Naturaleza muerta y sombreros victorianos
/A finales del siglo XIX, la moda victoriana se puso a las aves exóticas por montera. Las plumas de avestruces, faisanes y pavos reales cedieron paso a las mascotas disecadas para mayor gloria de la industria textil y la taxidermia, formando parte de un auténtico catálogo de atrocidades.
En julio de 1905, George Bernard Shaw asistía a la representación de Las bodas de Fígaro en el Covent Garden de Londres cuando, a la altura del segundo acto, una mujer ocupó la butaca de delante impidiéndole disfrutar de la función. La culpa la tuvo el aparatoso sombrero que lucía «como si le hubieran pegado sobre la oreja derecha el lamentable cadáver de un gran pájaro blanco, al que hubieran pisoteado hasta la muerte para después clavárselo en la sien». Haciendo gala de su mordacidad habitual, el autor de Pigmalión se despachó a gusto con la indumentaria de aquella espectadora anónima en una carta abierta publicada en The Washington Post: «Supongo que si yo mismo me hubiera presentado con una serpiente muerta alrededor del cuello, una colección de escarabajos negros prendida a la pechera de mi camisa y un urogallo en el pelo, se me habría negado el acceso al teatro. ¿Por qué, entonces, debe permitirse a una mujer cometer semejante atropello público?».
Para decorarlos, se utilizaban partes de las aves como las alas, las cabezas, los penachos o el animal completo. Los pájaros disecados se fijaban en armazones para dar la impresión de movimiento.
Porque, para colmo, no se trataba de un caso aislado: «Una vez, en el Drury Lane Theatre, me senté detrás de otro sombrero adornado con las dos alas de una gaviota, enrojecidas artificialmente en las articulaciones para producir la ilusión de acabar de ser arrancadas de un pájaro vivo». Lo que podría interpretarse como una exageración, se ajustaba fielmente a la realidad. En el último tercio del siglo XIX, y en particular durante el período conocido como Plume Boom o “el auge de la pluma”, se pagaron auténticas fortunas por aquellos “sombreros de fantasía”. Para decorarlos, se utilizaban partes de las aves como las alas, las cabezas, los penachos o el animal completo. Los pájaros disecados se fijaban en armazones para dar la impresión de movimiento; en ocasiones, se colocaban sobre nidos, o bien con las alas extendidas para aumentar su naturalidad.
A ojos de la sociedad victoriana, el arte de la taxidermia gozaba de un tremendo prestigio y, si bien a día de hoy su actividad se centra principalmente en el ámbito científico, en aquella época su popularidad abarcaba el arte, los gabinetes de curiosidades y la alta costura. Las célebres recreaciones antropomórficas de Walter Potter y Hermann Ploucquet, protagonizadas por animales disecados tomando el té, acudiendo a la escuela o jugando un partido de cricket, se convirtieron en un ícono de extravagancia y sofisticación. El 27 marzo de 1886, el New York Times se hizo eco del baile de disfraces que el matrimonio Vanderbilt celebró en su flamante mansión de la Quinta Avenida. Una de sus ilustres invitadas, la joven heredera Kate Feering Strong, vistió una sobrefalda con colas de gato blancas cosidas sobre un fondo oscuro; un corpiño formado por filas de cabezas de gatos, también blancos, y un tocado a juego. Una cinta azul con la inscripción “Mininina” y un cascabel atado al cuello completaba el efecto.
Ahora bien, las especies más perjudicadas por la próspera industria textil fueron las aves. Si bien es cierto que las plumas llevaban más de un siglo adornado las cabezas de la aristocracia europea, desde que María Antonieta pusiera de moda sus penachos de pavo real y avestruz en la corte de Luis XVI, con el tiempo se habían convirtieron en un complemento imprescindible de tiaras, pamelas, sombrillas, manguitos, boas y abanicos. Y una de las piezas más codiciadas del guardarropía victoriano fue la Paradisaea apoda, popularmente conocida como Ave del Paraíso, por sus alas de color dorado, las plumas verdes iridiscentes alrededor del cuello y la longitud de su pico. Una pareja de vistosos ejemplares formó parte del exótico cargamento que Juan Sebastián Elcano trajo consigo a Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522, como obsequio del rey de una de las islas Molucas a Carlos I. «Cuentan que vienen del Paraíso terrenal y les llaman bolon divata, que quiere decir, pájaro de Dios», escribió Antonio Pigafetta, uno de los supervivientes de la expedición que consiguió completar la primera vuelta al mundo. Por aquel entonces sus plumas ya eran muy apreciadas en el sudeste asiático para la elaboración de penachos y adornos y fueron objeto de una amplísima distribución gracias a las rutas comerciales con China, la India, Oriente Medio, África y Europa, de la mano de comerciantes, soldados y piratas.
Se creía a creer que carecían de patas con las que posarse y que se pasaban toda su vida volando, lo que vino a reforzar su asociación con lo divino, rivalizando en el imaginario colectivo con otras aves míticas como el ave fénix o el ave huma de la tradición persa. Pero aunque las aves exóticas eran las preferidas, los sombrereros recurrieron a cualquier especie para sus creaciones, y lo hicieron con un ritmo alarmante. En 1886, la Asociación Estadounidense de Ornitólogos estimó en que aproximadamente cinco millones de aves eran sacrificadas cada año para decorar sombreros. Se ha calculado que entre 1905 y 1920 se habrían exportado cada año entre 30.000 y 80.000 pieles de aves del paraíso con destino a las subastas de plumas de Londres, París y Nueva York. Tan solo en un año, 41.000 pieles de colibrí se vendieron en Londres y es posible que otras tantas en París. Y en un invierno, 40.000 charranes fueron abatidos en Cape Cod (Massachusetts) para satisfacer la demanda de un único comerciante de sombreros.
La victoria conservacionista vino de la mano de aquellas mujeres que pudiendo permitirse el lujo de emperifollarse prefirieron dejar de hacerlo.
Pese a las denuncias del director de la Sociedad Zoológica de Nueva York, William Temple Hornaday, la situación llegó a ser tan dramática que finalmente las mujeres conservacionistas de ambos lados del Atlántico se unieron para luchar contra esta lacra. Para contrarrestar el argumentario que culpabilizaba a las mujeres como principales consumidoras, Virginia Wolf señaló que en quienes se lucraban de la explotación y maltrato animal eran los hombres dirigían la industria, cazaban las aves y se beneficiaban de su matanza. En 1889 se creó en el Reino Unido la Society for the Protection of Birds como grupo de presión contra el comercio mundial de plumas para la confección de sombreros, gracias al coraje y la determinación de dos mujeres victorianas: Emily Williamson y Eliza Phillips. En 1904 el rey Eduardo VII otorgó a la sociedad el título “Real”, convirtiéndose así en la Royal Society for the Protection of Birds (RSPB) y allanando el camino para la aprobación de la ley de 1921 que prohibió la importación de plumaje en Gran Bretaña.
Mientras tanto, otras dos pioneras de la lucha feminista, Harriet Hemenway y su prima, Minna Hall, se sentaron a tomar el té con líderes de la alta sociedad y ornitólogos prominentes de Nueva Inglaterra e instaron a las damas acaudaladas de Boston a no volver usar sombreros de plumas. Cerca de mil mujeres se sumaron al boicot que culminaría con la formación de la Sociedad Nacional Audubon y la aprobación de la Ley Weeks-McLean, también conocida como Ley de Protección Aves Migratorias, aprobada por del Congreso el 4 de marzo de 1913. Así que, en última instancia, la victoria conservacionista vino de la mano de aquellas mujeres que pudiendo permitirse el lujo de emperifollarse prefirieron dejar de hacerlo. De ese modo, las nuevas tendencias de la moda contribuyeron a que los aparatosos sombreros de antaño quedaran obsoletos, al imponerse el peinado bob y los sombreros cloche y el canotier. Y no deja de resultar significativo que su principal impulsora fuera precisamente una mujer que rompería los estereotipos femeninos del siglo XX a partir de una humilde tienda de sombreros: Coco Chanel.