Enrique Metinides, el Weegee mexicano

Enrique Metinides fue uno de los fotógrafos más importantes de la crónica roja mexicana, gracias a unas imágenes que se alejaban de lo truculento y acercaban el fotoperiodismo a la fotografía de autor.

Durante los años 30 y 40, Weegee, pseudónimo de Arthur H. Fellig, se convirtió en uno de los fotógrafos de sucesos más importantes de Estados Unidos. Gracias a un permiso que le autorizaba a tener una emisora de onda corta en su automóvil, Weegee sintonizaba la frecuencia de la policía y se enteraba de primera mano de los accidentes, incendios y asesinatos que se cometían en la ciudad.

Además de llegar antes que nadie al lugar del suceso —en ocasiones antes que la propia policía—, el fotógrafo era capaz de revelar sus imágenes en un cuarto oscuro que tenía habilitado en el maletero de su automóvil y entregar las fotografías a los medios pocos minutos después.

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La historia de Weegee resultaba tan asombrosa y romántica que hasta Hollywood se decidió a contarla en El ojo público, película de Howard Franklin rodada en 1992 y en la que Joe Pesci interpretaba el papel del fotógrafo. Sin embargo, si la industria de Hollywood no fuera tan reacia a abordar temas de otras culturas que no sean la anglosajona, hubieran encontrado una historia tan buena como la de Weegee en la vida de Enrique Metinides.

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Como sucedió con el ucraniano naturalizado estadounidense, este fotógrafo mexicano ha dedicado su vida a fotografiar accidentes, catástrofes y asesinatos para algunas de las más importantes cabeceras de sucesos de su país. Una actividad que comenzó por casualidad cuando Metinides, que tenía once años, conoció a Antonio Velázquez, veterano fotógrafo del diario La Prensa. El niño y el periodista coincidieron en el lugar donde se había producido un accidente. Cuando Velázquez vio la soltura del muchacho con la cámara en un escenario tan complicado como ese, le dijo que, una vez reveladas, le llevase las fotos al diario. Cuando las vio, le acogió como asistente sin sueldo. Pocos meses después, con tan solo doce años, Metinides publicó su primera portada.

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El primer cadáver

Todo había comenzado unos años antes. Al cumplir los nueve años, el padre de Enrique Metinides cerró su tienda de fotografía para abrir un restaurante y le regaló al niño una cámara de fotos con varios rollos de película virgen. Aficionado a las películas de acción y gangsters, el muchacho comenzó a fotografiar escenas de catástrofes y coches accidentados como los que aparecían en esos filmes.

Era cuestión de tiempo que Enrique acabase fotografiado un cadáver. Fue en el patio de una comisaría a la que tenía acceso porque algunos de los policías acostumbraban a almorzar en el restaurante de su padre. Allí encontró el cuerpo de una persona que había sido abandonada inconsciente en las vías del tren y que, para entonces, tenía la cabeza separada del resto del cuerpo. Sin impresionarse por la escena, el niño sacó la foto y la incluyó en su colección.

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A partir de entonces, fueron cientos los cadáveres que fotografiaría Metinides que, a pesar de todo, siempre mantuvo una actitud respetuosa para los muertos y los lectores. A diferencia de otros fotógrafos de crónica roja, él evitaba los primeros planos de los cuerpos. Prefería fotografiar la escena para así recoger las reacciones de los espectadores y los detalles del suceso.

Como explicaba el propio Metinides al periodista Jan Martínez Ahrens de El País, «Yo trataba de tomar fotografías que lo contuvieran todo. Seguía queriendo hacer una película, como cuando era niño. Intentaba que se viese al asesino, a la víctima, a la policía, al público…». Fiel a esta máxima, solo en contadas ocasiones como en su foto Adela Legarreta Rivas atropellada por un Datsun los cadáveres se mostraban explícitamente pero, incluso en ese ejemplo, la imagen recogía la complejidad y teatralidad de toda la escena.

Adela Legarreta Rivas atropellada por un Datsun.

Adela Legarreta Rivas atropellada por un Datsun.

Si bien Metinides evitaba las imágenes truculentas y excesivamente explícitas, los avances técnicos en el campo de la fotografía y la impresión en color hicieron que sus fotos resultasen más impactantes de lo normal por la fidelidad en la reproducción de la sangre. «En 1973, cuando decidieron cambiar a color el diario, me mandó llamar el director y me dijo: “Enrique, como tú eres el encargado de todo esto de la nota policiaca, no queremos una sola foto de cadáveres, heridos y sangre porque el diario ya es a color. ¡A ver cómo le haces! Si ves heridos que tengan sangre, no tomes nada” —recordaba Metinides en la edición Mexicana de Newsweek—. Entonces empecé a conseguir fotos de los muertos en vida. Retrataba las armas, los peritos, lo que rodeaba a los siniestros. Cuando se tenía que publicar un cadáver, ponía la cámara en el suelo, y al tomar la foto, se perdía la sangre».

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En una ocasión, tuvo que fotografiar un suceso en el que tres mujeres habían sido asesinadas por unos ladrones. Aunque tomó imágenes de los cuerpos, sabía que no iban a poder publicarse, por lo que también fotografió detalles de la casa e incluso un loro que tenían las víctimas. El director de la publicación eligió la foto del loro, la publicó en portada y tituló «El testigo del crimen».

Esa nueva forma de documentar los sucesos tuvo también un efecto inesperado: facilitar el esclarecimiento de algunos scrímenes, especialmente aquellos en los que no se sabía quiénes eran los muertos. En esos casos, Metinides fotografiaba sus ropas, sus objetos personales, como anillos, relojes o cadenas. Unas fotos que, una vez publicadas, permitían a familiares reconocer al muerto.

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Contactos en el cielo y en el infierno

Para poder realizar todo ese trabajo, Metinides, como Weegee, tenía buenos contactos con la policía. Amigo personal de Arturo el Negro Durazo —jefe del Departamento de Policía y Tránsito de Ciudad de México posteriormente juzgado por corrupción, contrabando y abuso de poder—, también disponía de una emisora de radio con la que podía sintonizar la frecuencia de la policía. Además, el fotógrafo colaboraba con la Cruz Roja, lo que le permitía viajar en las ambulancias acompañando al equipo médico que se dirigía a asistir a los heridos.

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Sin embargo, esa necesidad por estar en primera línea para conseguir la mejor foto, no le salió gratis. En más de una ocasión, el fotógrafo sufrió accidentes por volcar la ambulancia en la que iba, caer en un barranco o ser golpeado por una viga en mitad de un incendio. En total, diecinueve accidentes de gravedad, varias costillas facturadas, atropellos, un infarto y malos tratos por parte del ejército que, especialmente en 1968, con las revueltas juveniles era muy violento con los periodistas. Todo ello, sin contar las pesadillas que sufría por las noches a consecuencia de lo que había visto a lo largo de la jornada.

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En 1996, La Prensa, el diario en el que había trabajado desde niño, decidió despedirlo sin más explicaciones. Metinides decidió aprovechar la situación para retirarse del fotoperiodismo y explorar una nueva vía profesional: la del arte. De este modo, las fotos de Metinides comenzaron a ser apreciadas por coleccionistas y comisarios de arte que las editaron en libro y las expusieron fuera de México.

Desde que se retiró, Metinides no ha vuelto a la fotografía. Si bien reconoce que le apasionaba su profesión, también ha declarado que, en México, ser fotoperiodista era sufrir el desprecio de muchos compañeros y la explotación de los directores. «Si nos ponemos a ver películas viejas donde sale un fotógrafo y un reportero, el fotógrafo es como el bufón, el mal vestido y el reportero es el elegante», comentaba a la revista Vice. «Es muy difícil trabajar en periódico, sufrí mucho, inclusive para trabajar me accidentaba mucho. Se volaba el vehículo en donde yo iba, un edificio se caía y me quedaba atrapado horas, me perdí en el Popocatépetl, me la pasaba sin comer… Entonces es muy difícil tener una vida normal, no duermes, durante años me hicieron trabajar doble turno, luego trabajaba un día de descanso al mes, casi las 24 horas trabajando. Y yo lo he declarado si yo volviera a nacer no volvería a ser fotógrafo. Para nada».

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