El hombre que vendía «máquinas infernales»
/Charles Holgate, en medio del auge de los atentados anarquistas, montó una próspera empresa de venta por correo de toda clase de terroríficas bombas, como la mortífera «Little Exterminator»
«Estaba dentro del poder de la dinamita destruir el capitalismo, como había estado dentro del de la pólvora y el rifle limpiar el feudalismo de la Tierra». Así anunciaba en pleno siglo XIX el encuadernador alemán Johann Most, conocido como el «apóstol de la Dinamita», lo que sería a partir de entonces la particular lucha contra el poder que estaba germinando en las principales capitales europeas. La dinamita, los explosivos y las máquinas infernales estaban dando paso a una mística particular de cuyo poder y efecto iban a tener cumplida muestra. Solo era cuestión de tiempo.
El 12 de mayo de 1880, el cónsul general de España en Nueva York, abría un paquete que había llegado por correo. No ponía remitente, pero la perfecta caligrafía con la que se había escrito la dirección le hizo confiar en que no corría peligro. Error: apenas había rasgado la envoltura, sonó una tremenda explosión y ascendió hacia el techo un gran fogonazo seguido de una espesa nube de humo. Después, saltaron de la caja varias granadas igualmente encendidas que explotaron provocando enormes llamaradas. Tres de ellas incendiaron la alfombra, y las demás convirtieron la mesa del cónsul en una nube de astillas que se dispararon con fuerza por todos los ángulos de la estancia.
Un par de años después, el 19 de julio de 1882 un religioso denunció ante el gobernador de Granada que, atravesando un paraje público, había escuchado cómo dos individuos hablaban de enviar por correo una máquina infernal al presidente del Consejo de Ministros. Como ya habían sido varias las veces que habían intentado atentar contra el presidente de esa manera, el gobernador no se lo pensó dos veces y mandó averiguar qué había de cierto en aquella historia. Pronto tuvo noticia de que ese mismo día había salido para Madrid un paquete que perfectamente podía ser el de la máquina infernal: tenía la forma de un libro en 8° y estaba envuelto en un sobre con sus correspondientes sellos de franqueo, perfectamente lacrado. En él se leía:
«Libro en rústica. Excmo. Sr. D. Práxedes Mateo Sagasta, presidente del Consejo de ministros. Madrid»
Interceptado el paquete en Madrid el día 21, se decidió enviarlo a la Escuela de Minas. Pero esta declinó el encargo, diciendo que no tenía laboratorio a propósito para realizar el trabajo de desactivación, por lo que se terminó por encomendar tan gratificante misión a un tal Gabriel de la Puerta, profesor de química de la Escuela de Farmacia, para que averiguara qué materias contenía el paquete.
La misión no era del gusto de nadie, claro está, pues por aquella segunda mitad del siglo XIX todo el mundo estaba perfectamente familiarizado con los estragos que estaban provocando estos artefactos. En el caso británico, los años que corrieron entre 1880 y 1885, conocidos como los de la Fenian Bombing Campaign, fueron especialmente duros, con una intensa actividad en la capital británica por parte de los rebeldes irlandeses. Durante ese periodo las acciones con explosivos de todo tipo se multiplicaron tanto en la capital como en las principales ciudades de Gran Bretaña, culminando el 24 de enero de 1885 con acciones simultáneas en la Torre de Londres, la Abadía de Westminster y la Cámara de los Comunes. Desde entonces aquel día es recordado como el «Dynamite Saturday».
Situaciones semejantes se estaban dando en Francia, Italia, Rusia y aparentemente en menor medida en España, donde empezarían a tomar más fuerza e incluso ventaja a partir de la década siguiente de 1890.
«La industria de Holgate levantó tanto polvo en aquel entonces que incluso la conocida teosofista H. P. Blavatsky dedicó indignada un artículo al uso que hacía aquel hombre de los avances en el campo de la química, tan contrarios a los valores que ella difundía»
Todas estas acciones requerían de un importante abastecimiento de explosivos. Y eso suponía una necesidad de dinero que empezó a ser cubierta, tanto en el caso de los fenianos —independentistas irlandeses—, como en el de muchos de los movimientos anarquistas europeos, gracias a las donaciones que comenzaron a recibir por parte de exiliados e inmigrantes que se habían instalado en los Estados Unidos.
Así, aunque hasta entonces la mayor parte de las máquinas infernales y explosivos en general habían sido de fabricación artesanal, la intensificación de la lucha y el aumento de sus recursos hicieron que más de un avispado viera en ello la posibilidad de hacer un buen negocio. Fue de este modo que, tal y como se denunciaba en la prensa de aquel entonces, un tal Georges Holgate comenzó a exportar desde su factoría de Filadelfia todo tipo de explosivos y artefactos, llegando a tener una nutrida clientela en Inglaterra, Rusia, Italia, Alemania, Austria, México, Haití y el Perú. Fue tal el volumen de ventas que alcanzó, que desde las páginas de la Bibliothèque universelle et Revue suisse, La Ilustración de Barcelona, el Glasgow Mail, y muchos de los más importantes rotativos europeos se intentó hacer presión para que el gobierno de los Estados Unidos desautorizara dichos negocios.
La industria de Holgate levantó tanto polvo en aquél entonces que incluso la conocida teosofista H. P. Blavatsky dedicó indignada un artículo al uso que hacía aquel hombre de los avances en el campo de la química, tan contrarios a los valores que ella difundía. En el mismo artículo, recogido en su The Collected Writings, hace un repaso a la variada oferta de máquinas infernales que Holgate ofrecía a su clientela:
«La máquina infernal modelo “Little Exterminator” tiene una apariencia inocente y la forma de una jarra modesta. No contiene ni dinamita ni polvo, sino una fórmula secreta que hace emanar un gas mortal»
La máquina infernal modelo «Ticker», por ejemplo, tenía el aspecto de una barra de plomo. Era de poco más de 30 centímetros de largo y 11 de espesor. En su interior contenía un tipo de pólvora inventado por Holgate con un poder explosivo doscientas veces superior al de la pólvora común. En uno de sus extremos se ocultaba un pequeño temporizador destinado a determinar el momento de la explosión, tiempo que podía fijarse entre un minuto y treinta y seis horas.
Para necesidades de más alto calado, Holgate ofrecía también el modelo «Eight Day Machine», que se considera la más potente y al mismo tiempo la más complicada. Requería estar familiarizado con su manejo, para no perder tiempo y ser descubierto durante su activación, como les ocurrió a los fenianos que pretendían volar el puente de Londres y fueron sorprendidos y muertos mientras preparaban el artefacto. El tamaño y la apariencia de esta máquina es muy variable según las necesidades de quienes la van a emplear: lo mismo se puede ocultar en una barra de pan, en una cesta de naranjas.... Según Blavatsky, una Comisión de Expertos declaró que su poder explosivo era tal que podía reducir en un instante el edificio más grande del mundo a migajas.
La máquina infernal modelo «Little Exterminator» tiene una apariencia inocente y la forma de una jarra modesta. No contiene ni dinamita ni polvo, sino una fórmula secreta que hace emanar un gas mortal. En un cuarto cerrado este artefacto letal ahoga casi instantáneamente a todo ser viviente que se encuentre en él.
Además de todo lo dicho, Holgate ofrecía productos más clásicos, como las «Bottle Machines», botellas llenas de pólvora, dinamita, nitroglicerina, etc…, las falsas tabaqueras con pequeños explosivos, o los relojes con pistolas en miniatura que se disparan a una hora determinada…