La costa de los paracos

Soldados, candidatos y sicarios. El autor vivió de lleno una campaña electoral en la que se involucró y de la que salió malherido por dentro. Lejos ya en el tiempo, lo narrado se revive como una aventura, con demasiadas sombras que nadie veía pero que todos conocían

 

Dos militares aparecieron en la puerta del local del partido, añadiendo una nueva dosis de cruda realidad a una campaña electoral a la que no le sobraban pistolas y metralletas. Su sola presencia alteró levemente mi entrada triunfal esa mañana. La alegría de comenzar el día con cierta frescura —lo más parecido a no estar empapado en sudor— se truncó repentinamente. Lo normal al verlos, uniformados y armados, es que hubiera continuado por la calle con una mirada evasiva, aparentando la búsqueda de alguna dirección cercana. Pero lo normal apenas duró un instante, lo justo para retomar el pulso cardiaco y pasar a su lado con un cordial saludo.

La duda por su presencia se disipó enseguida. Vinieron para proteger el local y a todos los que estábamos en su interior. Solo eran dos soldados, pero los suficientes para imponer una falsa sensación de seguridad a todo el equipo de campaña. No había peligro inminente o, al menos, eso era lo que se podía sentir al recorrer las calles, en los mítines o, simplemente, viendo el trasiego de simpatizantes que entraban y deambulaban sin control por el local. Ninguna razón manifiesta para esa vigilancia, pero es probable que a esas alturas de campaña mi umbral del peligro estuviera algo distorsionado.

Guerrilleros de las FARC. Fotografía de la Agencia EFE

Guerrilleros de las FARC. Fotografía de la Agencia EFE

 

Imaginé que más militares vigilaban también la sede de los otros partidos, en una especie de protocolo de seguridad que se aplicaba en las campañas electorales en Colombia. Aunque tengo serias dudas de que otras formaciones hubieran recibido la misma invitación de los Águilas Negras. Por motivos más que evidentes, el grupo así bautizado había decidido que el Polo Democrático Alternativo (PDA) no debía presentarse a las elecciones regionales y municipales. Y Barranquilla, sin duda, era un feudo demasiado jugoso para que indeseables candidatos ocuparan su espacio.

La formación política representaba en 2007 todo el arco de la izquierda colombiana. Y lo representaba fielmente, dado que agrupaba a una treintena de partidos que seguían la corriente bolivariana, cristiana, comunista o la socialdemocracia estilo europeo, con candidatos tan variados en el país que nadie en su sano juicio podría decir que compartían las mismas siglas. Algunos, como el posterior alcalde de Bogotá Samuel Moreno, habían estudiado en la Universidad de Harvard, y otros eran maestros o sindicalistas locales. Los había, incluso, que confesaban con toda normalidad sus entrenamientos como guerrilleros en Libia, cuando en la década de los 80 este había sido el refugio de todos los grupos armados internacionales.

Comunicado de amenazas firmado por Águilas Negras

Comunicado de amenazas firmado por Águilas Negras

El logro de agrupar a toda la izquierda tuvo su reflejo más visible en Carlos Gaviria, expresidente de la Corte Constitucional, que décadas antes defendía los derechos humanos en Medellín. Una época donde Pablo Escobar era el amo y señor de todo. Y el todo es un término que se quedaba corto. El asesinato de Héctor Abad, su compañero de lucha y cuyo mayor delito era hacer una apuesta por la salud pública, fue relatado tristemente por su hijo en El olvido que seremos. Gaviria se exilió, pero muchos años después se enfrentó —y perdió— contra Álvaro Uribe por la Presidencia del país. Era 2006, y el buen resultado, pese a la derrota, impulsó aún más el protagonismo de un Polo que no era del agrado de los políticos y paramilitares, que con gran lógica léxica se vino a denominar parapolítica.

Panfleto contra las FARC de Águilas Negras

Panfleto contra las FARC de Águilas Negras

«No era un secreto que muchos se acostumbraron al negocio del narcotráfico y la seguridad privada para seguir haciendo caja mientras, con sus ideales políticos bien aprendidos, amenazaban a todos los que consideraban amigos de las guerrillas o de cualquier tendencia que sonase a izquierda»

Los Águilas Negras eran una organización criminal de origen paramilitar que se había hecho fuerte en el Caribe colombiano. Y en su fortín apuntaban, literalmente, al Polo. Esto era poco después de que los llamados paracos del Caribe colombiano hubieran optado por dejar las armas. Una rendición sin condena y con ayudas económicas. Miles de ellos se integraron a la vida civil después de que en 2003 comenzara un proceso impulsado por el gobierno de Uribe. La gran desmovilización parecía un acontecimiento festivo donde autoridades religiosas, militares y políticas daban la bienvenida a los paramilitares que dejaban las armas mientras cientos de mariposas morían abrasadas bajo el calor de la selva. Así lo relataba la periodista colombiana Juanita León en su particular visión de ese País de plomo. Pero no era un secreto que muchos se acostumbraron al negocio del narcotráfico y la seguridad privada para seguir haciendo caja mientras, con sus ideales políticos bien aprendidos, amenazaban a todos los que consideraban amigos de las guerrillas o de cualquier tendencia que sonase a izquierda.

El Polo no era ni podía ser el partido de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionaras de Colombia). En 2007 la guerrilla estaba en su particular guerra que, una década después, parece llegar a su fin. Era evidente la distancia política y estratégica, pero dudo mucho que los paramilitares en activo o jubilados cambiaran de opinión tan fácilmente. El PDA era una oposición política, y sí, era de izquierdas. El ser tan diversa permitió que, precisamente, se consolidase como una alternativa real, adquiriendo relevancia frente a partidos —liberal o conservador— que se habían mostrado muy cómodos o muy resignados con la guerra no declarada —o sí— que azotaba Colombia.

A la derecha del Polo, y omitiendo los partidos tradicionales, estaba lo paranormal en la política. Lo paranormal no es un juego de palabras gratuito. Muchos de ellos estaban tan vinculados a los paramilitares que acabaron en la cárcel. Decenas de alcaldes, senadores o congresistas de los nuevos y viejos partidos fueron juzgados y condenados. Lo llamaban el escándalo de la parapolítica. Muchos protagonistas para el jugoso pastel que movía ese negocio y que propició que la derecha se fragmentara en multitud de partidos y candidatos: Alas Equipo Colombia, Cambio Radical, Partido de la U (de Unidad Nacional pero también de Uribe), etc. Toda la derecha dividida en sus feudos y sus candidatos. Y sus locales de campaña, su financiación millonaria y sus regalos de abanicos (ventiladores) a los que optaran por sus votos. O directamente la llamada tula (compra de votos a cambio de unos pocos pesos). Tan obvio era que el Polo repartía publicidad pidiendo que no se vendiese el voto. Un reto, sin duda, cuando muchos que vivían en la miseria veían las elecciones como un ingreso extra muy necesitado.

«Los Águilas Negras tenían muy bien actualizado el listado de direcciones y seguro que los partidos estaban divididos en dos apartados: ingresos y asuntos por resolver»

Eran partidos que probablemente tenían mejor vigilancia que la ofrecida por los dos jóvenes soldados que estaban en la puerta del Polo. Estoy convencido de que tenían su propio ejército y, sin duda, no tenían una carta sobre la mesa instándoles a no hacer lo que llamaban proseletismo político. Los Águilas Negras tenían muy bien actualizado el listado de direcciones y seguro que los partidos estaban divididos en dos apartados: ingresos y asuntos por resolver.

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La llegada de la carta y la aparición vespertina de los militares coincidió en fechas, por lo que deduzco que el Estado se había tomado en serio la seguridad de los partidos y, en concreto, la del Polo. Mi recuerdo es que a pesar de la misiva, la normalidad reinaba en el local, algo a lo que terminé por acostumbrarme, aunque mi despacho daba a la calle, con una ventana en la que entraba la humedad y, justo detrás, los dos soldados buscando la sombra de la entrada.

Mi despacho, como tal, solo era una mesa y mi ordenador. Ahí cumplía mis funciones de asesor en comunicación política. Varios meses de humedad y jornadas interminables eran el resultado de una apuesta de la dirección nacional por impulsar el partido en el Caribe colombiano, por lo que Barranquilla, la cuarta ciudad del país, se convertiría en mi sede, con sus constantes visitas a Cartagena y Santa Marta y la consiguiente rutina de ver frecuentes controles del ejército en los trayectos.

No es un secreto la asesoría. Ni lo era. Varios miembros del partido, descontentos con la dirección nacional, contribuyeron a sacarlo a la luz. Alguna noticia publicada y ya quedaba claro el asesoramiento externo. La prensa local recogía la queja de los descontentos y, por el camino, me brindaba la novedad de ser noticia cuando más deseo tenía de pasar inadvertido. Hoy sigue siendo la tónica habitual: consultores o asesores externos trabajan en campañas electorales a nivel mundial. No piden carné ni tampoco afinidad política. No hay requisito salvo el que ponga el propio asesor o su empresa, que suele depender de la contraprestación económica. El dominante papel de la publicidad y la necesidad de tener una comunicación medianamente eficiente ha impulsado a todas las formaciones a buscar ayuda extra para trasladar las ideas a una ciudadanía que necesita saber donde depositar su voto. Las elecciones regionales y municipales de 2007 no fueron una excepción. Todo por cambiar las cosas en beneficio de la sociedad, o eso decían los partidos, en una coincidencia discursiva que luego no era tal. Sonaba más verídico decir que todo era por engrasar una maquinaria cuyo objetivo era unas administraciones que moverían millones y millones de pesos y que, en la zona del Caribe, tenía tantos ceros que el esfuerzo siempre sería bien recompensado. Así lo creían los partidos y así, sin duda, lo creían algunos grupos que emitían su particular voto en forma de amenaza firmada.

Pero los Águilas Negras no eran nada originales. Ser innovador en el arte de la extorsión y asesinato es algo difícil en Colombia. Jorge 40 ya habían sido los dueños del Caribe colombiano. Entre 2000 y 2005 llegaron a asesinar a más de 500 personas. El objetivo esos años era crear una inseguridad en los comerciantes, para luego venderles seguridad. Un negocio redondo para el grupo paramilitar que por el camino también se llevó a profesores, estudiantes y líderes cívicos. Su protagonismo en la región, como parte del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia, era evidente. Y su relación con la política local era conocida. Las principales figuras de los partidos, que curiosamente también eran líderes empresariales, seguían con su rutina mientras la violencia se incrementaba. Imposible no verlo ni saberlo. Funcionarios, policías, soldados y miembros del DAS (Departamento Administrativo de Seguridad) fueron detenidos por su pertenencia o connivencia con los paramilitares.

«Un candidato de un pequeño pueblo apareció por la tarde en el local del partido. Había sido secuestrado. Solo unas cuantas horas. No mucho»

Por aquellas fechas se contaba la historia de la viuda de un alcalde que había sido asesinado por no plegarse a las pretensiones paramilitares. Y la viuda, que ocupó su puesto de alcaldesa aupada por los asesinos, terminó involucrada en la corrupción a la que su marido se había negado. Sonaba demasiado irreal. Tanto como la condena impuesta por un tribunal de Washington a la multinacional agrícola Chiquita. En septiembre de 2007, cuando aún no había comenzado la campaña, los periódicos publicaban que la empresa tenía que pagar 25 millones de dólares por haber contratado durante años a grupos paramilitares ahí cerca, en Urabá y Santa Marta. Irrisoria cifra sin penas de cárcel por financiar grupos que Estados Unidos calificaba de terroristas. En el local alguien me recordó, nuevamente, que no hay nada nuevo en Colombia. En 1928 fueron asesinados cientos de agricultores que se habían puesto en huelga contra la United Fruit. El ejército colombiano convirtió Ciénaga, junto a Santa Marta, en un cementerio. La excusa fue que no le quedaban más opciones ante la amenaza de que Estados Unidos interviniese militarmente para defender los intereses de sus empresas.

En 2007 las cosas habían cambiado. Aunque a simple vista parecía que solo cambiaban los nombres. Los métodos se asemejaban demasiado. Por eso la seguridad era algo que se tomaba en serio. En el Polo así lo veían. Pero a veces sucedían cosas. Con el matiz de que el a veces era demasiado frecuente. Un candidato de un pequeño pueblo apareció por la tarde en el local del partido. Había sido secuestrado. Solo unas cuantas horas. No mucho. Yo juraría que estaba medianamente tranquilo. Creo que ni temblaba ni sudaba. Según explicó, solo le pidieron, amablemente, que mediara con agricultores que no querían vender su tierra. Por lo visto el candidato tenía buena relación con ellos y quizás podría convencerles de que la mejor opción era vender. Por lo visto tuvo suerte. En esa campaña electoral, paramilitares, guerrilleros o desconocidos con armas cumplieron con su cometido: más de medio centenar de candidatos de diferentes partidos fueron asesinados en escasas semanas.

Estas historias volvían a situar mi umbral de peligro en un nivel aceptable. Por eso decidí en todo ese tiempo coger los taxis a varias manzanas del apartotel en el que estaba. Y bajarme cerca del local del partido, a las puertas de una universidad. En todas las conversaciones con desconocidos era un profesor. Y así eran mis trayectos, hasta que descubrí que gran parte de los paramilitares desmovilizados trabajaban como taxistas. De hecho, varias militantes que iban con camisetas del partido fueron invitadas (al estilo paramilitar) a salir del vehículo. Opté entonces por ir en mototaxi. Un medio mucho más fresco y más barato. Con el riesgo asumido de no ponerme el casco que me ofrecían (el acolchado interior parecía una esponja). Pero las motos no podían pasar por el centro. Era el medio de transporte preferido por los sicarios. Llegaban al lugar, disparaba y huían rápidamente.

Gustavo Petro. Foto: El Universal

Gustavo Petro. Foto: El Universal

No era extraño entonces que Gustavo Petro diera una rueda de prensa con un chaleco antibalas. Bueno. Sí que era extraño. Una sala de un céntrico hotel con su seguridad personal en las puertas, por dentro y por fuera. Y también por fuera, más afuera, la policía. No parecía necesario. Supuse que era un acto para llamar la atención: un chaleco antibalas… y blanco. Un blanco impoluto. Imposible no pensar en el contraste del blanco y el rojo. Obviamente había mucho de escenificación. Pero Petro tenía razones para llevarlo. No era mala idea recordar que estaba amenazado de muerte. Él era una de las figuras más llamativas del Polo, y su presencia en Barranquilla serviría para respaldar a los candidatos locales. Traer al senador que más votos obtuvo en las anteriores elecciones era una idea lógica. Petro había denunciado la parapolítica, a costa de necesitar mucha protección para él y para sus familiares. Y los Águilas Negras no eran los únicos que le apuntaban. Por si acaso, en esa época el presidente Uribe ordenó al DAS doblegar la seguridad de los líderes de la oposición. Y así se hizo.

El DAS, sin embargo, no era de fiar. Así lo veían muchos en la izquierda colombiana. Quizás por eso Petro tenía su propia seguridad, y unos coches que iban a toda velocidad por el centro de la ciudad. En uno de ellos, una bolsa llena de metralletas y variadas armas ocupaban parte del asiento trasero. Solo en el restaurante, donde los asistentes estábamos previamente acordados en un almuerzo privado, optó por quitarse el chaleco. Eso fue años antes de que lograra la Alcaldía de Bogotá, ya fuera del Polo. Y como el a veces se repite con frecuencia en Colombia, fue apartado del cargo por corrupción, al igual que Moreno, que había sido alcalde con el Polo.

Esa desconfianza en el DAS no era nueva. En 1990, en un vuelo comercial entre Bogotá y Barranquilla, fue asesinado el candidato a presidente del país por el partido Movimiento 19 de abril, Carlos Pizarro. Era el tercer candidato muerto en un plazo de seis meses, junto a los aspirantes de Unión Patriótica y el Partido Liberal. Lo llamativo de su asesinato es que fue ametrallado en el avión. Los escoltas mataron al sicario después. Pero las investigaciones posteriores apuntaron a la participación de sus protectores, asignados por el DAS.

Conferencia del M19

Conferencia del M19

La muerte del candidato de M19 no era una sorpresa. El partido era la apuesta de la homónima guerrilla que decidió abandonar las armas e incorporarse a la vida política. Así lo hizo, después de su conocido asalto al Palacio de Justicia, en Bogotá, capturando a más de 350 rehenes. La muerte del candidato de Unión Patriótica tampoco fue una sorpresa. El partido, que era la opción política de muchos guerrilleros de izquierda descontentos con la vía armada, aglutinó también a movimientos sociales y sindicales. Eso era en 1985, cuando se fundó. En el transcurso de unos años cerca de 5000 militantes del partido fueron asesinados, entre ellos varios candidatos presidenciales, congresistas, diputados y decenas de alcaldes y concejales.

Pero en 2007 las miras estaban puestas en el Polo Democrático Alternativo. Las cosas habían cambiado, pero de nuevo parecía solo un cambio de nombre. Uribe lo sabía, también lo sabían la policía y el ejército y, por supuesto, también lo sabían los Águilas Negras. Por ese motivo mis días comenzaban con dos militares tras la ventana. Y puede que por ese mismo motivo las tardes terminaban, a veces, en un cuarto más resguardado, con una botella de whiskey y unos cuantos tragos, mientras mis ojos veían normal una pistola encima de la mesa. Allí dentro, una invitación exclusiva para los últimos del local. Y allí fuera, tras la ventana, ya no había soldados.