Ya que has llegado hasta aquí
/«Las mujeres pedimos educación por encima de todo. La abolición de las prácticas patriarcales en su totalidad a través del aprendizaje, la deconstrucción (demolición) y la colaboración. Desde lo pequeño a lo grande. Sin juicios sumarísimos y sin hacer de nuestras necesidades una puesta en escena de Las troyanas, que es como nos quieren hacer quedar ante la opinión pública»
Los cinco o seis pasos de distancia que Ortega Smith marca respecto a la pancarta contra la violencia de género durante el minuto de silencio institucional, el mal torero usando lenguaje de patriarca ronco para negar que la violencia que nos asola estos días, efectivamente, tiene género; ese comentario sobre las denuncias falsas que escuchas de pasada en la terraza del bar. Tu padre, que siempre ha sido un buen hombre, recordándote que hay mujeres que son para aguantarlas, tu madre dándole la razón. Ese amigo que confía ciegamente en los tribunales, el mismo que saca la presunción de inocencia, o la obligatoriedad de que todo testimonio de maltrato pase por la bendición de una denuncia oficial, siempre que se le pone delante un caso de violencia machista.
La violencia tiene grados pero siempre es violencia. Los ejemplos anteriores son distintos grados de la misma pero parte de ella, como acción o como caldo de cultivo.
«En algún momento de nuestras vidas, hombres, mujeres y todo lo que queda en medio hemos colaborado con el sistema para sustentar la barbarie. Por educación, por convencimiento, por ignorancia o por miedo. El despertar es lento y muy desagradable»
Algunas violencias son producto de circunstancias aleatorias, pero las sistémicas son fáciles de reconocer por su carácter repetitivo, sostenido en el tiempo y por la cantidad de recursos que se emplean en negarlas. Cuando el sistema reproduce una violencia concreta, al tener lugar un caso de la misma, suelen dispararse mecanismos culturales arraigados, propagandas y resortes institucionales que disipan la responsabilidad real entre fantasmagorías que quedan a mano: a menudo la salud mental de quien comete el crimen —reproduciendo así violencia sistémica cuerdista—, la espontaneidad, la aleatoriedad, algún esencialismo sacado de la manga sobre la agresividad inherente al ser humano, etc.
En algún momento de nuestras vidas, hombres, mujeres y todo lo que queda en medio hemos colaborado con el sistema para sustentar la barbarie. Por educación, por convencimiento, por ignorancia o por miedo. El despertar es lento y muy desagradable. No es fácil asimilar que tu hermano, tu padre, tu novio o alguno de tus amigos, todos encantadores, están entrenados para dispensar violencia machista llegado el momento. O que pueden estar cometiéndola en sus múltiples formas contando con la connivencia de un entramado emocional, cultural y social que les protege casi hasta el final. Hasta que la sangre se derrama y entonces debe limpiarse con mucho aspaviento.
No es cuestión de que los hombres porten una marca bíblica que les hace violentos y que carguen con una culpa antediluviana. Eso sería un esencialismo tan barato y ridículo como el que sufrimos las personas trans, especialmente las mujeres.
«La idea última del escéptico y del ultraderechista, del comisario de buenas prácticas denunciantes y del que clama venganza sea quien sea el criminal; la idea última del patriarcado es la de pintar toda reclamación de las mujeres respecto a la violencia de género como las ocurrencias de un grupo de vacantes intoxicadas por el rencor»
Ningún hombre nace machista. Pero desde el mismo momento en el que pone un pie en este mundo, sea cual sea su clase, todo lo que le rodea le está otorgando una posición de preeminencia sobre las mujeres o las masculinidades no normativas. Desde el espacio que está destinado a ocupar en el patio del colegio hasta las bromas invasivas que se les pasan por alto (esas faldas que se levantan en la infancia que no le importan a nadie). Esto va a más. En lo académico, lo familiar y lo laboral. Los deslices machistas que se disculpan cada vez son más audaces. Cada mensaje, cada supuesto, cada situación real o sacada de la ficción les dice: «si has llegado hasta aquí, quién te impide dar un paso más».
¿Cuántos hombres que leerán esta columna no han estado de juerga dentro de un coche y han gritado alguna tontería por la ventana, al pararse en un semáforo, con la adrenalina de grupo subida? Un gesto que para los ocupantes de ese vehículo, que lleva la música a tope y en el que todo son risas, no significa más que una broma con ninguna consecuencia, puede suponer un temblor de piernas para la que la recibe, o un ataque de ansiedad o directamente la necesidad de terminar la noche e irse a casa. Quizá no pase nada de esto, pero la ruptura del consentimiento ya es un hecho y de lo verbal a lo físico solo hay grados.
Ya que has llegado hasta aquí…
Seamos sinceras, la sororidad lo pide. He compartido vestuario con ellos mucho tiempo. He sido educada como uno de los chicos hasta que mi insuficiente hombría me descartó como parte de la élite patriarcal. Esa educación, esa breve pertenencia, me otorgó ciertos privilegios innegables del mismo modo que destruyó mi salud mental de un modo irreversible. Pero lo he visto, he estado ahí y no soy una mujer a la que se pueda hacer luz de gas con esto. También he sufrido violencia machista en su peor forma y he sabido reconocerla en aquellas semillas de vestuario.
Negarme lo que se dice o se deja decir en una dinámica de grupo masculina cuando nadie mira, es inútil. He escuchado de primera mano de qué se ríen, qué planes se montan en la cabeza con sus parejas y cómo cada espacio que ocupan lo toman como el salón de su casa. Sí, tu hijo también y tu marido.
«Que del mismo modo que las mujeres estamos empujando como cabronas por esto, los hombres, por acción, omisión o inercia, como mínimo, dejen de oponer resistencia»
Lo vemos en el transporte público, en las salas de espera y en la vía pública constantemente.
El entramado patriarcal, desde los kúrganes, va perfeccionando sus herramientas de opresión y de control de modo que la violencia física sea, acaso, menos obvia, pero que siga estando a mano si llega el momento.
Hasta llegar a lo físico están la luz de gas, las preguntas capciosas, la frivolización de nuestro miedo, los ataques a la autoestima, la falsa sensación de protección para cercarnos espacios y capacidad de movimiento, la carta de la judicialización y la denuncia como únicos garantes de nuestra palabra, las amenazas, las calumnias aprovechando un silencio temeroso, la violencia vicaria…
Lo digo con claridad: desconfía inmediatamente del escepticismo de alguien cuya primera intervención sea «habrá que escuchar a las dos partes», de la dialéctica ilustrada de baratillo que busca causas en el sótano en lugar de mirar lo que tiene delante. Desconfía de la sobreactuación, del punitivismo sacado de la place de la concorde y de los vengadores de salón. La única posibilidad de reversión de esta molicie milenaria reside en creer a las mujeres y en educar en consecuencia.
Las apelaciones a la justicia carnicera de la ultraderecha, que tan buena aceptación tienen entre nuestros vecinos y familiares, no son más que otro mecanismo de perpetuación de la violencia machista. Son agentes distractivos y diluyentes que cambian el foco y el lugar en el que hemos de colocar nuestra atención y nuestros esfuerzos. También lo es la falsa protección a la infancia a través de maniobras como el pin parental. Una capacidad de veto vieja como el moho que cualifica a los padres para cerrar el mundo de sus hijos y criarles a su imagen y semejanza. Todo es reproducción de la violencia, sostén patriarcal y parte del proceso de silenciado de las voces que lo señalamos y lo sufrimos.
La idea última del escéptico y del ultraderechista, del comisario de buenas prácticas denunciantes y del que clama venganza sea quien sea el criminal; la idea última del patriarcado es la de pintar toda reclamación de las mujeres respecto a la violencia de género como las ocurrencias de un grupo de vacantes intoxicadas por el rencor. Una fantasía de traslado de poderes para ejercer la violencia en sentido contrario o para arruinar la vida de los hombres con un chasquido de dedos. Literalmente, lo mismo que hacen el patriarcado y sus hijos. Su sistema de pensamiento, creencias y obras palabra por palabra. Son incapaces de salirse de ese marco. Están tan presos como nosotras.
Las mujeres pedimos educación por encima de todo. La abolición de las prácticas patriarcales en su totalidad a través del aprendizaje, la deconstrucción (demolición) y la colaboración. Desde lo pequeño a lo grande. Sin juicios sumarísimos y sin hacer de nuestras necesidades una puesta en escena de Las troyanas, que es como nos quieren hacer quedar ante la opinión pública. Mientras eso se construye, es imperativo que toda institución se ponga al servicio de algo tan simple como que dejen de matarnos. Que poner una denuncia no lleve aparejada la duda sobre las consecuencias que puede tener que afrontar la denunciante. Que esto sea un proceso automático. Que el primer pensamiento de las víctimas ante el mínimo atisbo de miedo sea que pueden denunciar en condiciones de seguridad. Que se les dará protección inmediata y efectiva sin excusas y sin análisis previos.
Que del mismo modo que las mujeres estamos empujando como cabronas por esto, los hombres, por acción, omisión o inercia, como mínimo, dejen de oponer resistencia. Que escuchen, actúen y ayuden a evitar desde la raíz que sus buenos amigos, esos que en el fondo son tipos majos, dejen de matarnos.
Para Rocío Caíz, Beatriz, Anna y Olivia Zimmermann y todas las que ya son genealogía de nuestro dolor. Y con esperanza para el futuro porque vamos a dejarnos la vida en esto.
*Fotografía de la portada: Álvaro Minguito