Armas de mujer
/Victor Hugo escribió que «las mujeres juegan con su belleza como los niños con un cuchillo, y se hieren». Ya sea por defensa, despecho o reivindicación, lo cierto es que las armas blancas han hecho historia en manos de una mujer.
«Si en vuestra prudencia, no me dais auxilio, aprobad mi decisión y yo al instante con este cuchillo pondré remedio a todo esto». La daga que sostiene la heroína trágica de William Shakespeare en el Acto IV formaba parte del ajuar de las doncellas europeas desde el siglo XIII. Un arma liviana, de hoja fina y decorada con incrustaciones de pedrería acordes con la posición social de la dama, símbolo de compromiso amoroso y garante de lealtad y virtud. Del mismo modo que Romeo entregó a Julieta una “rosa inglesa” como señal de su amor, los amantes sicilianos obsequiaban a sus prometidas con los célebres coltelli d’amore, objeto de auténtico lujo que contribuyó al florecimiento de los orfebres y armeros napolitanos. El anillo podía ser una baratija y el paño de seda barato, pero a la hora de regalar un filo no se escatimaba en gastos, al tratarse de un complemento codiciado entre las mujeres para mantener a raya a sus admiradores más fogosos y descarados. A menudo no bastaban para intimidarlos y, en una época en la que la honra se valoraba más que la vida, su propietaria tenía carta blanca para apuñalarlos.
Sus prestaciones eran similares a las de la versátil navaja española que durante tantos siglos fue empuñada en reyertas, utilizada para zanjar disputas o “sacada a pasear” al menor impulso. Entre la nobleza preferían resolver sus diferencias con espadas, pero el pueblo llano solía echar mano al cuchillo. También las damas en Sevilla, Málaga y Madrid solían esconderlas bajo el vestido, en sus ligas o camufladas en el interior de un ramillete. Durante la ocupación napoleónica, fueron muchos los franceses que pagaron sus afrentas con un par de puñalás, quedando reflejadas en numerosos legajos judiciales conservados en los Archivos Históricos de Sevilla y Aranjuez, e inmortalizadas en los aguafuertes de Francisco de Goya.
Sus prestaciones eran similares a las de la versátil navaja española que durante tantos siglos fue empuñada en reyertas, utilizada para zanjar disputas o “sacada a pasear” al menor impulso
Como muestra, la estampa de No quieren, perteneciente a la serie Los desastres de la Guerra (1810-1815), en la que una anciana asesta un navajazo por la espalda a un soldado francés que se dispone a violar a una joven. Pero las mujeres españolas no las utilizaron únicamente para proteger su honra. Junto a sus padres, esposos y hermanos, defendieron Zaragoza del asedio francés en 1808. Cuando los muros cayeron y las tropas napoleónicas irrumpieron en las calles, salieron a su encuentro con el cuchillo entre los dientes, se arrimaron a los caballos para cortarles los ijares y degollaron a los jinetes caídos, causando numerosas bajas.
En aquel entonces abundaban los “crímenes pasionales”, el despecho se cobraba víctimas a estocadas y se organizaban duelos en plena vía pública. Estas tradiciones cruzaron el océano con los marineros españoles y arraigaron en América Latina, mientras las mujeres italianas sofisticaban el uso de las armas blancas. En los montes Apeninos, sin ir más lejos, no se tenían en especial estima los cuchillos y preferían servirse de tacones de aguja para enviar a sus enemigos al otro mundo.
En 1571 dos nobles damas llegaron a uno de los monasterios de Milán y pidieron a las monjas que les asignaran una celda para la oración conjunta. Pero tan pronto como la pesada puerta de roble se cerró detrás de las peregrinas, sacaron sus zapatos y comenzaron a golpearse la una a la otra con furia homicida. Para cuando abrieron la puerta, la primera de ellas yacía muerta y la segunda esperaba la extremaunción. En su lecho de muerte, reconoció que ambas habían acordado batirse por el amor del mismo hombre, eligiendo como terreno neutral el monasterio a sabiendas de que nadie interferiría a tiempo salvo para absolver in extremis de sus pecados a la perdedora.
Tan pronto como la pesada puerta de roble se cerró detrás de las peregrinas, sacaron sus zapatos y comenzaron a golpearse la una a la otra con furia homicida
En ausencia de su fiel stiletto, las italianas recurrían a las horquillas de Spadini que sostenían sus voluminosos peinados y resultaban más letales que una daga. El periodista ruso Nikolai Novikov, que visitó Italia en 1775, describió lo que comenzó como un simple altercado verbal entre dos jovencitas y derivó en soltarse la melena y liarse a puñaladas. Una escena, por otra parte, bastante habitual en Inglaterra, Francia y los Estados Unidos. Se sabe con certeza que dos damas de alta alcurnia se enzarzaron en una discusión en un café de París en 1772; salieron al jardín dispuestas a arreglar el asunto a cuchillazos sin que en esa ocasión llegase la sangre al río.
En 1908, la prensa norteamericana abordó un incidente similar protagonizado por Miss Graham y Miss Crabtree en un claro aislado de las Montañas Rocosas. Tras decirse lo que pensaban la una de la otra, la discusión fue ganando intensidad y pasaron de lanzarse piedras a enfrentarse con cuchillos de caza. El choque, que debió haber sido a vida o muerte, acabó con una de las duelistas desmayándose al ver la sangre derramada por los múltiples cortes en la cara y en el pecho de su rival.
Años más tarde, el 10 de Marzo de 1914, la sufragista de origen canadiense Mary Richardson entró en la National Gallery de Londres para acuchillar a La Venus del espejo. Más que un simple arrebato violento, se trató de una reivindicación feminista enmarcada en una estrategia de desobediencia civil para denunciar la persecución a la que estaba siendo sometida Emmeline Pankhurst, fundadora de la Liga a favor del Derecho al Voto de la Mujer. En sus propias palabras, al atacar el ideal de belleza patriarcal protestaba contra el Gobierno «por la destrucción de la señora Pankhurst, que es el personaje más bello de la historia moderna». Richardson fue condenada a seis meses de prisión por los daños infringidos al lienzo de Velázquez: siete cortes limpios que fueron descritos como si de un intento de asesinato de tratara: «el golpe más grave fue una herida cruel en el cuello».