La cólera de Ayuso
/Las medidas de segregación del Sur de Madrid tienen un antecedente en las epidemias de cólera que, hace más de un siglo, azotaron la capital. Sus efectos fueron similares y nos lo cuenta Servando Rocha: «Toda la vida de la ciudad se altera: se cierran las escuelas y la Universidad; los estudiantes regresan a sus hogares. De Madrid huye todo el que puede. En los pueblos de Burgos y Valladolid mueren bastantes de los fugitivos; León pasa de una situación sanitaria óptima a otra precaria porque en fondas y pensiones se hacinan los huidos de Madrid. Los aristócratas huyen más lejos: Biarritz, París»
«Toda la vida de la ciudad se altera: se cierran las escuelas y la Universidad; los estudiantes regresan a sus hogares (…) De Madrid huye todo el que puede –escribe el historiador Fernández García en Epidemias y sociedad en Madrid–. En los pueblos de Burgos y Valladolid mueren bastantes de los fugitivos; León pasa de una situación sanitaria óptima a otra precaria porque en fondas y pensiones se hacinan los huidos de Madrid. Los aristócratas huyen más lejos: Biarritz, París». La cita, que muestra lo que sucedió durante la epidemia de cólera de 1865–, es aterradoramente familiar. La «madrileñofobia» es un asunto muy antiguo, lo mismo que la actitud de las autoridades de la Comunidad de Madrid para hacer frente a la pandemia. La ya tristemente afirmación de Isabel Díaz Ayuso atribuyendo la mayor tasa de contagios en los barrios del Sur al «modo de vida» de sus habitantes, tiene unos ecos muy concretos. Son viejas recetas para problemas mayores.
Durante décadas, desde 1834 hasta los últimos años del siglo, la estigmatización y segregación durante las desgarradoras epidemias de cólera que asolaron la capital recayeron sobre los más pobres, mientras los más ricos les culpaban de extender la «miasma» mortal. Aquellos «miasmáticos», como se conocía a los defensores de la teoría que aseguraba que el cólera se transmitía a través del aire, eran los conspiranoicos de hoy. El experimento era sencillo. Bajo la falsa idea de que «el olor es enfermedad», bastaba darse una vuelta por los arrabales de la ciudad, cuya densidad de población crecía sin parar por la llegada de inmigrantes de otras regiones y haber logrado su capitalidad, para reafirmarse en el bulo: los malos olores y la hediondez que saltaba a la vista eran las señales del cólera. Lo mismo sucedió en Londres, una ciudad-monstruo de dimensiones inmensas, durante sus famosas y todavía más devastadoras epidemias de cólera. Los «miasmáticos» ridiculizaban a quienes advertían que la causa de la enfermedad era el agua infectada que llegaba al consumo humano a través de arroyos, desagües y fuentes callejeras en penosas condiciones de salubridad. Es decir, la contaminación del agua que hacía que comiéramos nuestras propias heces contaminadas, como si las evidencias actuales de presencia de Covid en las aguas residuales, tomadas para medir su incidencia en esas zonas, tuviera un destino diferente a su vertido: su consumo.
LOS ESTRAGOS DE LA ENFERMEDAD «AZUL»
«Los habitantes de los barrios bajos se rebelaron y se negaron a ser “fumigados” por aquellas personas cuya apariencia era pavorosa, unos modernos “doctores de la peste”, y algunos hasta protestaron con virulencia en choques con la fuerza pública»
El primer caso registrado de cólera en 1885 se produjo en el número 31 de la calle del Caballero de Gracia, al que le siguió otro en el número 16 de la calle Juanelo, en Lavapiés. Los síntomas eran tremendos y los enfermos, en un tiempo récord de uno o dos días, caían fulminados y con el rostro azulado (se hicieron muy célebres numerosas ilustraciones de la enfermedad «azul») tras perder todo el líquido del cuerpo por continuas y dolorosas diarreas caracterizadas por deposiciones acuosas abundantes, pálidas y lechosas, semejantes al agua del lavado de arroz. A nadie, por entonces, se le ocurrió pensar que la enfermedad, de la que se conocía muy poco, podía ser combatida con lo mismo que se evacuaba: una rehidratación agresiva con agua, pero limpia y no contaminada.
Toda la vida social y cultural se vio afectada. Escuelas y Universidad cerraron sus puertas. También los concurridos teatros. Mientras muchos perdían la vida, los burgueses parecían no querer renunciar a su ocio. «La aparición del cólera morbo, que predispone mal para fiestas y diversiones –afirmó sarcásticamente La Ilustración Española y Americana– ha perjudicado mucho a los teatros de verano».
En los barrios bajos de Madrid los muertos se contaban por centenares. Las Peñuelas o Las Injurias, tradicionales asentamientos de la pobretería de la ciudad, recibían la visita de batallones de operarios del Ayuntamiento vestidos con unos (para la época) espectaculares trajes de aislamiento, muy similares a los EPI actuales. Generalmente las brigadas estaban compuestas de un capataz manguero y dos o tres barrenderos, según la exigencia del caso, que prestaban el servicio desde el Laboratorio Municipal. Una vez allí, entrando a destajo por casas y patios, fumigaban todo lo que estuviera a la vista, lo mismo que los enseres. Los materiales usados, por supuesto, eran perjudiciales para la salud. Usaban azufre, nitro, limaduras de cobre y ácido nítrico. El olor que dejaba la desinfección, que tampoco les protegía, era muy intenso y desagradable. Los habitantes de los barrios bajos se rebelaron y se negaron a ser «fumigados» por aquellas personas cuya apariencia era pavorosa, unos modernos «doctores de la peste», y algunos hasta protestaron con virulencia en choques con la fuerza pública que arremetía contra ellos a caballo y con sus sables. Alberto Bosch, por entonces alcalde de Madrid (quien publicó varias obras sobre astronomía), en la memoria que presentó afirmó que «el 13 de Mayo se practicó un escrupuloso reconocimiento de las casas de vacas y se cerraron las que comprometían la salud del vecindario; el 10 de Junio se desinfectaron las vías públicas; el día siguiente se hicieron desaparecer los tejares situados a la izquierda de la antigua carretera de Aragón; por entonces se desalojaron en las Peñuelas, en la calle de San Rafael, en Vallehermoso y en otros barrios, casas de malas condiciones higiénicas, operación que se ha repetido donde quiera que lo exigían las circunstancias».
Operarios del Ayuntamiento de Madrid durante la desinfección en los barrios bajos (1885)
En 1885, mientras los burgueses abandonaban a toda prisa la ciudad, las verduleras del mercado de la Cebada protestaban contra la política antibajos fondos, el acaparamiento, el boicot a sus productos o la subida de los precios. Claro que muchos de los productos de las verduleras podían estar infectados, pero las autoridades no hicieron nada para ayudar a quienes, de pronto, se quedaban sin trabajo. Durante varios días de marchas bajo el lema «Espárragos, lechugas y alcachofas contra el cólera» protestaron con una bandera negra. También mostraban lazos negros en el corpiño. Hubo disparos a la multitud y mujeres ensartadas en sables.
LOS POBRES SON «CULPABLES»
«Madrid está rodeado de suburbios, en donde viven peor que en el fondo de África un mundo de mendigos, de miserables, de gente abandonada»
Los llamados «tejares» (chabolas) que existían alrededor del centro, pero sobre todo en el Sur, fueron destruidos por orden de las autoridades. Sus moradores eran continuamente descritos por la prensa como viciosos y holgazanes. Aunque el cólera no provenía ni del aire ni de los enseres, sino del agua, daba igual. Los focos de la inmundicia, afirmaron, no podían provenir de otro lugar.
Pocos vieron el problema de una forma distinta. Mejorando las condiciones de vida de los barrios con menos recursos, esos en los que vivían las llamadas «clases menesterosas», se evitarían epidemias futuras. La Iglesia afirmó que la calamidad era producto de la desobediencia de Dios por «la impureza, la blasfemia, la profanación de los días festivos y el juego». Pío Baroja, en varios artículos que aparecieron en prensa, denunció así la situación: «Madrid está rodeado de suburbios, en donde viven peor que en el fondo de África un mundo de mendigos, de miserables, de gente abandonada».
Hace un siglo y medio las condiciones de vida en estos lugares eran aun infinitamente peores a las actuales. Pero los problemas, no obstante, eran similares: pisos en los que en una sola habitación se hacinaban siete u ocho personas, falta de ventilación, humedad, vertidos de aguas y excrementos directamente a la calle (aquel famoso «¡Agua va!»). El actual Matadero, creado a comienzos del siglo pasado, es un ejemplo perfecto para explicar la mentalidad de la época y la «calidad» de las decisiones de los políticos. Cuando décadas antes los sectores burgueses rechazaban la existencia de mataderos en el centro de la urbe y el olor y los perfumes se pusieron de moda a través de Francia, se decidió que el lugar ideal para instalar un gigantesco matadero era, nada más y nada menos, que a orillas del Manzanares, para así poder evacuar mejor las aguas repletas de sangre y vísceras. El río se contaminaba inmediatamente, lo mismo que las tierras de labranza que existían más allá, en sus orillas.
Las autoridades afirmaban que se debía respetar escrupulosamente el aseo personal y las condiciones de la vivienda, pero no hacían nada para que los barrios bajos, los más golpeados, estuvieran en mejores condiciones. Tuvieron que pasar décadas hasta que varios médicos, enviados por el Ayuntamiento, realizaron informes, que acompañaron con impactantes fotografías de corralas destartaladas, patios de vecinos miserables o chabolas que llegaban a la calle Toledo, Embajadores o Lavapiés, y descendían hacia Abismos como los poblados chabolistas de Las Cambroneras o las Injurias, situados a ambos lados de la actual Glorieta del Marqués de Vadillo.
Con el cólera azotando la ciudad, no paraban de llegar los enfermos, ya moribundos e incluso cadáveres, al Hospital General de coléricos, que estaba instalado en el Convento de San Jerónimo (hoy susbiste la iglesia de San Jerónimo, junto al Museo del Prado). A los más ricos se les atendía en sus domicilios particulares y se les proveía de la mejor asistencia de la época. El resto moría entre la desidia de las autoridades.
Durante la epidemia de cólera de 1854, la entrada del cólera se produjo desde tierras gallegas. Entonces, lo que hubo fue una auténtica «gallegofobia». Como cada año, los jornaleros gallegos marchaban hacia Castilla para la recogida, pero las autoridades decretaron que los gallegos, tras trabajar, marchasen a dormir extramuros, todo con tal de establecer un cordón sanitario que Madrid, por supuesto, incumplió.
Hay vestigios en la ciudad, lugares en que podemos entender aquellos tiempos. Durante la epidemia de cólera de 1834, que acabó con más de cuatro mil madrileños, en las escaleras del Instituto de San Isidro, en la calle Estudios, cuando el edificio estaba en manos de los jesuitas y se llamaba Colegio Imperial de San Isidro, en su majestuosa escalinata de piedra catorce clérigos fueron asesinados, aunque solo fue una pequeña parte de los setenta y tres que murieron a manos de una turba que los acusaba de haber envenenado el agua para acabar con los pobres. Las sospechas de la insalubridad del agua, que solía beberse hasta que la vista o el gusto las rechazaban, aumentaba cada año, pero muchos no tenían otra alternativa. Un siglo más tarde, en medio de un convulso 1934, tras recordarse en la portada de un periódico lo sucedido cien años antes, un bulo, que afirmaba haber visto a varias monjas entregando caramelos a un niño que, al parecer, luego enfermó y estuvo a punto de morir, desató una ira anticlerical que acabó con varias iglesias y conventos incendiados, así como palizas a monjas y frailes, sobre todo por la zona de Cuatro Caminos y Tetuán.
Al igual que ahora, entonces los debates políticos sobre el tipo de medidas a adoptar eran virulentos y enconados. En aquella ocasión, como en la actualidad, se optó por la segregación y estigmatización de los barrios pobres antes de optar por el aislamiento comercial o el cierre de fronteras. La situación en esos barrios no mejoró hasta que décadas después, con el cambio de siglo, llegaron los «higienistas», una facción de filántropos y ricos que, impactados por las terribles condiciones de vida de los obreros, financiaron y levantaron barrios con casas de mejor calidad. Hoy muchas de estas siguen en pie. Un paseo por el barrio de Puerta del Ángel, según subimos hacia el Alto de Extremadura, nos muestra muchas de estas edificaciones. Incluso existe una calle dedicada a ellos: Grandeza Española.