Estúpidos mortales: Enrique Gómez Carrillo en el «infierno»
/El bohemio guatemalteco Gómez Carrillo, durante una de sus visitas al París más tenebroso, visitó los cabarets más sórdidos y noir de la capital (los cabarets de La Nada, del Infierno y el del Fin del Mundo) publicando esta crónica en El Liberal en enero de 1900. Vinculado a la bohemia negra española, mantuvo contactos con casi todo el mundo con nombre y renombre en el ambiente decadente y literario, aumentando su fama tras casarse con Raquel Meller y, supuestamente, mantener un idilio (que él negó tajantemente y hasta lo rebatió en varios libros) con la espía y bailarina Mata Hari, a quien conoció durante sus estancias en nuestro país. Hubo quien incluso sostuvo que fue él quien la denunció a las autoridades. En París, durante la época en que hizo esta y otras crónicas, ostentaba el cargo de cónsul de Guatemala en Francia
En crónicas anteriores os he hablado de los grandes teatros y de los conciertos principales. Hoy quiero haceros ver la rapidez de un cinematógrafo, tres o cuatro establecimientos extraños que son al mismo tiempo tabernas, museos y salas de espectáculo. El más antiguo es el «Neant» («La Nada»), cueva obscura, sitio de duelo, cuyas linternas verdes, brillando sobre negras colgaduras, convierten un extremo sonriente de Montmartre en eterna casa mortuoria.
«La ilusión es completa, y es horrible. Huyamos»
Entrad. Los camareros, vestidos de enterradores, os recibirán con ademanes compungidos y os servirán en mesas que figuran catafalcos vasos de cerveza espesa y cárdena. Entrad más adentro aún; pasad, levantando cortinas de crespón, a la estancia del fondo, en la cual está el espectáculo. ¡Y qué espectáculo! Una chica rubia se envuelve en un sudario y va a colocarse entre las cuatro tablas de un ataúd. Los reflejos de una linterna eléctrica cubren su rostro de cabrilleos lívidos, y poco a poco la descomponen, la pudren, la hacen convertirse en descarnado esqueleto. La ilusión es completa, y es horrible. Huyamos.
Allá enfrente, del otro lado del boulevard, una fachada monumental nos atrae con sus luces encarnadas. Es el «Cabaret del Infierno». Las mesas aquí son de cristal, y, a través de sus cubiertas, se ven llamas pobladas de salamandras. Una orquesta de violinistas vestidos de Mefistófeles, con largos cuernos de oro y verdes colas móviles, ejecuta valses diabólicos. En una caldera llena de brasas, dos o tres mujeres cantan.
«Mortal que acabas de entrar, dime, ¿qué quieres tomar?»
Bajo las sillas se ven leños encendidos. Los mozos que os sirven tienen rostros demoníacos, y con sus trajes muy ajustados, sus cejas inmensas y sus picarescas perillas, producen una impresión grotesca. Todo brilla en la sala: las chispas rojas prendiéndose en los adornos metálicos, constelando los cristales del techo, cubriendo la superficie de los líquidos; las chispas rojas que vuelan, que flotan en el espacio, que os buscan y os persiguen, completan el aspecto frívolo de diabolismo. En un estrado, hombres y mujeres vestidos de genios del mal, luchan a golpes de tridentes. Junto al «Infierno», está el «Cielo». El «Cielo» es claro, es lujoso, es alegre. La fachada, blanca y celeste, atrae como un abanico del siglo XVIII con sus ángeles rococó y sus blancas magdalenas de yeso, que imploran abriendo los brazos a los transeúntes. La sala es amplia. En un pulpito, un patriarca de luengas barbas fluviales da a los parroquianos dulces consejos en términos irónicos, mientras en el fondo una mujer de formas divinas representa la tentación vencida por la santidad. En otra sala, situada en el primer piso, hay un teatro oscuro, en el cual todos pueden ser actores: «¡Que suba la más pura!», grita un apóstol. Y nunca falta una chiquilla ágil que sube, que se deja poner alas de plata y que, bañada por ondas de luz eléctrica, hace gestos de extrañeza.
El «Fin del Mundo» fue fundado hace pocos meses cuando el sabio Falb nos anunció el Juicio final. Es lugar híbrido que participa de los caracteres del «Cielo», del «Infierno» y del «Neant». Los camareros tienen cabelleras inconmensurables, y no dirigen la palabra al público sino en verso: «Mortal que acabas de entrar, dime, ¿qué quieres tomar?». Un gran cuadro presenta al astrónomo alemán, contemplando espantado el vuelo ígneo de los cometas. En las paredes mil objetos grotescos tienen etiquetas pomposas: «El sombrero de copa de Nerón... El paraguas de Cleopatra…, las muletas de Carlos V...». Todo eso es muy tonto, no hay duda. Pero es de una tontería alegre, sonriente, casi infantil.