Las otras vidas de Percy Harrison Fawcett
/La delirante búsqueda de la ciudad perdida de Z arrastró a la muerte a decenas de aventureros, creando una fantástica fawcettmanía que hizo del explorador una de las figuras más enigmáticas de la cultura popular del siglo XX.
El 29 de mayo de 1925, antes de esfumarse sin dejar rastro en el «infierno verde» de Mato Grosso, junto a su hijo y un amigo de este, el cartógrafo y coronel del Ejército británico Percy Harrison Fawcett envió un telegrama a su esposa, Nina, en el que se leía: «Espero contactar con la vieja civilización en un mes. No debes temer que fracase». Había dejado instrucciones de que nadie tratara de rescatarle si no volvía; hacerlo sería demasiado peligroso, entre otras cosas porque había mantenido su ruta en secreto por miedo a que sus rivales descubrieran la ciudad perdida de Z antes que él.
Ese mismo año, coincidiendo con su misteriosa desaparición, se estrenó la película The Lost World dirigida por Harry Hoyt y basada en la novela del mismo nombre escrita por Sir Arthur Conan Doyle. «Los monstruos de los albores de la existencia del hombre aún podrían vagar por estas alturas sin ser desafiados, aprisionados y protegidos por acantilados imposibles de escalar –afirmó Fawcett–. Así pensó Conan Doyle cuando más tarde, en Londres, le hablé de estas colinas y le mostré fotografías de ellas. Mencionó una idea para una novela sobre el centro de Sudamérica y me pidió información, que le dije que estaría encantado de facilitarle».
El mundo perdido, publicada en 1912, se inspiró su vez en la expedición liderada por Everard Im hurn entre los años de 1883 y 1884 a las selvas de la Guayana británica. Im hurn, una mezcla de funcionario colonial y zoólogo, estaba interesado particularmente en establecer la relación entre los hombres y las aves, y a través de su trabajo intentó comprobar la sugerente tesis, compartida entonces por muchos de los etnógrafos de su tiempo, sobre la existencia de “mundos perdidos” en los cuales podría ser posible la supervivencia de ancestros del homo sapiens cohabitando con otras formas de vida ya extintas en otras partes del planeta.
Im hurn consideraba que el lugar más probable debía ser la lejana Amazonia y, particularmente, el monte Roraima, una meseta que se eleva más de mil metros por encima de las selvas amazónicas. Su hipótesis era que la elevación, producida por una gigantesca erupción volcánica, había aislado a las especies que la habitaban, conservando intactas sus características prehistóricas. Si bien es cierto que la expedición no obtuvo el éxito esperado, al menos condujo al descubrimiento de cerca de 54 especies botánicas desconocidas hasta entonces y, tanto la novela como la película, contribuyeron a difundir las tesis científicas que circulaban en las reuniones de la Royal Geographical Society: la selva amazónica como un lugar ubicado en el pasado remoto, donde la fantasía vino a refrendar lo que comúnmente se aceptaba como cierto.
Ahora bien, aunque sabemos que Doyle asistió a varias de las charlas de Im hurn, nos consta que el viaje a «un lugar ubicado en las fronteras entre Venezuela, Brasil y Colombia» del profesor George Edward Challenger amplificaba las insólitas vivencias de su amigo Fawcett, quien tras recibir en 1906 el encargo de la Royal Society de trazar las fronteras entre Bolivia y Brasil, decidió renunciar al ejército y realizó siete expediciones a las selvas suramericanas. Resulta inevitable identificarle como uno de los personajes de la novela, John Roxton, aventurero intrépido, temerario, conocedor del Amazonas, cazador y también creyente en el mundo de los espíritus. Por si fuera poco, y a pesar de sus repetidos fracasos a la hora de demostrar la veracidad de sus extravagantes descubrimientos, tal y como le ocurre al Challenger de la novela de Doyle, Fawcett gozaba de gran fama y prestigio como explorador, y su posterior desaparición contribuyó al rotundo éxito de la película.
La selva amazónica como un lugar ubicado en el pasado remoto, donde la fantasía vino a refrendar lo que comúnmente se aceptaba como cierto
La amplia cobertura mediática del suceso tramó una red de realidad y ficción en torno a la Amazonia cuyos ecos seguimos acusando hoy en día. Tanto fue así que la expedición del coronel Cándido Rondón a las selvas del Xingú en 1927, para tender el cableado del telégrafo a lo largo de toda la Amazonia por encargo del gobierno brasileño, tuvo entre sus varios objetivos buscar el lugar posible por donde Fawcett pudo haberse extraviado y verificar los rumores sobre su supervivencia al mando de una tribu de “hombres blancos”. El documentalista oficial de la expedición, el coronel Tomás Reis, filmó paisajes inéditos que evocaban los mitos y leyendas que Fawcett había plasmado en sus diarios: animales exóticos y “prehistóricos”, indios caníbales conviviendo con extraños “seres superiores”, civilizaciones perdidas y disputas espirituales.
Puede que aquella voz interior que parecía hablarle a Fawcett tuviera la respuesta: «Al principio apenas audible, persistió hasta que no pude seguir ignorándola. Era la voz de los lugares salvajes, y supe que a partir de ahora sería parte de mí para siempre». Algo parecido le ocurre a Ronald Colman en Horizontes perdidos (Frank Capra, 1927), donde interpreta a un diplomático inglés que sobrevive milagrosamente a un accidente aéreo en las montañas del Tibet. Junto con el resto de pasaje, es acogido por los habitantes de Shangri-La, una comunidad secreta, utópica y legendaria, no muy diferente a la que Fawcett y su esposa Nina creyeron encontrar durante su estancia en Sri Lanka en 1886 como oficial colonial británico. Allí fue donde tomó contacto con la teosofía de Madame Blavatsky y la Orden Hermética de la Aurora Dorada de la mano de su hermano, el escritor de ciencia ficción, jugador de ajedrez, piloto de carreras, aviador y alpinista Edward Douglas Fawcett; abrazó el budismo y tomó conocimiento de la existencia de la Gran Logia Blanca. «¡Que el amor fraternal de Shangri-La se extienda por todo el mundo! –exclama el Gran Lama en una escena crucial de la película– Cuando los fuertes se hayan devorado entre ellos, los humildes heredarán la tierra».
El espectacular diseño de producción de la película imaginó la ciudad perdida como la clase de retiro espiritual que para sí hubiera suscrito el arquitecto Frank Lloyd Wright. Pero a medida que van teniendo lugar las revelaciones sobre un Gran Plan dictado por “seres superiores”, la reencarnación y el mito de Lemuria atraerán a los nazis al Tíbet en 1938. «Tú sobrevivirás a la tormenta; conservarás la fragancia de nuestra historia y añadirás un poco de tu personalidad –profetiza el anciano a Ronald Colman– Veo a gran distancia un mundo nuevo que se moverá con la esperanza de encontrar sus perdidos tesoros». Pero podría estar hablándole al propio Fawcett.
Una década antes de su partida, el 24 de junio de 1911, el explorador norteamericano Hiram Bingham había encontrado los restos de la gran ciudad-santuario de Machu Pichu, construida por los incas en el siglo XV a seis mil metros de altura en el corazón de los Andes peruanos. Debido a su condición de profesor universitario, explorador y aventurero, a nadie debe extrañarle que Bingham haya sido señalado en numerosas ocasiones como el modelo del cinematográfico Indiana Jones. Del mismo modo que Fawcett, con quien llegaría a coincidir en una novela y cuyo espíritu se apoderó por completo de la aventura gráfica Indiana Jones and The Fate of Atlantis, desarrollado y distribuido por la compañía LucasArts en el año 1992.
Tampoco podemos descartar que Fawcett descubriera que Z, en realidad, era un portal a una realidad alternativa
Sin ir más lejos, el comienzo de En busca del arca perdida (Steven Spielberg, 1981) transcurre en la selva amazónica, donde nuestro héroe, que trabaja para el museo arqueológico de su Universidad, saquea un antiguo templo para hacerse con un ídolo de oro. Ataviado a imagen y semejanza del Charlton Heston de El secreto de los incas (Jerry Hopper, 1954), el personaje encarnado por Harrison Ford forma parte de una dinastía de expoliadores y temerarios que se remonta a Cortés, Pizarro, Im hurn, Bigham y Fawcett.
En el sexto álbum de Las aventuras de Tintín, titulado La oreja rota (1937), el intrépido reportero viaja a América del Sur para recuperar un fetiche robado. Hergé se inspiró en una estatuilla precolombina de madera expuesta en el Museo de Arte e Historia de Bruselas, procedente de la región de Trujillo, al norte del Perú, y que guarda ciertas reminiscencias con cierto artefacto insólito que el propio Fawcett describió como «una imagen de unos diez centímetros de alto, tallada de una pieza de basalto negro. Representa una figura con una placa en el pecho inscrita con un número de caracteres, y alrededor de sus tobillos una banda similar». Aquel objeto misterioso hallado en Brasil fue un regalo de otro de sus ilustres amigos, Sir H. Rider Haggard, autor de Las minas del rey Salomón, pero ni con la ayuda de los expertos del Museo Británico pudieron precisar su origen. Obsesionado con aquel talismán, Fawcett recurrió a los servicios de un psíquico que le aseguró que la pieza estaba relacionada con el mítico continente perdido de la Atlántida.
«Veo a gran distancia un mundo nuevo que se moverá con la esperanza de encontrar sus perdidos tesoros»
En su periplo hacia el corazón de la selva amazónica, Tintín atraviesa la frontera entre Bolivia y Paraguay y llega a la hacienda de don José Trujillo. Antes de internarse río abajo en busca de los arumbayas, don José le advierte que: «El último que intentó este viaje fue un explorador inglés, Ridgewell. Fue hace unos diez años y jamás se le ha vuelto a ver». Haciendo caso omiso, Tintín sale al encuentro de Ridgewell en el mismo lugar donde se perdió para siempre el rastro de Fawcett. En la historieta, los arumbayas de Hergé se semejan bastante a los indios jíbaros, enemigos de la tribu ficticia de los bíbaros, los temibles reductores de cabezas. En la vida real, se organizaron hasta trece partidas de búsqueda, y se calcula que unos cien hombres perdieron la vida tras los pasos del coronel.
Una de ellas sería llevada al cine bajo el título de Cacería en la jungla (Tom Mc Gowan, 1958), filmada en localizaciones brasileñas y glorioso Warnercolor, a partir de los escritos de George Miller Dyott, un miembro de la Royal Geographical Society que partió en 1928 y surgió de la selva meses después con sus hombres enfermos, demacrados y acribillados por las picaduras de los mosquitos. No habían dado con él, aunque aseguró, debido a la conversación que tuvo con un nativo, que Fawcett y los suyos habían muerto a manos de aquellos mismos indígenas que habían estado a punto de colgar su pellejo en algún rincón húmedo de la selva.
Casi un siglo después, lo que les ocurrió a Fawcett y los suyos sigue siendo un misterio. Quizás fueron devorados por los jaguares o asfixiados por las anacondas; puede que murieran de hambre o consumidos por la enfermedades; tal vez los mataran los indígenas. Tampoco podemos descartar que descubriera que Z, en realidad, era un portal a una realidad alternativa. Quién sabe si dio con el paradero de Agartha, su El Dorado particular, después de todo, y por eso su leyenda sigue creciendo en la cultura popular del siglo XX. Viviendo una y mil vidas más.