1978: el año en que nos explicaron Mazinger Z desde el marxismo y el conservadurismo de derechas
/En 1978 Mazinger Z arrasaba entre los espectadores más jóvenes. Este éxito alarmó a moralistas de una y otra ideología, que reclamaron su prohibición con argumentos de todo tipo.
En 1971, Ariel Dorfman y Armand Mattelart publicaron en la editorial Siglo XXI Para leer al Pato Donald, un ensayo que analizaba el universo Disney desde un punto de vista crítico y aplicando una metodología basada en el materialismo marxista.
A pesar de su brevedad, el libro repasaba el mundo del creador estadounidense y mostraba algunas de sus particularidades que, lejos de ser azarosas, respondían a una calculada estrategia para inculcar a los más pequeños el liberalismo y mercantilismo norteamericano.
Entre sus conclusiones, Dorfman y Mattelart mostraban que en el universo Disney no hay progenitores, solo familiares de segundo o tercer grado, lo que desterraba de los tebeos de la compañía el sexo, la procreación e incluso el amor. Según las teorías de Para leer el Pato Donald, los personajes de Disney tampoco establecen relaciones basadas en los afectos, sino que se fundan en el interés y los beneficios económicos que puedan sacar unos de otros.
Además, el mensaje que recorría toda la obra del creador americano tenía por objeto perpetuar el status quo, no solo entre niños y adultos, sino también entre la oligarquía y los trabajadores, entre hombres y mujeres o entre los países colonizadores y los países colonizados. Para ello, no se ahorraban tópicos sobre las mujeres virtuosas frente a las vampiresas, bromas sobre la cultura de esos países colonizados, considerados siempre menos desarrollados, o mensajes sobre la conveniencia de acatar el destino del obrero en lugar de enfrentarse al capital.
La publicación de Para leer el Pato Donald fue todo un fenómeno en la época. Se tradujo a distintos idiomas, se tiraron decenas de ediciones, vendió cientos de miles de ejemplares y, cuando llegó la dictadura de Augusto Pinochet, fue prohibido. La razón fue que, aquellos que defendían a Disney y el modelo liberal lo recibieron como un ataque exagerado, que problematizaba el mundo infantil hasta límites perversos y delirantes. Para otros muchos lectores, sin embargo, se convirtió en una especie de texto canónico que marcó su forma de analizar los materiales de cultura popular.
En 1978 los españoles tuvieron la oportunidad de ver hasta qué punto el libro de Dorfman y Mattelart había creado escuela. Fue en el número 800 de la revista Triunfo, en el que se publicó Doble lectura de Mazinger Z, un artículo firmado por Fernando González que, además, era la portada de la publicación.
En él, González analizaba el anime de Gō Nagai con las mismas herramientas de análisis que los autores de Para leer al Pato Donald y llegaba incluso un poco más allá de lo que estos autores habían hecho con Disney: «Los sábados, todos los sábados a las tres de la tarde, más de cuatro millones de niños y adolescentes españoles tienen una inapelable cita con la tecnología japonesa, con un sutil neofascismo justificador de la violencia tecnológica, con el fascismo cibernético».
Leyendo entre líneas
Antes de ahondar en Mazinger Z, Fernando González repasaba el tono de otros animes emitidos previamente en la televisión española. Series como Marco, Heidi, El perro de Flandes, unas series que calificaba de sensibleras y folletinescas, pero que no consideraba especialmente problemáticas. El conflicto surgía con Mazinger, una serie protagonizada por un superhombre nietzscheano que, según él, tenía capítulo tras capítulo unos guiones engañosos. ¿La razón? «Que “los buenos”, los que obligan a los niños a tomar partido son unos jóvenes japoneses de rasgos […] exportables a extensas áreas geográficas. Los “malos” son “monstruos” o máscaras que repelen al espectador». Por tanto, afirmaba González, «Queda desde el principio establecido un código de fácil aceptación: bueno, triunfador, equivale a humano joven; malo, perdedor, a viejo, andrógino o máscara (los soldados del Doctor Infierno son una estudiada mezcla de gladiadores romanos –imperio–, marionetas y VoPos o policías de los países del Este».
Después de dejar claro que la serie no le gustaba, Fernando González tomaba como ejemplo para su artículo el capítulo emitido el 20 de mayo de 1978, cuyo título era Ataque aéreo del monstruo volador K-9 y que desmenuzaba empezando por los personajes: «en el mal aparece como último instigador el Doctor Infierno. Es este un personaje que vive en un lugar remoto. Simboliza, como su propio nombre indica, la permanente maldad. Se resucita con él toda la teoría de los demonios ya abandonada, en parte, por las confesiones de mayor influencia en el mundo occidental. Su imagen, siempre en primer plano de busto, recuerda sospechosamente a Carlos Marx».
Las sospechas de González se extienden también a los subordinados del Doctor Infierno y, muy especialmente hacia el Barón Ashler, caracterizado por su doble faz, hombre mujer que, para el periodista, es la prueba inequívoca de que «el enemigo no tiene sexo definido. Aunque tiene diversas reacciones, generalmente cuando habla con el Doctor Infierno aparece con su rostro de mujer. Cuando ordena lo hace con el de hombre. Solo en momentos difíciles se expresa conjuntamente». Aunque no explica el por qué de estos diferentes comportamientos, a continuación González afirma que «el barón Ashler es un nazi, está por encima de los sexos, de la ética. Se identifica así Carlos Marx, emisor, y un nazi (entendido como fuerza ciega, amoral, asexuada), receptor».
Brutos mecánicos del mundo, uníos
La infinita maldad del Doctor Infierno y del Barón Ashler no es algo casual sino que tiene un objetivo claro: dominar el mundo a través de una legión de «enmascarados, inhumanos “siervos del imperio» que hacen que el Estado Isla del Doctor Infierno sea para González «un Estado policial, sin visos de humanidad. Un Estado totalitario presidido por Carlos Marx» que se dedica a fabricar en el subsuelo –lo «que ya implica un tratamiento peyorativo, al equipararlo con la clandestinidad, la oscuridad», apunta el autor– una serie de Brutos Mecánicos que se enfrentarán a Mazinger y las fuerzas del bien.
El problema es que, para Fernando González, esas fuerzas del bien no son tan buenas como pudiera parecer. El binomio Koyi Kabuto y Mazinger Z personificarían «las teorizaciones del superhombre» y por tanto, tendrían justificación para destruir el entorno y atacar a los enemigos porque «nunca destruyen a personas, solo a “monstruos” o máscaras».
Tampoco convencen al autor las figuras del profesor Yum y su hija Sekaya. El primero porque es bondadoso «casi en exceso» y la segunda porque aunque tripula un robot hembra, Afrodita, en el fondo no hace más que personificar al «feminismo moderado, subordinado a la fuerza y destreza de Koyi-Mazinger Z».
La peor parte se la lleva, sin embargo, Siro, «un niño-niño, que actúa de cómplice “tonto” del telespectador” y del que se cuenta que, en un capítulo anterior, lanzaba una paloma mensajera contra uno de los brutos mecánicos, uno de cuyos brazos estaba rematado en una hoz y el otro en un martillo: «la hoz y el martillo enviados por “Carlos Marx” desde los infiernos, secundado por unos “servidores ciegos”», reflexionaba González.
El amigo americano
En el capítulo que servía de base al artículo de Triunfo, la potencia bélica del Doctor Infierno superaba la de Mazinger Z y Afrodita. Un problema que el profesor Yumi resolvía pidiendo ayuda a los Estados Unidos. Una solución que Fernando González consideraba una alegoría clara al enfrentamiento entre la OTAN y el Pacto de Varsovia. «El sábado 20 de mayo, los niños españoles –entre otros niños occidentales– eran iniciados en el rearme […]. Cuando la ciencia japonesa –léase española, alemana o brasileña, entre otras– falla, hay que recurrir al Doctor Smith de turno que, rápidamente, provee al profesor Yumi de un “plano secreto”».
Tampoco pasan desapercibidos al autor detalles como que los jóvenes de la serie se desplazan en motocicletas -«una concesión comercial japonesa que aprovecha, como líder mundial en el ramo, para aficionar a la juventud televisiva al consumo de motocicletas»– o que la música actúa como potenciador de los rasgos de los personajes. Así, mientras que en el Instituto de Energía Fotoatómica donde fue creado Mazinger Z «la música es suave y agradable», en la isla submarina del Doctor Infierno «no hay música, solo ruidos inconexos, desagradables». Por su parte, en Nueva York la música es amena, como la de Japón, lo que supondría «un sutil imperialismo musical apenas perceptible, pero que indica al telespectador-cómplice que se pisa “terreno amigo”».
Por si todo eso no fuera suficiente, cuando el profesor Yumi regresa de Estados Unidos hay un intento de secuestro aéreo, lo que, según González, demostraría que ese tipo de acciones son llevadas a cabo «por las fuerzas del mal». De hecho, en dicho acto participa el propio Baron Ashler que porta una ametralladora «como un fedayín cualquiera» y, aunque se chantajea a Koyi con acabar con las vidas de los tripulantes del avión, «en lugar de lanzar una “operación” tipo israelita en Uganda o alemana, Koyi-cerebro-Mazinger Z tiene su fondo de bondad. El no puede atentar contra los humanos, eso solo está reservado para el Doctor Infierno-Marx».
Puños fuera
Para finalizar, Fernando González se reserva el análisis del personaje principal de la historia: Mazinger Z. El periodista describe cómo el robot surge de una piscina horadada en la tierra y cómo el espectador queda situado a sus pies para que «acate su presencia. El plano vertical hacia arriba demuestra al impotente niño-teleespectador-cómplice, que Mazinger Z es un coloso superior». A continuación y tras la unión del planeador de Koyi con el robot, tras «la fusión entre la juventud y la máquina», la melodía se convierte en la música de un western porque, según González «el héroe es americano aunque habite en Japón. La clave podría ser el símbolo que cruza el pecho de Mazinger Z […] que es el símbolo del águila. Un águila esquematizada, el águila del escudo norteamericano que se enfrenta con una caricatura tenebrosa del viejo Marx».
La conclusión del autor es que la doble lectura que se puede hacer sobre la serie japonesa es tan evidente que «debería, cuando menos, ser declarada peligro público», algo que él suponía que nunca iba a suceder porque «naturalmente, es más cómodo para una sociedad complaciente, hacer una lectura fácil».
Lo más curioso es que Fernando Gónzález no estaba solo en su batalla contra Mazinger Z. El diario ABC, con una línea editorial diametralmente opuesta a la de Triunfo, publicó en julio de 1978 un reportaje que, bajo el título Mazinger Z, un robot que influye en sus hijos, abogaba por la censura previa de los contenidos infantiles y alertaba de lo peligroso de la serie.
Entre sus argumentos estaba la justificación de la violencia, aunque fuera para combatir al mal, la denominación del Doctor Infierno con ese nombre «cuando la Iglesia ya no habla de infierno» y la excesiva tecnificación del mundo que aparecía en la serie. Tal vez el comentario más llamativo era el relativo al Barón Ashler que, al integrar, en un solo ser una personalidad masculina y otra femenina, contribuía a «desfigurar el rol sexual del niño, puesto que, a esa edad, se le debe enseñar roles funcionales y no sexuales, que no hacen sino confundirle conceptos que aún no tiene claros». Una opinión refrendada por el psicólogo infantil Benito Fernández que sostenía que «en el plano sexual, la imagen del barón es totalmente negativa y simboliza, en un mismo personaje, al padre-madre destructor y malo, imagen totémica muy antigua, ante el que se alza el padre bueno -Mazinger-, tecnológico, que defiende al niño».
Miedo a que los niños jueguen
A ese artículo de ABC se sumaría el 23 de septiembre de 1978 otro firmado por Natalia Figueroa, periodista conocida además de por su trabajo, por ser la esposa del cantante Rapahel. En él y bajo el título de ¿Jugamos a matarnos?, Figueroa criticaba la serie japonesa por fomentar la violencia que ejemplificaba recreando un diálogo entre unos niños que jugaban:
-Tu morías al momento, en cuanto yo te echaba los rayos láser. Y te caías por la cuesta.
-¿Quién era yo entonces? ¿El bruto mecánico?
-Sí. Y yo, Mazinger Z.
Los niños hacen toda clase de ruidos bélicos. La niña, a quien han dejado un poco olvidada, se queja: ¿Y yo? ¿Yo quién soy? ¿Tú? Pues Sayaka ¿Quieres?
-Sí, claro!
Siguen los ruidos y los gritos terribles: ¡Puños fuera ¡Planeador abajo! ¡Propulsor. ¡A volar! ¡Rayos láser! ¡Fuego! Las mesas, las sillas, todo cuanto hay en el jardín frente al mar salta por los aires y cae luego al suelo. Se asoma la madre:
-Pero ¡qué habéis hecho! Pero ¡qué barbaridad es ésta ¡Mirad cómo está todo! ¡No hay derecho...!
-¡Quítate, mamá, que hay rayos láser y sales hecha pedazos, desintegrada…!
Uno de los niños lleva puesta la careta de Mazinger Y otro, metido de lleno en su papel, dispara en ese instante uno de esos puños enormes, de plástico muy duro, iguales a los que aparecen en la serie de televisión (agotados en las jugueterías) y lo dispara con todas sus fuerzas. El abuelo, que está leyendo tranquilamente, recibe un soberano golpe en el estómago. Va furioso hacia el chiquillo, que escapa.
-¿Pero esto qué es? -exclama dirigiéndose a la madre- ¿A dónde vamos a llegar? ¿Y te quedas así, tan fresca...? ¿Quieres decirme a qué barbaridad juegan tus hijos?
-A Mazinger Z -contesta la abuelita, en calma, levantando la vista de su labor, como quien diese el nombre de la más famosa novela.
-¿A qué…?
Más de tres décadas después de la primera emisión de la serie, que volvió a emitirse en Telecinco en los años 90, el creador de Mazinger Z viajó a Barcelona para participar en el Salón del Cómic de Barcelona de 2012. Preguntado por la excesiva violencia de su serie, Go Nagai afirmó que «Estoy convencido de que los niños deben saber que existe la guerra, la violencia o los conflictos […] Esas cosas pasan en el mundo en el que vivimos, que es también el suyo. Pretendo que en mis obras se refleje la sociedad en que vivimos, y la violencia es una parte de ella».
También hacía referencia a que no había que temer a los robots, sino a aquellos que los construyen y defendía que, aunque hubiera que «respetar la cultura propia», «hay que construir una nueva cultura encima de la que tenemos. Hay que tener sueños, si no seríamos animalitos».
Animalitos como los de las producciones Disney que, aunque mucho menos violentos que las producciones de Nagai y aparentemente menos peligrosos para estos moralistas, tenían un mensaje mucho más preocupante. Aquel destinado a perpetuar las estructuras liberales y capitalistas porque, como decían Ariel Dorfman y Armand Mattelart, en el universo del estadounidense «no hay discrepancias entre padres e hijos: el futuro es igual al presente y el presente es igual al pasado».