Jazz, marihuana y alquimia: el arte según Harry Smith
/Personaje poliédrico y fascinante, la figura de Harry Smith (1923-1991) representa una de las sendas más estimulantes transitadas por el folk y el jazz, el cine experimental y la Generación Beat. Etnomusicólogo, bohemio, erudito, pintor, coleccionista, lingüista y traductor; pero ante todo, un genio excéntrico, místico y ocultista.
A su paso por San Francisco, Allen Ginsberg escuchó hablar por primera vez sobre un pintor con alma de chamán, de quien se rumoreaba que había sido discípulo de Aleister Crowley, coleccionaba huevos de pascua ucranianos y aviones de papel, y vivía en un pequeño apartamento abarrotado de pinturas surrealistas y viejas colchas tejidas por los indios semínolas, Todo resultó ser rigurosamente cierto.: «Años más tarde, reconocí a aquel anciano de barba blanca en el Five Spot de Nueva York. Escuchaba a Thelonius Monk, y parecía estar anotando algo. Supuse que se trataba de Harry Smith, así que me acerqué a él para presentarme. "Bueno, ¿qué haces Nueva York?", le pregunté y me mostró su cuaderno. Dijo que estaba tratando de seguirle el compás a Monk para adivinar el patrón matemático al que respondían las síncopas de sus solos. Le pregunté con qué fin y me comentó que para usar su música como banda sonora de unas animaciones que estaba pintando a mano, fotograma a fotograma, siguiendo la técnica del collage».
Aquella misma noche, Ginsberg pudo ver con sus propios ojos las increíbles pinturas que poblaban las paredes de su estudio. Trazos elegantes de formas sinuosas e intrincadas, que transmitían la ancestral carga simbólica del arte de las tribus indígenas del noroeste del Pacífico. Geometrías extrañas y perspectivas no eclidianas que parecían albergar horrores cósmicos. Puede que la yerba estuviera surtiendo efecto. «Empecé a fumarla cuando estudiaba en Berkeley –le confió su anfitrión–. Recuerdo ver pequeñas bolas de colores flamígeros en suspensión al escuchar a Bessie Smith. Pero experimenté una verdadera epifanía al descubrir a Dizzy Gillespie. Floté tan alto que literalmente flipé en colores». El anciano señaló uno de los cuadros sin enmarcar que pintó en los años cuarenta, perteneciente a la serie de jazz paintings de su época en la Bahía de San Francisco: «Cada trazo representa una nota concreta. Si pusiéramos el disco, podría proyectar la pintura como una diapositiva y señalarlas una a una: be-bop, punto por punto».
«Cada trazo representa una nota concreta. Si pusiéramos el disco, podría proyectar la pintura como una diapositiva y señalarlas una a una»
La melodía que irradia es inconfundible: Manteca, compuesta por Dizzy Gillespie, Chano Pozo y Gil Fuller en 1947. A diferencia de la diatónica, de tan solo siete notas, la escala cromática ofrece una variedad asombrosa de complejidades armónicas. Doce notas de libertad e improvisación. La revolución músical que emprendieron el propio Gillespie, Thelonious Monk y Charlie Parker, como expresión contemporánea de su propia generación, una estética del ahora. «Fue en ese momento cuando me di cuenta de que mis películas podían musicarse. Hasta ese momento eran mudas, siempre las había mostrado en silencio». La pantalla se tornó en lienzo: usando tintes concentrados y una variedad de técnicas que van desde el acrílico al aerógrafo y los aerosoles, si la copia es buena y la proyección adecuada, el impacto visual de sus películas sigue siendo notable. Desafortunadamente, de tan únicas como son, rara vez se muestran en público, pasándose por alto la importancia de su contribución al arte abstracto.
Los artistas eran escribas que pintaban lo que no se podía decir con palabras
Pero volvamos al estudio, justo a tiempo de presenciar cómo el conejo se introduce de nuevo en la chistera. Como cuando, siendo un niño, Harry se pasaba las tardes jugando en el ático de sus padres, rodeado de linternas mágicas y parafernalia masónica. O en la biblioteca pública en la que ocupó gran parte de su adolescencia intentando asimilar las enseñanzas de Carl Jung sobre arquetipos y mandalas. El fascinante descubrimiento de la obra pictórica de Wassily Kandinsky (1866-1944), tras leer sus ensayos Sobre lo espiritual en el arte y Punto y línea sobre el plano, donde exploraba la interrelación entre pintura y música; el vínculo ancestral entre la geometría sagrada de la Cábala y los patrones de crecimiento natural, expresados gráficamente en términos de ritmo, dinámica y las equivalencias tonales entre color y sonido.
Los principios del arte abstracto enunciados por Kandinsky, Mondrian, Kupka y Malevich surtieron en el joven Smith un efecto similar a su conversión religiosa al jazz, como reflejo de una manifestación visible de los ideales espirituales profesados a través de las enseñanzas de la Teosofía. Los artistas eran escribas que pintaban lo que no se podía decir con palabras. El celuloide se nutriría de color, luz y sonido y luz mediante procesos alquímicos, formando parte de una tradición que había estado viva desde finales del Renacimiento. El historiador de cine William Moritz ha rastreado cuidadosamente la fascinante historia de los cromopianos, órganos de color y cromatófono, y los experimentos del pintor Giuseppe Achimboldo (1530-1593) aplicando su conocimiento de los mecanismos hidráulicos para presentar recitales de clavecín con los colores correspondientes para cada nota tocada. Y sobre todos ellos, la figura titánica del jesuita Athanasius Kircher (1602-1680), “Maestro de las Cien Artes”, quien ideó los órganos hidráulicos y automatizados empleados en las primeras proyecciones de fantasmagorías. Desde el clavecín ocular del siglo XVIII a las composiciones de Telemann y Scriabin, hasta llegar a las experiencias sensoriales de Arthur Rimbaud y Charles Baudelaire, donde «los perfumes, colores y sonidos se responden entre sí».
«Cada vez que subíamos a su piso, me colocaba con hachís y marihuana para, más tarde, pedirme dinero, porque se moría de hambre. Al parecer, lo hacía con todo el mundo»
Suena Algo bueno de Gillespie, pero podría ser un óleo de Paul Cézanne. El sentido del tacto se transfiere a la vista y los ritmos corporales, la respiración, cada pulsación. se corresponden con los fotogramas y se confunden con la droga. «Había calculado los fotogramas con la música de Monk –recuerda Ginsberg–. Además de mago, resulta que era musicólogo. Me enseñó los seis discos de The Anthology of American Folk Music que publicó en 1952, e intentó venderme una de sus películas, Heaven and Earth Magic (1962), bastante larga, por cien dólares. Cada vez que subíamos a su piso, me colocaba con hachís y marihuana para, más tarde, pedirme dinero, porque se moría de hambre. Al parecer, lo hacía con todo el mundo».
Ginsberg aceptó y se llevó varios rollos de 16mm. Como no tenía proyector, se los llevó a su amigo Jonas Mekas, a quien había conocido a través de Robert Frank. «¿Quién diablos es este Harry Smith?», le preguntó asombrado con su acento lituano. «No estoy seguro –respondió Ginsberg– Un loco, un profeta» «Tal vez sea un mago –añadió Mekas–. De lo que no hay duda es de que es un auténtico genio»