¡Españoles en la luna!
/¿Qué hubiera sido de los tripulantes del Apolo XI de no haber pisado antes la luna un sevillano del siglo XVII? ¿Puede un sello de correos contener las claves de la decisiva participación española en la carrera espacial a finales de los años sesenta? ¡Descubre el papel que desempeñó el Quijote en la conquista del espacio!
El sello conmemorativo del XVII Congreso Internacional de la Federación Astronáutica Internacional, emitido por la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre en octubre de 1966, muestra a Don Quijote y Sancho surcando los cielos a lomos de Clavileño el Alígero, el caballo de madera, lleno de cohetes tronadores, que los duques de Aragón ordenaron construir para reírse a costa de la locura del uno y la simplicidad del otro. Si nos remitimos a la fuente original, en lugar de alzar el vuelo, ambos acabaron en el suelo y con las barbas chamuscadas para regocijo de sus burladores, por lo que no deja de sorprendernos que el episodio cervantino sirviera de emblema para las pretensiones franquistas de formar parte de la carrera espacial «con tales muestras de maravilla y espanto, que casi se podían dar a entender haberles acontecido de veras lo que tan bien sabían fingir de burlas».
Pero si hemos de ceñirnos a la nota de prensa, fue la Providencia (y no el Estado Mayor) quien obró para que el evento se celebrara «durante la semana de la españolísima Fiesta de la Raza y de la Virgen del Pilar», coincidiendo con la conmemoración de la Conquista de América y proclamando «una vez más que el espíritu hispano de saber y de conquista, no ha desaparecido ni está dormido, al contrario, vive espiritualmente, y vibra al unísono de aquellos que llevan hoy la bandera material de la conquista del Espacio; americanos y rusos, sin que cuenten para ello los matices ideológicos o políticos». Cualquiera lo diría, a tenor del discurso pronunciado por el ministro del Aire, el teniente general don José Lacalle, que presidió el acto en nombre de Su Excelencia el Jefe del Estado: «Creo que es justo recordar en ésta ocasión que hombres de España, en un momento de su devenir histórico, encarnaron brillantemente este impulso hacia el más allá, hacia el Plus Ultra, y lograron romper las fronteras oceánicas de los viejos continentes, dentro de las cuales habían nacido y evolucionado las grandes civilizaciones y las más avanzadas culturas hacia finales del siglo XV. Este nuevo Plus Ultra de ahora, proyectado hacia el cosmos (…) no tiene fin; es. ilimitado, tanto en su objetivo, el espacio, como en su ejecución, el tiempo».
Aunque algunos medios se tomaran a chufla la Conquista del Espacio, a nadie se le escapaba que la cruzada anticomunista de Franco estaba detrás de la firma del histórico acuerdo con Eisenhower para implantar el Programa Mercury en territorio español. A las instalaciones «con fines científicos no militares» de Maspalomas y Robledo de Chavela se sumó la Estación Apolo de Madrid de la NASA, situada a unos cincuenta kilómetros del centro de la capital, entre los caminos y matorrales del silencioso pueblo de Fresnedillas de la Oliva. «Houston, aquí base de la Tranquilidad. El Águila ha alunizado», reza la placa con la que el pueblo da la bienvenida al adentrarte en sus calles, en recuerdo de las primeras palabras pronunciadas por Neil Armstrong nada más pisar la superficie lunar y que fueron recibidas la noche del 20 de julio de 1969 por la enorme antena de seguimiento instalada a tal efecto por los norteamericanos. «Todos ustedes y nosotros, perseguimos un mismo fin: la conquista humana del Espacio, y hemos de ayudarnos porque todos somos hijo de un mismo Padre», declaró el coronel José Aparicio de Santiago, director del Centro de Investigaciones de Medicina Aeronáutica de Madrid, reivindicando parte del mérito en la gesta del Apolo XI.
«Hombres de España que, en un momento de su devenir histórico, encarnaron brillantemente este impulso hacia el más allá, hacia el Plus Ultra»
Se trataba pues de codearse con las grandes potencias y celebrar los logros ajenos como propios, con la esperanza de repetir el éxito del “Congreso de Sputnik” de 1957, inaugurado en Barcelona apenas dos días después de que los soviéticos dejaran boquiabierto a medio mundo al poner en órbita el primer satélite artificial de la historia. Para ello se engalanaron los salones de la Casa Sindical de Madrid y que actualmente alberga al Ministerio de Sanidad, enfrente del Museo del Prado, y se obsequió a los asistentes con una edición facsímil de las aventuras del sevillano Domingo González, el primer hombre que pisó la luna en el siglo XVII, mal que le pese a los franceses quienes señalan como pionero a Cyrano de Bergerac y su Viaje en la luna (1656).
Si para los organizadores del evento el Ingenioso Hidalgo y su fiel escudero precedieron en siglo y medio a Yuri Gagarin, lo cierto es que antes deberíamos remontarnos al siglo II, cuando el griego Luciano de Samosata propuso en Historia verdadera un viaje al mundo de los selenitas, quienes, entre otras maravillas, hilan los metales y el vidrio o se quitan y se ponen los ojos. O buscar paralelismos entre González y Astolfo, uno de los personajes del Orlando furioso (1516) de Ludovico Ariosto, fruto de una época en la que los viajes lunares dejarán poco a poco de ser símbolo de un imposible, para convertirse en posibilidad científica.
«Un día veréis a los hombres volar por sus propios medios, sin alas», profetizó Domingo González.
Publicado originalmente en 1638, El hombre en la luna conoció varias ediciones y fue traducido al francés por Jean Baudoin diez años más tarde. Pese a venir firmada póstumamente por un obispo de la localidad galesa de Llandaff, amante de las matemáticas, la física y la astronomía, llamado Francis Goldwin, es el propio protagonista, Domingo Gonsales (sic) quien relata sus hazañas en primera persona. En el transcurso de sus viajes, atrapa y adiestra a una bandada de gansos salvajes que, según era creencia en la época, acostumbraban a emigrar a la Luna con la llegada del invierno. De ese modo, sirviéndose de un primitivo sistema de cordones y poleas sujetas a cada ave, Domingo consigue repartir su peso y emprender rumbo a la estratosfera acomodado en un dispositivo a modo de columpio: «A medida que me alejaba, el globo de la Tierra se empequeñecía, y al contrario, el de la Luna crecía a cada instante. La Tierra que tenía siempre a mi vista, me parecía cubierta de nubes y con una luminosidad apagada como la que tiene la Luna, y como en ésta son notables ciertas manchas oscuras, del mismo modo se ven en la Tierra; pero en vez de permanecer siempre fijas las formas de las manchas, como sucede en nuestro satélite, al contrario, cambian constantemente. La razón de esto, me parece, se debe a que la tierra, según su movimiento natural, de acuerdo con Copérnico, gira alrededor de su pivote de Oeste a Este, en veinticuatro horas».
«Este nuevo Plus Ultra de ahora, proyectado hacia el cosmos (…) no tiene fin; es. ilimitado, tanto en su objetivo, el espacio, como en su ejecución, el tiempo»
Mientras Kepler profundizaba en los mecanismos del universo copernicano y se convertía en su más destacado defensor, Domingo pudo verlos con sus propios ojos y experimentarlos en sus propias carnes. Al dejar la Tierra, se sintió más liviano, recuperando su peso al alcanzar la Luna. El principio de gravitación aún tardaría en ser comprendido, analizado y establecido en sus principios fundamentales por Isaac Newton en sus Principia (1687). «Un día veréis a los hombres volar por sus propios medios, sin alas –profetizó Domingo a continuación– Y sucederá que usted, sin moverse y sin ayuda de nadie, podrá enviar mensajes a donde quiera, y tener la respuesta en un instante. En cualquier lugar que permanezca otra criatura amiga, sea en la soledad o en las ciudades más pobladas, le será fácil transmitir sus pensamientos, y hacer cantidad de cosas aún más admirables».
«Más de la mitad de los españoles se cree que yo he estado en la Luna –respondió Pedro Duque, hace un par de años en una entrevista– Las personas entienden que los exploradores llegan a sitios, no dan vueltas alrededor del planeta». Aventajando al primer astronauta español reconocido (y ex ministro de Ciencia e Innovación), Domingo hizo patria en el espacio exterior y entabló intercambios culturales y comerciales con los extraterrestres, no sin antes asegurarse de que eran devotos cristianos: «No había acabado la palabra Jesus de salir de mi boca cuando jóvenes y ancianos hincaron sus rodillas, lo que me satisfizo no poco, levantando sus manos en alto y repitiendo ciertas palabras que no comprendí». De lo que se desprende que el buen abad Goldwin se mostró muy cauteloso para evitar correr la misma suerte que Galileo o Giordano Bruno, asumiendo que los selenitas vivían lo suficientemente cerca de nosotros como para compartir la creencia en el poder redentor de Cristo.
Tan solo les preocupaba una cosa: «¡Que no la cague un español»
Haciendo gala de un alma científica moderna, el jesuita Lorenzo García y Panduro, concibió su Viaje estatico al mundo planetario (1793) como un tratado de astronomía «en que se observan los mecanismo del Cielo, y se indagan sus causas físicas». Casi se diría una imitación del Itinerarium extatium (1656) de Athanasius Kircher que «no se hará de un vuelo, sino por jornadas; parándonos en cada uno de los planetas, para observar atentamente en ellos su grandeza, su curso, sus habitadores, si los hubiere, y demás fenómenos dignos de nuestra curiosidad racional». Su visión del Sistema Solar como Plus Ultra va más allá de la pura especulación y nos advierte sobre la posibilidad de que Dios creara diferentes especies de seres racionales, nexos entre «las naturalezas angélica y humana», como mediadores del cosmos.
En cambio, a los responsables de la estación de seguimiento de vuelos tripulados de Fresnedillas parecía darles igual que la nave llegara o que alguien pisara la luna. Tan solo les preocupaba una cosa: «¡Que no la cague un español». Al año siguiente de triunfar la misión, se estrenó con gran éxito El astronauta (1970), una comedia producida por Pedro Masó y protagonizada por un reparto galáctico con Tony Leblanc, José Luis López Vázquez, José Luis Coll y José Sazatornil. En la película, un grupo de amigos presencian con asombro la retransmisión del alunizaje por televisión, hasta que uno de ellos afirma que con algo de dinero, el carburador de un Seat 600 y mucha dedicación ellos también pueden hacer lo mismo. Para aportar algo de realismo a la farsa, algunas secuencias se rodaron en las instalaciones españolas de la NASA. Incluso dicen que el famoso botijo que sale en la película era el mismo que solían utilizar los técnicos para sofocar el calor dentro de la estación.
En los instantes previos a la ignición, viajamos de nuevo al siglo XVII cuando, para ensayar su máquina allá en la isla de Santa Helena, Domingo González introdujo un cordero en el capazo que las aves elevaron al cielo. El alcance de su vuelo vaticinó el registrado por la historiadora Marjorie Hope Nicholson: en una de las primeras pruebas de los hermanos Montgolfier, en 1783, el globo se alzó con moderación delante del palacio de Versalles transportando en su cesta de mimbre a una oveja, un gallo y un pato. Una estampa que prefiguró los versos del chileno Teófilo Cid, compuestos en 1938, y que aún hoy parecen referirse al viaje sin retorno de la perra Laika en 1957: «Perdida en un hemisferio de cristal / En una curva sin dibujos / a la intemperie / Como una perra famosa / Lamida por el éter».