Maria Yudina, la pianista que (casi) mató a Stalin

Admiradora de Pierre Boulez, Olivier Messiaen, Iannis Xenakis y Karlheinz Stockhausen, la pianista soviética concibió el arte como una expresión de disidencia política y se enfrentó al estalinismo, asumiendo el riesgo de ser borrada de la Historia para siempre.


«Iósif Vissariónovich Stalin has traicionado a la nación y destrozado su pueblo. Rezo por tu final y ruego al Señor que te perdone. Tirano». El dictador sostiene el mensaje anónimo entre las manos, sin saber que su caligrafía corresponde a la misma mano que acaricia las teclas del piano en el gramófono. Las palabras de Maria Yudina y la música de Wolfgang Amadeus Mozart serán lo último que lea y escuche antes de caer fulminado el 1 de marzo de 1953 por la hemorragia cerebral que le provocará la muerte. Al menos así prefirió imaginarlo Armando Iannuci en su película de 2017, La muerte de Stalin. La escena en cuestión se inspira en un suceso real ocurrido casi una década antes, en 1944, cuando el dictador escuchó a Yudina interpretar el Concierto para piano no. 23 de Mozart por la radio y llamó al Comité para obtener una copia de la grabación. Según cuenta Dmitri Shostakóvich en sus memorias, publicadas en 1979, la actuación se retransmitió en directo, pero a los funcionarios les aterrorizaba tanto contrariar a Stalin que improvisaron una orquesta en medio de la noche y llevaron a Yudina a un estudio para registrarlo y prensar una única copia en vinilo que le fue entregada en mano en su despacho. 

Shostakovich también menciona que Stalin recompensó a Yudina con 20.000 rublos, pero que la pianista lo rechazó por carta y prefirió donar el dinero a la iglesia: «Rezaré por ti día y noche, y rogaré al Señor que perdone tus grandes pecados ante el pueblo y el país». Puesto que la verosimilitud de Shostakovich ha sido puesta en duda en numerosas ocasiones, es muy probable que el episodio carezca de fundamento. Sea como fuere, la realidad es que al día siguiente Stalin no salió de su cuarto. Solía dormir hasta el mediodía y los criados, temerosos, decidieron no hacer nada hasta las once de la noche, momento en el que irrumpieron en su habitación y lo encontraron tendido en el suelo, vestido con la ropa que llevaba la noche anterior, empapado en orina, y sin apenas poder hablar. Se llamó a los miembros del Politburó, que lentamente fueron acudiendo a la dacha de Stalin en Kuntsevo, pero nadie llamó a un médico.

De poco hubiera servido. El otoño anterior, su médico personal, el doctor Vladimir Vinogradov, le había aconsejado que dejara de beber y fumar y que descansara más horas. El diagnóstico ofendió tanto al dictador que lo destituyó en el acto y ordenó su arresto junto a otros ocho doctores del policlínico del Kremlin acusándoles de conspiración. La mayoría de ellos seguía cumpliendo condena en el gulag cuando sufrió el ataque cardiovascular que terminaría acabando con su vida poco después, el 5 de marzo de 1953, ante la incompetencia e impasibilidad de sus compañeros. «La agonía era espantosa —recordaría más tarde su hija Svetlana De repente, abrió los ojos y los dirigió hacia todos los que le rodeaban. Era una mirada terrible, loca o quizá furiosa, y llena de miedo a la muerte y ante los rostros desconocidos de los médicos que se inclinaban sobre él». Murió de estalinismo. Y por una hemorragia arterial del sector central-izquierdo del cerebro, según la autopsia que le practicaron.

Tuvieron que pasar casi dos días hasta que su mano derecha, el siniestro Lavrenti Beria, comisario del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética, se atrevió a intervenir. O acaso le dejaron morir, víctima del terror que él mismo había implantado y que paralizó a quienes podían ayudarlo. No faltan autores, como el historiador ruso Vladímir P. Naúmov, que afirman que Stalin fue envenenado por Beria, quien al poco de su muerte llegó a decir ante el Politburó: «Yo lo maté, lo maté y os salvé a todos», según relata el propio Nikita Jrushchov en sus memorias. Sin embargo, esta tesis nunca ha sido demostrada ni reconocida, así que permítanme que abogue en favor de la hipótesis ficticia de Iannuci, sacrificando el rigor histórico en favor de la justicia poética. ¿Y si fue la propia música quien “mató” a Stalin en un acto de venganza?

Maria Yudina en concierto bajo la dirección de Nikolai Anosov en Moscú (Junio de 1943). FOTO: YAKOV NAZAROV

Su actitud desafiante la llevó a vestirse con hábitos de monja, recitar poemas prohibidos e interpretar obras de piano de vanguardia no autorizadas en sus recitales

A pesar de haber nacido en el seno de una familia judía, Mariya Veniamínovna Yúdina se convirtió a la fe ortodoxa y profesó abiertamente sus creencias religiosas en un país en el que Dios había sido declarado oficialmente muerto. Cursó sus estudios en el Conservatorio de Petrogrado, donde tuvo como compañeros de clase a Dmitri Shostakóvich y Vladímir Sofronitski, y desde muy joven se acostumbró a no salir nunca de casa sin su pistola. Su actitud desafiante la llevó a vestirse con hábitos de monja, recitar poemas prohibidos e interpretar obras de piano de vanguardia no autorizadas en sus recitales y, pese a todo, gozaba de la admiración incondicional del dictador, de quien se decía que se le saltaban las lágrimas al escucharla. Resultaba inaudito que Stalin pasara por alto las flagrantes muestras de desobediencia civil de la pianista; incomprensible que tolerase su amistad con Boris Pasternak y el «ideólogo artístico de la burguesía imperialista» Ígor Stravinsky; pero, sobre todo, que la consintiera profanar las partituras de Schubert y Chopin, y comparar a los grandes genios de la música clásica con piezas de museo.

Para entenderlo mejor, debemos remontarnos varias décadas atrás, cuando su compañero Shostakóvich fue declarado “enemigo del pueblo”. Había debutado con gran éxito con su Primera Sinfonía en la actual Leningrado, el 12 de mayo de 1926, dos años después de la subida al poder de Stalin. Por aquel entonces, el joven compositor era un revolucionario convencido, defensor la música atonal que se asociaba con las teorías de Marx, en contraposición a la música del Romanticismo que se vinculaba con la decadente burguesía. Con Prokofiev y Rachmaninov girando por Europa y Estados Unidos, no era de extrañar que a se le aclamase como el nuevo héroe de la música soviética, a sabiendas del rédito propagandístico que supondría su adhesión al Régimen. Al año siguiente, su Segunda Sinfonía, subtitulada Octubre, conmemoró el décimo aniversario de la Revolución de Octubre de 1917.

Sin embargo, el 26 de enero de 1936, dos años y más de 200 funciones después del estreno de su ópera Lady Macbeth de Mtsenk en Leningrado, Stalin asistió con su séquito a la representación en el Teatro Bolshoi de Moscú. Al finalizar el tercer acto, Shostakóvich subió al escenario entre vítores y aplausos, con el gesto descompuesto y blanco como una sábana. Durante la representación, vio a Stalin estremecerse cada vez que los metales y la percusión tocaban demasiado fuerte y era plenamente consciente de lo que aquello significaba. Un par de días más tarde, Pravda publicó un artículo anónimo, seguramente aprobado por Stalin y quizás incluso escrito por él. Se titulaba “Confusión en lugar de música” y reseñaba la obra en términos condenatorios, acusándola de «graznar y gruñír, ignorando la exigencia de abolir la rudeza y el salvajismo en todos los ámbitos de la vida soviética».

Josef Stalin y su séquito asistiendo a una representación en el teatro Bolshoi a mediados de la década de 1930. FOTO: Archivo Estatal Ruso de Arte Y LITERATURA (Moscú)

«Rezaré por ti día y noche, y rogaré al Señor que perdone tus grandes pecados ante el pueblo y el país»

Diez días después, apareció un segundo artículo crítico en el que se tachaba al autor de «charlatán musical». Como resultado de esta campaña, la ópera fue prohibida y la vida de Shostakóvich dio un vuelco. Conocerlo era peligroso; asociarse con él, una temeridad. La gente se cambiaba de acera para evitar cruzárselo y él guardaba una maleta con ropa interior abrigada y zapatos resistentes en previsión de que le deportaran a Siberia. Incluso dormía vestido en un banco junto a la escalera de su apartamento para no molestar a su familia en caso de que la policía secreta se presentara a llamar a su puerta. No volvería a respirar tranquilo hasta 1949, cuando Stalin le designó para representar a la URSS en el Congreso Cultural y Científico para la Paz Mundial de Nueva York. Allí vivió como uno de los episodios más humillantes de su carrera, al verse obligado a leer con voz trémula un discurso preparado durante una conferencia de prensa. Entre los asistentes se encontraba el compositor y exiliado político Nicolas Nabokov, quien llegó a afearle públicamente que «no era un hombre libre, sino una herramienta obediente de su gobierno».

Tras la muerte de Stalin, los férreos ideales artísticos y religiosos de Yudina impidieron que se ganara las simpatías de Jhrushchev y fue apartada del Instituto Gnessin de Moscú en 1960. No era la primera vez que la despedían de un puesto académico de alto nivel. Treinta años antes había sido expulsada del Conservatorio de Petrogrado, corriendo la misma suerte en el Conservatorio Tchaikovsky de Moscú en 1951. Sus escandalosos recitales fueron censurados por el gobierno y se le prohibió salir de la Unión Soviética, salvo para viajar a la República Democrática Alemana en 1950 y a Polonia cuatro años más tarde, en virtud de la pertenencia de ambos estados al Bloque del Este. «Ya no soy miembro de la Unión de Compositores Soviéticos —escribió en febrero de 1962— y ya no deseo serlo para poder mantener mi independencia. Por otro lado, esto significa que no recibo ayuda y que mis condiciones de vida se han vuelto extremadamente difíciles desde que me despidieron».

Al rechazar el premio de Stalin, Yudina evitó que sus manos se mancharan de sangre, aún a costa de verse condenada al ostracismo. Resulta tentador romantizar una lucha como la suya, sobre todo si tenemos en cuenta que ella fue la primera en hacerlo: cuando su adorado Stravinsky fue repatriado en otoño de ese mismo año, con motivo de la celebración de su 80 cumpleaños, el compositor la dejó de lado en favor de los homenajes, las medallas y los discursos oficiales. «Ahora que ya no soy necesaria, puedo ser ignorada», escribió angustiada, y tal vez consciente por primera vez de la cruel burla del destino que supuso que Serguéi Prokofiev falleciera casi una hora antes que Stalin. Su domicilio se encontraba cerca de la Plaza Roja, donde acudieron las multitudes durante tres días para despedir al dictador, impidiendo que el coche fúnebre pudiera acercarse a la casa del compositor. El ataúd tuvo que ser llevado a hombros por calles secundarias en dirección opuesta al funeral de Stalin. Aquella visión resultaría premonitoria.

A su muerte, el 19 de noviembre de 1970, Karlheinz Stockhausen denunció amargamente que «una sociedad que no sólo se muestra incapaz de reconocer a quienes están dotados de facultades extraordinarias, sino que además los aísla, incapaz de adaptarse al progreso. El futuro pondrá en su lugar a Maria Yudina, una artista en el sentido más fundamental del término». Mientras esperamos a que llegue ese momento, la memoria de Yudina permanece relegada a la sombra de otros contemporáneos suyos, como el pianista Sviatoslav Richter o el violinista David Oistrakh, promovidos por la cultura oficial. Como mujer y artista, sus convicciones personales y sus provocaciones estéticas entraron en conflicto con el poder de la normatividad soviética, cediendo su espacio a quienes siguen escribiendo la historia y prefirieron dejarla en los márgenes. Sin duda, hay muchos otros ejemplos de mujeres formidables y valientes cuyas narrativas siguen sin contarse. Pero quizás pocos sean tan desconcertantes.