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/Es solo mi historia. Una más. Una pequeña. La de una mujer pobre con una responsabilidad excesiva entre unas manos ya cansadas y con un decorado de mierda. Cansada de precariedad, cansada de ver desmoronamientos a su alrededor, cansada de pasividad institucional, cansada de vivir en un mundo hostil y autófago, cansada del capitalismo bastardo que se ceba con las más débiles a patadas en un callejón, cansada de benzodiacepinas, recaptadores de la serotonina y la madre que parió a una vida que solo enseña los colmillos a la gente buena
POR ALANA PORTERO
«Los cuidados, la pobreza y la depresión se me han hecho víscera. He institucionalizado el malestar dentro de los límites de mi carne»
Son las cinco y cuarto de la madrugada. Esta noche no la paso cuidando a mis padres porque tengo una cita en Barcelona, me han invitado a participar en unas jornadas feministas como ponente junto a unas cuantas compañeras a las que admiro. Esta noche otro miembro de la familia hace la guardia por mí. Aun así no duermo bien. He tomado la medicación pautada para las noches pero no funciona. Estoy inquieta, vienen y van ráfagas de sudor frío, estoy desacostumbrada a las noches tranquilas. Los cuidados, la pobreza y la depresión se me han hecho víscera. He institucionalizado el malestar dentro de los límites de mi carne.
A las cinco y media recibo un mensaje, mi padre ha sufrido una recaída, la enésima, en su estado es difícil distinguir qué es una recaída, el caso es que ha sucedido, se activan todos los protocolos de atención médica y movilización familiar.
Esto ya lo he visto, siempre soy yo quien está ahí, el ritual siempre es el mismo y solo hay dos desenlaces posibles: la pseudovida o la muerte.
Llevo casi cinco días seguidos sin dormir, estoy al borde de la psicosis, decido no perder el control, me doy una ducha y ultimo el equipaje que voy a llevarme a Barcelona. Me he comprometido, me esperan, quiero hacerlo, tengo la conciencia tranquila, nada de lo que yo haga o deje de hacer cambiará un panorama familiar que descansa entero sobre mis hombros. Son apenas 48 horas y siempre hay tiempo de volver corriendo.
No recuerdo cómo he salido de la ducha, no recuerdo haberme vestido, estoy sentada en el borde de mi cama, en silencio, son casi las siete y media, he perdido la última hora de mi vida. Es mi propia respiración, entrecortada, varada, a ronquidos, la que me devuelve la consciencia. El corazón me revienta dentro del pecho. No puedo hablar. No puedo pedir ayuda. Estoy sudando a mares. Quiero gritar pero no puedo moverme, como en una parálisis del sueño quiero hacer algún gesto pero no puedo. Me descubren en ese limbo y se ocupan de mí. Al final nos ayudamos entre mutiladas emocionales.
«Conocéis a muchas personas en situaciones parecidas. Sois esas personas. Sabéis de ese miedo silencioso. Sirva este texto como mano tendida a todas vosotras, solas, tristes y superadas, para que no se nos lleve el viento»
208 pulsaciones por minuto tumbada en una camilla, 203, 208, 202, 208. Varios fármacos después aquietan la carrera de caballos que se me ha instalado en el torso. Los médicos me dicen cosas que ya he oído antes. Las entiendo. Ansiedad, depresión, agotamiento, riesgo coronario. Siempre el mismo carrusel de términos y amenazas. Hasta que un día se cumplan, supongo, hasta que un día mi corazón no necesite fármacos para parar y lo haga solo.
Esto sucedió la madrugada del martes 21. Ya había sucedido antes y volverá a suceder. Perdí el viaje, fallé otra vez, descendí otro escalón más de autoestima. Cada vez más loca, cada vez menos funcional, cada vez más quieta.
Es solo mi historia. Una más. Una pequeña. La de una mujer pobre con una responsabilidad excesiva entre unas manos ya cansadas y con un decorado de mierda. Cansada de precariedad, cansada de ver desmoronamientos a su alrededor, cansada de pasividad institucional, cansada de vivir en un mundo hostil y autófago, cansada del capitalismo bastardo que se ceba con las más débiles a patadas en un callejón, cansada de benzodiacepinas, recaptadores de la serotonina y la madre que parió a una vida que solo enseña los colmillos a la gente buena.
Conocéis a muchas personas en situaciones parecidas. Sois esas personas. Sabéis de ese miedo silencioso. Sirva este texto como mano tendida a todas vosotras, solas, tristes y superadas, para que no se nos lleve el viento.
Wanda en Sandman de Neil Gaiman
ALANA PORTERO (aka «La Gata de Cheshire»). Medievalista, bruja, antropóloga y hacker de género. Ha pertenecido a más de doce sectas apocalípticas y ha sobrevivido a todas. Se sacó un ojo solo para poder llevar parche. Habla una jerga compuesta por más de diez lenguas muertas y ha olvidado cómo comunicarse en el presente, por eso trabaja sola. Consiguió su actual puesto en Agente Provocador asesinando al Agente Fauno, antiguo miembro de la banda negra. También conocida como la Poison Ivy del barrio de San Blas. Muy peligrosa.