La invasión de un niño de Venus: una entrevista con Shanti Iribar
/Servando Rocha entrevistó para Agente Provocador a Shanti Iribar, de Tortura Sistematika, Ruido de Rabia o Lobo Eléctrico, el cantante que quiso derribar el último tabú, la última frontera: la sexualidad.
«Desde la inmensidad del universo / los niños de Venus están llegando / Rompiendo muros de hipocresía / Aterrorizan a tus mitos de adulto»
«La invasión de un niño de Venus», Pequeñas reliquias de un infanticida (1991), Ruido de Rabia
Debió ser en el invierno de 1992 o puede que 1993, pero aún mantengo un recuerdo casi intacto de lo que sucedió aquella noche, mientras actuaban Ruido de Rabia (1985-1994), surgidos de las cenizas de Tortura Sistematika, la legendaria banda de hardcore nacida en Tolosa, en el Centro Social Minuesa de Madrid, hoy un gigantesco edificio de viviendas, pero que entonces estaba situado junto a una comisaría de policía. Cada noche solían producirse situaciones desconcertantes: tipos armados hasta los dientes observaban a escasos metros de donde estaban, entre el estupor y la indignación, a grupos de punks. Eran los años de plomo y la conflictividad social. Había marchas contra el paro y atentados. Todo, lo que sucedía fuera y también en el interior, en aquella especie de lugar encantado que era Minuesa, parecía ser parte del mundo al revés, dos mundos en franca oposición.
Fue la primera vez que vi en directo a su cantante, Shanti Iribar, cuya voz sonaba espectral y desubicada, alguien experimentando con los límites de un género (el grindcore o el hardcore extremo) musicalmente conservador para intoxicarlo y llevarlo hasta otro territorio, más allá de donde muy pocos se habían atrevido a hacerlo. Nada más comenzar el show, en lo que parecía que sería el previsible concierto de una banda extrema, se bajó del escenario e hizo algo que para muchos resultaba inaudito. Caminó entre el público con rostro enloquecido. Los ojos bien abiertos, lo mismo que sus brazos, mientras movía arriba y abajo su pelo (unas larguísimas rastas), rozándonos y, cada cierto tiempo, tocándonos. Algunos, un tanto intimidados, se retiraban o lo evitaban al ver que se acercaba. No lo olvidaríamos. Nosotros, fans de los primeros Napalm Death, Carcass, Ripcord o Doom, entre otros, una mezcla de los postreros días de la escena hardcore de los ochenta con el grindcore (tanto este como el death metal, en aquellos tiempos solían ser movimientos muy minoritarios, absolutamente undergrounds y que solían actuar en kasas okupadas). Nosotros, que presumíamos de estar siempre al acecho, dispuestos a embarcarnos hacia donde hubiera que ir, de cabeza a la última guerra. Estaba sucediendo. Éramos víctimas de Shanti, de lo que años más tarde repetiría con Lobo Eléctrico, su actual banda.
«Sospechábamos que tenía que ver con la sexualidad, con Freud y Jung y algo indefinido, un rara avis para una escena punk donde, hasta entonces, había muy pocos que se declarasen abiertamente gays»
«Ellos están llegando. Es la invasión de los niños de Venus», se le escuchaba decir con voz de falsete en «La invasión de los niños de Venus», uno de los temas más conocidos de Pequeñas reliquias de un infanticida, la casete que publicaron en 1991 y que todos mis amigos y yo teníamos y escuchábamos sin parar. Narraba una historia, la de los niños de Venus (en realidad, un interpretación libre de los siniestros niños y niñas de El pueblo de los malditos, la película dirigida por Wolf Rilla en 1960), entre muchas otras, todas absolutamente extrañas y ajenas a aquella época. Todo aquel universo parecía provenir del «espacio exterior».
Sospechábamos que tenía que ver con la sexualidad, con Freud y Jung y algo indefinido, un rara avis para una escena punk donde, hasta entonces, había muy pocos que se declarasen abiertamente gays. Aquellos que sí lo hacían se agarraban a algo que flotase, que tuviera un prestigio irrefutable, en la turbulenta escena autoproclamada abierta y tolerante, y solía ser MDC (Million of Dead Cops), la banda neoyorquina de hardcore liderada por Dave Dictor, un cantante gay y vegetariano, que influenciaron a decenas de bandas tras su crucial visita a España. Pero poco más. Podías contar con los dedos a los gays del mundo punk en España, quizás por una obstinada invisibilidad o miedo al rechazo, pero lo cierto es que existía un tabú. Ese era el viaje que Shanti nos invitaba a hacer.
«¿Sexualmente normal?», otra de las canciones de la casete, contenía un pequeño manifiesto que ayudaba a descifrar todo aquello: «El sexo no es reproducción, es una forma / de relación entre todos los seres / ¿Por qué hay que adaptarse a la norma dominante / heterosexual y monógama? / ¿Qué pretendes conseguir reprimiendo el deseo? / Ceñirse al modelo de la normalidad es / mutilar nuestro ser considerando negativo el placer / Abrid los caminos del sexo / luchando contra los tabús / mata al policía de tu mente / hacia una nueva visión del universo».
La invasión estaba ahí. Podíamos sentirlo. Habían llegado del espacio exterior con una nueva mirada y nuevos cuerpos. La canción empezaba diciendo: «Los adultos están temerosos / extrañas luces han visto en el cielo / Sus mentes estancadas tienen miedo / Tal vez sus divinidades puedan ser destruidas / Voces infantiles se escuchan desde el cosmos / (gritos y jadeos) amenazan esquemas y formas de vida caduca». Los niños eran quienes tenían la verdad y anunciaban una liberación, posiblemente la última, que aún nos quedaba pendiente, la del sexo y los cuerpos, eso que continuamente ha aparecido y aparece en la vida de Shanti y también en esta entrevista, planeando como una perpetua sombra, la suya pero también la nuestra. La última frontera. El tabú definitivo. Por eso, a muchos de nosotros nos impactó el universo de la banda (ideas espirituales y casi tántricas acerca de un cosmos interconectado, junto a la fotografía de aquel trasero de un niño que aparecía en el libreto de Pequeñas reliquias de un infanticida y al que veíamos metiéndose el dedo en el culo junto al texto: «¡Puaf! Se está metiendo el dedo en el culo. Es que da GUSTO»).
Muchos años más tarde, Ruido de Rabia y las ideas de Shanti se quedaron ahí, pendidas de un hilo invisible, soportando el paso del tiempo, abriéndonos puertas y haciéndonos preguntas. Así que allí estaban los niños de Venus. O mejor dicho, aquí está uno de ellos.
Para muchos de nosotros, que entonces éramos unos adolescentes, Pequeñas reliquias de un infanticida supuso un gran impacto. Por vez primera, una banda punk de este país trataba cuestiones relacionadas con la sexualidad, el género, los tabús. Además había un gran peso de la ciencia ficción o el cine de serie B. ¿Puedes contarnos qué impresiones recibiste de vuestro público? Lo previsible era que bandas de hardcore fuesen más ortodoxas desde un punto de vista político, pero sospecho que en vuestro caso la profundidad política era muy grande, posiblemente mayor que la de muchas otras bandas.
Durante aquel tiempo no recuerdo muy conscientemente las impresiones del público, más allá de lo que ocurría en el directo. Sin embargo, lo más habitual era el asombro. Cuando comenzamos, queríamos alejarnos de los estándares que se extendían por aquel tiempo en lo que se llegó a llamar «Rock Radical Vasco». Desde luego, gustar al público no era algo que buscáramos y no era extraño sentir como un triunfo que alguien abandonara el garito en el que tocábamos por no poder soportar aquel sindiós. Procurábamos hacer temas que no pudieran corearse, nada que pudiera ser cómodo o asequible. El ruido y el caos eran nuestros mejores aliados y su compañía nos hacía sentirnos algo más libres. Además, resultaba muy divertido.
Recuerdo bien, años después, la primera vez que observé que algunas personas se sabían las letras e incluso podían, en algunos casos, corearlas. Fue una gran sorpresa para mí, aunque es evidente que algunas canciones de esa época permitían hacerlo. No era algo que me molestase. Sencillamente nos encontrábamos en otro momento. La verdad es que no era muy común que alguien se acercase a comentarme nada que no fuera «ha estado de puta madre», o algo similar. Tampoco creo que yo fuera en aquel entonces una persona demasiado accesible, mi coraza protectora seguía (y sospecho que sigue) en bastante buen estado. Ha sido años más tarde cuando algunas personas han venido a comentarme cómo nuestro grupo y lo que contábamos habían influido en su manera de percibir la realidad, y por ende, en sus vidas. Una entre otras muchas y variadas influencias, suelo pensar yo.
«Había que buscar, viajar, o al menos pretenderlo, hacia los limites de nuestro propio sistema de creencias, más allá de los propios tabúes para poder asomar la cabeza por las fronteras de Terra Ignota»
No sé si nuestra profundidad política era especialmente grande. Yo, en mi caso, al hacer las letras, buscaba respuestas a mi propio malestar, algo que me permitiese ver de qué material estaban hechas las cadenas que me ataban, dónde y para qué habían sido forjadas y por quién. Tenía la sensación de que los eslóganes más manidos dentro del punk se quedaban muy en la superficie y estaban en muchos casos llenos de autocomplacencia. Yo sentía que las raíces eran más profundas y que, en muchos casos, ni siquiera eran conscientes. Así lo veía en mí. Sospechaba que la realidad que vivimos no era más que la encarnación de nuestros propios fantasmas, del miedo a perder el control y permitir que la vida se manifieste en su divina ausencia de moral. Ante la sospecha, había que buscar, viajar, o al menos pretenderlo, hacia los limites de nuestro propio sistema de creencias, más allá de los propios tabúes para poder asomar la cabeza por las fronteras de Terra Ignota. Ruido de Rabia era para mí parte de esa búsqueda, una manera de hacerlo en voz alta y bastante gutural.
¿Qué recuerdos tienes de aquellos años? Os pude ver en directo en el Centro Social Minuesa, creo que alrededor de 1992/1993, y entonces resultaba muy chocante que un cantante se bajase, se mezclase entre el público y nos tocase. Ponía contra las cuerdas a los punks, tan pretendidamente liberados. Lo mismo se mantuvo con Lobo Eléctrico.
Mis recuerdos de aquellos años se han ido haciendo bastante poco definidos. Los siento como una especie de torbellino de emociones de alta intensidad y lleno de claroscuros. Siento una gran gratitud por todos los que compartieron conmigo esa época en Ruido de Rabia, aunque sé que nunca lo he demostrado suficientemente. Eran tiempos agitados, aunque en realidad siempre lo son. Nos movíamos, básicamente, como muchos otros grupos, por gaztetxes, casas ocupadas y centros sociales ocupados. Sin estos sitios muy pocos conciertos podríamos haber dado, tal vez ninguno.
«Yo mismo era un punk que se sabía no liberado y el peso de las cadenas era demasiado grande como para obviarlo»
Como comentas, no era muy común por aquí que un cantante se bajase del escenario (si existía) e interactuase con el público de esa manera. Ni yo mismo sé muy bien cómo me dio por ahí. Es cierto que siempre que veía a algún grupo o artista interactuar de esa manera más física me resultaba atractivo, aunque como público pudiera inquietarme. Probablemente lo empecé a hacer como un intento de aplacar la tensión que subir al escenario me provocaba y seguramente por un profundo deseo de tocar y ser tocado. Yo mismo era un punk que se sabía no liberado y el peso de las cadenas era demasiado grande como para obviarlo.
Tiempo atrás, en mi infancia, durante un breve espacio de tiempo en el que fui monaguillo, descubrí que era mucho más divertida la misa cuando se tomaba parte activa en ella y no esperando a que el chaparrón pasara. También descubrí que el backstage y el altar eran dos cosas bastante diferentes. En las misas católicas, la poca acción que existe se centra en el altar. Es un esquema que los conciertos suelen tender a repetir. ¿Qué ocurriría si el altar bajara al suelo? Cuando un cantante (u otro habitante del escenario) baja del escenario, se lleva el escenario / altar con él. Esto suele crear cierto tipo de tensión, tanto mayor si unimos el contacto directo de piel con piel, la última frontera, siendo incluso más poderoso si el contacto es delicado y se combina con una profunda mirada a los ojos, y un poco más allá. En ese momento pueden aflorar muchas emociones y hace que el momento se sienta con más intensidad. Creo que sigo enganchado a esa sensación.
Revolución Cósmica, vuestro disco editado en 1993, seguía en la misma línea. ¿Hasta qué punto era un reflejo de tu personalidad en aquellos días?
Todas las letras, todos los textos que aparecen en ese disco, fueron obra mía e inevitablemente son reflejo de mi personalidad de aquel momento, tanto en lo que dicen como en lo que no dicen. Son un reflejo de mi programación, de mis hábitos, tanto conscientes como inconscientes.
Hace tiempo, durante unas jornadas, unos amigos surrealistas reivindicaban el tacto como el sentido más indomable y menos manipulable. ¿Qué opinas de esto?
Realmente creo que es tan manipulable como cualquier otro. Usamos el tacto continuamente, aunque es cierto que mucho más, al menos en mi caso, tocando pantallas más que a otros humanos. Pero realmente estamos ausentes en la mayoría de los casos. Tocamos sin realmente estar presentes en ese acto, y lo mismo podría decirse del resto de nuestros sentidos. Sumergidos en un mar de hábitos y automatismos, generados en momentos y lugares que no somos capaces de reconocer, algunos incluso en vidas pasadas, si nuestro sistema de creencias admite tal cosa. Mientras, nuestra mente recrea el pasado y nos cuenta historias sobre lo que somos y lo que seremos en función de esta recreación y toda percepción de los sentidos es distorsionada por una intencionalidad que nos impide vivir esta percepción de una forma desnuda, en el puro sentir del aquí y el ahora, en esa zona misteriosa que parece que pudiera existir más allá de los conceptos. Ya lo decían los Kraftwerk «We’re functioning automatik / And we are dancing mechanik / We are the robots...». Algo debían saber. Dicho esto, me encanta tocar, y no solo con las manos.
«En cierta manera, vivo en una película de ciencia ficción»
En tu visión del mundo y, más específicamente, en el universo que creaste alrededor de Ruido de Rabia, me da la impresión que usaste buena parte de la cultura popular del siglo veinte como una labor de puro bricolaje. Quiero decir que, por ejemplo, en el cine de ciencia ficción o serie b, donde otros veían únicamente diversión tú lo convertías en herramientas para expresar y visibilizar muchas cosas que estaban ocultas. Sin embargo, desde sus orígenes la ciencia ficción tuvo un componente de distopía / utopía.
Es cierto. Es normal que utilizase para crear ese tipo de material, pues mi mundo mental está lleno de ese tipo de elementos de la cultura pop del pasado siglo junto a muchos elementos de tipo religioso, en particular cristianos. Que utilizara ese tipo de material para, como tú dices, el bricolaje, era algo que surgía de forma natural. Los elementos utilizados por el cine de ciencia ficción y también el del terror, han resonado con fuerza siempre en mi interior, de alguna manera son reconocidos como familiares y mi visión de lo «real» está totalmente impregnado de ello. En cierta manera, vivo en una película de ciencia ficción. La ciencia ficción, en particular la buena, siempre ha tenido la habilidad de sacar a la superficie lo oculto, aquello que mora en las profundidades. Esos niños que no encajan con el mundo perfecto y que encerramos en los oscuros sótanos para que nadie los vea. Y en la oscuridad, les crecen garras y buscan su momento de salir a la luz, de reclamar su derecho a ser. Tal vez de formas que no nos agraden demasiado. Vivimos en una continua confrontación de distopías y utopías y la ciencia ficción siempre ha sido muy hábil en mostrarnos de una manera, en apariencia lejana, algo increíblemente intimo. Creo recordar que tenía unos catorce años cuando un amigo de la familia me regalo La sombra sobre Innsmouth de H. P. Lovecraft. Fue tan intenso el encuentro, que durante mucho tiempo no leí otra cosa que no fuera Lovecraft. Mi mundo dejó de ser el mismo y su mitología se encarnó en mi realidad de todos los días. Cosas similares puedo contar de tantas otras historias que de una u otra manera han llegado a mí. Incluso hoy en día, recordar a Cthulhu soñando en las profundidades de R’lyeh, en espera de su despertar, para mí no es algo lejano sino algo muy cercano y tremendamente vivo.
Cuéntanos en qué andas metido y cuáles son tus actuales obsesiones.
Soy uno más de esos parados que aparecen en las cifras. Aprovecho para poder desarrollar mis habilidades gráficas de forma que me puedan servir como otro elemento de expresión creativa. También tanteo con la fotografía aquí y allá. Respecto al tema musical, todavía no estoy en ningún proyecto demasiado tangible, aunque en mi interior determinadas entidades parecen ir tomando forma y querer encarnarse. Durante muchos años, mi vida ha ido unida a la de algún proyecto musical / sonoro, siendo este uno de los laboratorios donde más me gusta experimentar, particularmente insuflándome vida en el directo, pues esta parte del ritual me gusta especialmente y me hace sentirme intensamente presente. El pasado mayo se cumplieron tres años del último concierto de Lobo Eléctrico y el mono comienza a ser bastante incómodo.
Respecto a mis obsesiones, creo que sigue muy presente en mí una que me acompaña desde hace tiempo. Recuerdo el verano de 1975, ese año en diciembre cumpliría 10 años. También faltaba poco para que el asesino Franco muriese, pero en aquel entonces no era algo que me preocupase demasiado. Mucho más preocupante resultaba para mí que mi edad añadiera a su único dígito otro más. Aquello no pintaba bien, pues ya había observado que según se avanzaba en la edad cierta oscura seriedad se apoderaba de la gente y aquello no me gustaba nada. Ese niño sigue vivo en mí, a veces más visible, otras menos, y no desea ser asesinado por el infanticida recolector de recuerdos. El pequeño Tim no desea ser devorado por Mr. Scrooge. Jugar absorbido por el mismo acto de ser, esa es mi mayor obsesión. Los intentos pueden tener múltiples y diversas formas.