¿Y si España hubiese dejado morir a sus hijos?
/Servando Rocha escribe sobre el mayor escándalo de la democracia: «Claro que no se puede matar a los infantes, es un pecado inconcebible, un horror bíblico, y aún resuena eso de “¿Quién puede matar a un niño?”, pero sí a nuestros mayores, administrarles una muerte lenta y jamás dulce»
Al principio se trató de casos aislados. Inexplicablemente, niños y niñas de corta edad presentaban síntomas como asfixia y fiebre alta, sin que ningún médico pudiera poner remedio a un cuadro que, lejos de mejorar, empeoraba cada día. Cuando llegó la fatal noticia y se conoció que varias decenas habían fallecido en sus domicilios, confinados por las autoridades, cundió el pánico. El personal de las guarderías, donde se originaron los contagios, estaba desbordado. Muchos les culpaban de la situación. Una aterradora y desoladora sombra cayó sobre nuestros hijos e hijas, convertidos en las principales víctimas de la oleada mortal. Aunque padres y madres, con sus criaturas agonizantes, llamaban a los hospitales suplicando que los trasladasen a unas urgencias que, por otro lado, estaban saturadas, solamente recibían el silencio y recomendaciones de permanecer en casa.
A los dos meses, la cifra de fallecidos era de varios miles. Al cabo de tres, alcanzamos las cinco mil muertes. Pereció el 20% de los matriculados en guarderías de la Comunidad de Madrid y no tardaron en filtrarse órdenes y protocolos firmados por el Consejero de Sanidad de la Comunidad en los que se indicaba que no se les debía trasladar a urgencias. Salvo excepciones: aquellos padres que tuvieran seguros privados de salud cuyas pólizas cubrieran a todos los miembros de la familia.
Ahora me gustaría que cambie niños y niñas por ancianos y ancianas, que imagine cómo reaccionarían sus padres, todo un país, ante la muerte por dejación planificada, omisión del deber de socorro y desidia, cómo nos levantaríamos al día siguiente, cómo de tocada y herida de muerte quedaría la «calidad» del mismo sistema y la «altura moral» de las autoridades, cómo se lo contaríamos a quienes nos sucedieran, cómo les diríamos que una vez hubo un país, el nuestro, que dejó morir a sus propios hijos e hijas, el daño tanto físico como psicológico que nos produciría como pueblo y comunidad que algo así sucediera. Y aquí viene lo peor: ya ha pasado.
«Claro que no se puede matar a los infantes, es un pecado inconcebible, un horror bíblico, y aún resuena eso de “¿Quién puede matar a un niño?”, pero sí a nuestros mayores, administrarles una muerte lenta y jamás dulce»
Os confieso una cosa: hace meses que tengo un cadáver en la boca. O un sapo. No encuentro las palabras adecuadas para expresar este horror. Ahora toca contarlo en diferido. Hace tiempo que perdimos la batalla de la decencia: cuando privatizamos la dignidad humana y cubrimos con un manto de desmemoria y mentira lo que ha sido y es el mayor escándalo de la (dejadme que diga esa palabra que se me atraganta) democracia. Ha sido y es –porque el tiempo es aún el presente y este horror todavía no tiene responsables y condenas– una política en la que nuestros mayores son retales prescindibles, una cantinela que recuerda mucho a la peor de las distopías pero que cuando acontece, como sucede siempre entre la ficción y la realidad, tiene el olor de la carne podrida. Este país no puede mirar hacia adelante sin purgarse a sí mismo, pues de lo contrario se institucionalizará la barbarie y lo que veremos será a caminantes blancos, gente hundida en el fango, política de feria. Porque esto tiene un nombre. ¿Sabéis cuál es? Eugenesia. Claro que no se puede matar a los infantes, es un pecado inconcebible, un horror bíblico, y aún resuena eso de «¿Quién puede matar a un niño?», pero sí a nuestros mayores, administrarles una muerte lenta y jamás dulce.
«No recogimos a nuestros caídos. Aún siguen ahí»
Sucedió aquí mismo, mientras no había día en que no se hablase de que vivíamos una «guerra» y de que, por supuesto, éramos un «gran país». Pues bien, esa carnicería se cebó con ellos, sus principales víctimas, por cortesía de un capitalismo salvaje vendido como liberalismo y libertarismo de última hora. Otra mentira más. No recogimos a nuestros caídos. Aún siguen ahí. No yacen en una playa, tampoco en lo que quedó tras ningún heroico desembarco. No, qué va, murieron en la soledad y el anonimato en una obsolescencia terroríficamente planeada y tolerada. Casi nadie lloró por ellos. Es más: algunos hasta brindaron porque la privatización y la eugenesia serían un gran… negocio.
«Los telediarios hace tiempo que ya no comienzan con la noticia del “escándalo de las residencias de ancianos”. Llegó el verano»
Carmen, la octogenaria con la que suelo cruzarme cuando voy al mercado de mi barrio, vive sola porque los suyos ya no están. Empuja cansada su carrito de la compra. Suda, como todos y todas, más aún con la mascarilla puesta. Hace unas semanas la ayudé con la compra. «A mí ya no me importa nada. Estoy vieja», me decía en el trayecto hasta su casa, al tiempo que me confiaba que la pandemia se llevó por delante a su última amiga. «Somos un estorbo», añade.
Una sociedad que ha hecho y permitido esto, está condenada a una enfermedad perpetua. Traerá tormentas, ha sembrado una maldad que nos pasará factura y donde «no se habla del síndrome postraumático que van a sufrir los ancianos tras este confinamiento porque se da por descontado que vivirán poco tiempo para sufrirlo». En lugar de cuidar, proteger y mimar a nuestros mayores, como haría cualquier sociedad o persona decente, los dejamos morir. Fueron miles, no lo olvidéis, no lo olvidemos. Miles. Con nombres propios. Ellos y ellas, que son el puente entre el pasado y el presente, el eslabón que nos ayuda a comprender lo que somos. Ellos y ellas, que nos cuidaron en la posguerra, esa señora con las piernas hinchadas que subía renqueante las escaleras con un cántaro de leche, pan y huevos para su nieto que, en aquellos años, nadaba en el pozo del paro y la marginación. Ellos y ellas, que con sus brazos, espaldas y bocas soportaron lo indecible para que nosotros hoy podamos decir lo que nos dé la gana y no nos maten a balazos; ellos y ellas, no lo olvidemos, quienes tejieron nuestra red, una red llena de amor y cuidados, para evitar que cayéramos cuando hace pocos años sufrimos la enésima crisis.
La náusea hoy es esta España que mira al sol, esa de la desescalada y el subidón, la de las endorfinas, las playas y las terrazas hasta arriba. El gran solárium del turismo internacional. Los telediarios hace tiempo que ya no comienzan con la noticia del «escándalo de las residencias de ancianos». Llegó el verano. Las vacaciones, los hoteles, las compañías aéreas. «Queremos recuperar la vida», dice uno. «Nos controlan. Las mascarillas las carga el diablo. Son una muerte lenta. ¡Libertad!», exclama otro y otro y otro más en una pequeña turba que protesta sin mascarillas, mientras a su lado pasa uno de estos octogenarios supervivientes, que los mira, sacude la cabeza, y pasa de largo. Si a nuestro alrededor hubiéramos visto partir a tantos y tantos amigos jóvenes en lugar de ancianos, qué distinto sería todo.
Carmen, una vez más, enfila la calle que la lleva al mercado. A su lado, lo que contempla es tierra quemada. Ella sí puede decir que esto ha sido y es lo más parecido a una guerra. Se siente que sobra y no es para menos: vive en un país que promociona la cultura de los jóvenes, la vitalidad anfetamínica, los gimnasios y la vida veloz, el eterno selfie, los cuerpos al sol, los brindis en mitad de la bulliciosa noche.
Como canta el grupo Sudor: «El futuro es de los viejos». Ojalá.
Érase una vez el país que dejó morir a sus hijos.