, Hollywood utilizó a los afganos como poco más que simples figurantes en su propia historia, cediendo el protagonismo a forasteros que los subestimaban constantemente. A ojos de los occidentales, Afganistán era la patria de los muyahidines, descendientes de los feroces guerrilleros de las montañas que humillaron al Imperio Británico en el siglo XIX. Los mismos que tiempo después serán la base de Al Qaeda, son saludados en Rambo III como “luchadores por la libertad” por una mera cuestión de oportunidad geoestratégica. Futuros caudillos del integrismo islámico, como Mohammed Omar y Osama Bin Laden, entrenados, financiados y alentados por la CIA, de quienes Rambo y Trautman se despiden exclamando «Insha’Allah» («Si Dios quiere»).
A raíz de los atentados del 11S, circuló un bulo por internet en relación a una supuesta dedicatoria «a los valientes combatientes muyahidines de Afganistán» cuando, en realidad, la escena final de la película hacía referencia a la valentía del pueblo afgano. Y aunque sabemos que Rambo nunca llegó a poner un pie en el Kalahar, al fondo del encuadre vemos a un grupo de jinetes dispuestos a emprender el largo viaje de vuelta a casa. Los productores pagaron a los beduinos locales en dólares americanos para que participasen en la película como figurantes y, dadas las circunstancias, el reconocimiento debería ir dirigido precisamente a ellos. Su aparición en el plano final encierra una última paradoja: al ver representado su territorio como ajeno, los auténticos moradores del Néguev fueron borrados del paisaje y de la historia. Y esa película sí que le hemos visto demasiadas veces.