El español que visitó el infierno y regresó para contarlo
/En 1925 un periodista español visitó el célebre y legendario Cabaret de la Muerte de París, una de las joyas del antiguo Montmartre. Lo que presenció fue esto: asombro y horror.
La decoración de la sala principal guardaba perfecta consonancia con la idea que pretendía representara aquel sitio, que lo mismo podía ser de recreo que de meditación. Docena y media de personas —en su mayoría hombres— discurrían, o bien en pie, alrededor de unos cuantos féretros, o bien sentados ante ellos. Y era sobre esos aparatos que sirven de lecho postrero al que abandona la vida, en donde dos tres garçons tenne decroqué morls colocaban, en forma de licores espirituosos la enfermedad que de ellos solicitaba el cliente.
Cuando mi vista se hubo acostumbrado a la opacidad de las quince o veinte luces que despedían otras tantas bujías artísticamente colocadas en una araña, hecha con cráneos, fémures, tibias, cartílagos y maxilares humanos, pude admirar la magnificencia de los panneaux y de los cuadros que adornaban los paredes, pequeñas obras de arte ejecutadas por los más hábiles artistas de la gran villa, para aquel «cabaret». Todos esos cuadros representaban escenas de la vida real y particularmente, aquellas tres de las cuales está la muerte en acecho. En uno se veían los horrores de la guerra; la lucha de dos ejércitos enemigos; el combate cuerpo a cuerpo, encaminado y cruel; en otro podía admirarse al poeta que desprecia, al descender por la pendiente de la vida los halagos de Caliope y de Polymene, para entregarse en brazos de la musa verde del beodo. En otros —para abreviar—podían contemplarse la glotonería y la lascivia, la vanidad y la soberbia, incontestables gusaneras humanas.
El público en el interior del Cabaret de la Muerte
Y en tanto que Henry y Lulú, Henriette y yo atosigábamos nuestras visceras con sendos boles de un brevaje llamado atrabilis por los croquemorls, pero muy semejante a la cerveza, estos empinándose hasta el pulpito de una filosofía de setenta y cinco céntimos por cabeza, nos explicaban el proceso de la carne, desde que el cuerpo humano penetra en los dominios de la nada. Después vendríais parte práctica de la sesión, o lo que es lo mismo, los cuadros que estaban en las paredes nos enseñarían lo que resta del hombre después que de él se ha desprendido el alma.
Al fúnebre tañido de una campana, despojo, quizás, del cementerio de alguna aldea, las luces se apagaron y las figuras de los cuadros comenzaron a moverse para ir desapareciendo las vivas en tanto que en las muertas se notaban todos los síntomas de la descomposición. Y era de ver, cómo las cabezas, semierguidas, poco ha, iban progresivamente perdiendo el cabello y el cuero cabelludo, hasta dejar el cráneo al descubierto; como de los ojos, antes animados por el coraje y la ira, manaba ahora un líquido parduzco y gelatinoso, después de cuyo derrame solo quedaban visibles, alveolos completamente descarnados y como los labios, las narices y las mejillas desaparecían por instantes, cual si una mirada de seres invisibles estuviera ocupada en la tarea de descarnar los huesos.
¿A qué continuar? ¿Para decir que de los vientres y de los estómagos, convertidos en inmensas pulpas, salían y entraban como en domicilio propio, los infinitamente pequeños? ¿Para narrar que después del proceso de la gusanamentación venía el de la osamentación, hasta que inmensas ráfagas de viento barrían las cenizas y dejaban raso y yermo el antes tan animado campo de batalla?
Para que la ilusión hubiera sido más completa, no faltaba más sino que de esa carne que veíamos descomponerse por pedazos, se desprendieran las emanaciones pútridas de todo cadáver, y que los ataúdes en que descansaban nuestros vasos comenzaran a crujir y a denunciar la explosión de gases que seguramente se habrían producido de haber en ellos cuerpos sin alma y vida.
Tras de esa escena nueva, original, artística, pero que no todos los espíritus, por viriles que fueran, podrían contemplar, sin sentir bañado el corazón de angustia y la frente de sudor, sucedió la de la muerte y descomposición del poeta de la «musa verde». Primero le vimos agitarse, presa de horribles convulsiones, para caer después en un periodo de imbecilidad, durante el cual, al ir a encender su tosca pipa, empieza a arder cual si fuera una esponja empapada en alcohol.
Con el proceso de esta combustión espontánea, admirablemente presentado, volvieron los cuadros a su estado normal y las bujías a iluminar con su amarillenta luz la sala de los ataúdes. Pero la sesión no había terminado, pues el jefe de los croque-morts, dirigiéndose a la concurrencia, la exhortaba a descender hasta las criptas del cabaret para apreciar de visu la muerte, descomposición y pulverización de cualquiera de los presentes que quisiera prestarse a la experiencia.
Aquello era demasiado fuerte, y como necesitábamos renovar el aire de nuestros pulmones, abandonamos, de común acuerdo, el cabaret, para instalarnos cómodamente en la terraza de uno de los cafés más concurridos del boulevard Rochechouart.
Dr. Moorne.