El esperpento nacional de Conde Corbal
/En el centenario de su nacimiento, celebramos la vida y obra del pintor pontevedrés que llevó a Goya al Callejón del Gato, luchó por democratizar el arte y tiñó de expresionismo la Guerra Civil española. Once de sus grabados forman parte de la exposición Esperpento. Arte popular y revolución estética del Museo Reina de Sofía (Madrid), que se podrá visitar hasta marzo de 2025.
«En Santiago de Compostela, donde los pasos resuenan como si fueran campanas, el pintor Conde Corbal, antiguo minero, expone sus cuadros en una tasca llamada Gaiola. Visita la exposición —la tasca— un joven estudiante de Medicina, José Manuel Gómez, y borracho de amor por el arte se enamora de uno de los dibujos colgados de la pared. El joven estudiante se arriesga a pedir precio: siete mil pesetas. No dispone de esa cantidad y le propone al pintor una transacción: puede ofrecerle un ataúd, pues un tío suyo se dedica a ese honorable y definitivo negocio. El artista reflexiona un instante y acepta. “La pintura —ironiza— no me da para vivir; pero, por lo menos hoy me ha dado para morir”». La anécdota referida por José María Gironella, autor de la trilogía de novelas sobre la Guerra Civil que vendió más de seis millones de ejemplares durante el franquismo, parece prestada de un relato de Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce o mejor aún, de Vicente Risco.
Corrían los años sesenta y tras relegar su vocación artística por empleos ingratos en yacimientos de wolframio, fábricas de cerámica y empresas químicas, nuestro protagonista, Xosé Conde Corbal, se mostraba más decidido que nunca a retomar su carrera como artista plástico. Por mediación de Ánxel Huete comenzó a colaborar con el periódico La Región ilustrando los textos de Risco, recopilados más tarde en un libro titulado O Ourense perdurable (1961) que derivó en una estrecha amistad con el escritor que bromeaba presentándose como «el pedicuro» de los dibujos de Conde Corbal. Introducido en el ambiente intelectual del cenáculo ourensano, participó en tertulias junto a otros insignes integrantes de la Xeración Nós, como Otero Pedrayo, Ferro Couselo, Cuevillas o Xocas, a quienes retrató con aires de muralista atlántico, no exento de cierto colosalismo panteísta.
Pero regresemos por un momento a aquella taberna compostelana y adoptemos el punto de vista de aquel aspirante a médico, seducido por el estilo de trazo nervioso y ágil, resolutivo y sintético que «representa la cara de una mujer rural con expresión terrorífica. Va toda vestida de negro». En su artículo, el escritor de Los cipreses creen en Dios lo atribuye a la idiosincrasia gallega de un pintor que «a juzgar por sus declaraciones, cree en las brujas». Hasta la fecha, sus obras en acuarela y gouache revelaban su pasión por de la etnografía y el folclore gallegos; fiestas, romerías, rincones, retratos, fauna y monumentos que fueron objeto de su mirada de claro corte expresionista, y que lucían mejor en el blanco y negro del papel prensa. Una tinta acrílica y luctuosa que hace que el dibujo parezca tallado en madera oscura, lo mismo que un féretro: «un seguro de muerte para buena parte de los pintores ibéricos». Para describir las estampas, Gironella echó mano de la siniestra escuela de Valdés Leal, Ribera, Solana y Goya, pero pasó por alto la impronta esperpéntica.
Llevaba años esforzándose por acercar su obra a quien menos podía permitírsela; exponiendo en bares, cofradías de marineros y mariscadoras, salas de arte y asociaciones vecinales.
Tuvo que llegar una turista americana para que los principios estéticos de Valle-Inclán cobraran presencia. Se llamaba Carol S. Maier y estaba de año sabático en Galicia documentándose para su tesis doctoral sobre La lámpara maravillosa. Fascinada por el paisaje la bohemia y el dandismo en la Pontevedra de los años veinte, y en la Compostela de principios de los treinta, Maier encontró en Conde Corbal al cicerone perfecto. No solo era un devoto lector del genio de Arousa, hasta el punto de haber memorizado pasajes completos de sus obras, sino que también poseía una visión distorsionada de la realidad. Gracias a él, Carol pudo ver con propios ojos los ritos mágicos como el baño de las nueve olas en la playa de la Lanzada, las procesiones de Santa Marta de Ribarteme, O Corpiño y los Milagros de Amil. Y visita a vista, verano tras verano, alcanzó a experimentar la estrecha relación que Valle Inclán percibía entre la literatura y las artes plásticas a través de la obra de su amigo Xosé.
Las estampas de A Lanzada y Nuestra Señora de los Milagros en Amil, por ejemplo, evocan sendas escenas de Flor de Santidad, al mismo tiempo que desacralizan sus referentes reales. En la primera de ellas, un grupo de mujeres se zambullen desnudas en pleno oleaje para cumplir con el ritual de fertilidad, mientras un lisiado las observa de reojo con gesto obsceno. En la otra, una procesión carga sobre sus hombros la imagen de la Virgen y el ataúd de un pecador vivo. La corona de la Virgen y su manto, cubierto de billetes prendidos con alfileres por los feligreses que aguardan a ser curados, contrastan con los ropajes negros, las arrugas y la tristeza de quienes son pobres de solemnidad. Para Maier, «no importa que los dos artistas tengan propósitos distintos al trabajar con la realidad gallega; la lección que aprende Conde Corbal de Valle es que las artes, aun la didáctica (o sea, para ser auténticamente didáctica), deben ser impacto y al mismo tiempo causar reflexión».
Sin embargo, las agotadoras excursiones en bus de línea supusieron un escollo. Ninguno de los dos sabía conducir y a Xosé le agobiaba tanta pregunta y tanto pormenor. Se sentía mucho más cómodo departiendo con sus amigos en la tasca y durante un tiempo prefirió darle esquinazo a su amiga americana, para más tarde confirmar a viva voz lo que ella ya sospechaba: «¡Tengo que llevar a Goya al Callejón del Gato!». Por su parte, Maier regresó a su país con veinte láminas que le sirvieron como fuente de estudio y motivo de exhibición pública, llegando a organizar varias exposiciones de Conde Corbal en los Estados Unidos. Con todo, se profesaron tal admiración y agradecimiento mutuos que a día de hoy sus respectivas familias aún mantienen el contacto.
«La pintura no me da para vivir; pero, por lo menos hoy me ha dado para morir»
En una entrevista reciente para La Voz de Galicia, el escultor Enrique Conde, hijo del artista, arroja algo de luz sobre el pintoresco episodio del estudiante y el ataúd. «Mi madre no quería saber nada de ese negocio, ni en broma. Pero el caso es que un periodista presenció la escena y escribió una nota que se publicó. Ahí es donde Corbal como Enrique se refiere a su padre] se da cuenta del problema». Llevaba años esforzándose por acercar su obra a quien menos podía permitírsela; exponiendo en bares, cofradías de marineros y mariscadoras, salas de arte y asociaciones vecinales. Si la función del grabado es la reproducción en serie de la obra para que llegue a la mayor parte posible del público, abaratando así el producto artístico, es necesario echar mano de procedimientos más lógicos, menos costosos y menos complicados. Así fue como Conde Corbal desarrolló su propio procedimiento, que consistía en dibujar sobre una hoja de plástico transparente, no empleada en la plancha convencional, con una imprimación de pigmentos encolados a partir de la que se obtiene una impresión por fotograbado.
En 1936, Walter Benjamin abrió el debate sobre el papel de La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica, al identificar el aura con la singularidad, la experiencia de lo irrepetible. Al existir múltiples reproducciones de una misma obra, esta pierde su originalidad y, en consecuencia, se devalúa en términos tradicionales. Conde Corbal zanjaría la cuestión a principios de los ochenta, en el transcurso de una conversación con el historiador del arte Xosé Antón Castro en su ateneo particular del Bar Rianxo de Pontevedra. «No estoy de acuerdo. Benjamin no tiene ni idea», profirió con el descaro de llamar farsantes a los ultraístas, asumiendo el papel de Max Estrella en la escena XII de Luces de Bohemia. Cabe recordar que el mismo año que Benjamin formulaba sus demandas revolucionarias en la política del arte, estallaba la Guerra Civil en España. Para entonces, Adolf Hitler ya era canciller de Alemania.
En los primeros días del “Glorioso Alzamiento”, se dictaron decenas de bandos, probablemente hasta un centenar. Todos iban firmados por la autoridad militar correspondiente y, asumiendo las voces de «hago saber» y «ordeno y mando», conferían a quien lo proclamaba la autoridad suprema de un territorio. Con la llegada del alba, se fijaban «en los sitios de costumbre» de cada municipio y se publicaban en la prensa local y en el Boletín Oficial de cada provincia. En Lugo, el coronel Alberto Caso Agüero, consciente de que la masa campesina sumaba el 80% de la población, decretó que «las hoces se considerarán como armas a todos los efectos (no puede, en consecuencia, transitarse con ellas)». Y aunque también prohibía reunirse «en grupos de más de dos personas», mantuvo la obligación de acudir al trabajo y abrir los comercios, amenazando con severas penas a los huelguistas. Al toque de queda se sumó el castigo «inmediato», «fulminante» o «severísimo» de cualquier acto que se pudiera considerar contrario a la causa nacional.
De esa forma, el orden de la justicia se invertía y otorgaba un sólido -aunque retorcido- fundamento jurídico a las atrocidades cometidas por los facciosos. A tal efecto, conviene recordar que el estado de guerra se levantó por fin en 1949, pero el Bando del 30 de julio no fue «expresamente derogado» hasta el 27 de diciembre de 2007. Entre tanto, el Estado cedió paso a la «Patria» y los golpistas se adscribieron al «movimiento redentor». En palabras de la historiadora Ana Cabana Iglesia, «respetado el protocolo, adelante con la barbarie». Porque, si bien es cierto que la guerra no llegó a Galicia, la represión fue despiadada; se instaló de inmediato y algunos decían que para siempre.
Una tinta acrílica y luctuosa que hace que el dibujo parezca tallado en madera oscura, lo mismo que un féretro
El 19 de julio de 1936, dos días después del alzamiento nacional, Alexandre Bóveda fue arrestado en el despacho del Gobernador Civil de Pontevedra. Acudió a la cita por su propio pie y en defensa del gobierno legítimo, para acabar siendo interrogado, procesado y sometido a un juicio militar. Consciente de no haber cometido ningún delito, rechazó la etiqueta de traidor y se reafirmó en sus ideales galleguistas, reivindicando el Estatuto de Autonomía que él mismo había ayudado a redactar. En la madrugada del 17 de agosto, se lo llevaron al Monte da Caeira, muy cerca de Pontevedra, para amarrarlo a un pino frente al pelotón de fusilamiento. Pasado algún tiempo, ordenaron talar el piñeiro al que acudían decenas de vecinos en busca de pequeños fragmentos de corteza que conservaron como si fueran reliquias. Parafraseando una de las más famosas litografías de Castelao, no enterraban cadáveres sino semillas.
En 1949, el pintor Luis Seoane puso, por primera vez en trece años de exilio en la Argentina, los pies en el continente europeo, donde pasa cinco meses entre París y Londres. En la travesía de regreso a Buenos Aires, aprovechando una escala técnica del Highland Princess en el puerto de Vigo, él y su mujer puedieron verse y conversar con algunos viejos amigos durante tres breves horas. Ya de nuevo a bordo del paquebote, aguijoneado por un sentimiento de derrota personal y generacional, Seoane acometió la composición de “Desde o Highland Princess”, el segundo de los poemas de Fardel de eisilado, y en el que se expresa en un gallego tan poderoso que resulta demasiado doloroso traducir: «Decontado espiliron elas na miña lembranza, feitos crudeles non contados aínda por ninguén, feras verbas dende entón xamáis ditas nin escritas, esquecidas historias de noxías desespranzas anguriosas que pol-a túa presenza voltan a miña memoria».
«¡Tengo que llevar a Goya al Callejón del Gato!»
«Hace años que este fardel de grabados viaja conmigo —reconoció el propio Conde Corbal en el catálogo de la exposición de O fardel da guerra en 1987— Contiene una visión de la guerra en Galicia, y la huella del luto y el terror que la acompañó». Las ochenta y ocho láminas ofrecían una visión poliédrica del golpe de estado en Galicia, representando todas las tipologías posibles de víctimas (personas asesinadas, presas, huidas al monte, mujeres rapadas, madres huérfanas de hijos y hijas, etc.) y también de sus represores. Con el paso de los años, las estampaciones en blanco y negro de Conde Corbal se habían sofisticado: todavía conservaban la impronta de los aguafuertes de Goya, el sarcasmo antibelicista de George Grosz y los escalofriantes grabados de la pintora y escultora alemana Käthe Kollwitz, marcados por la pérdida de un hijo en la Primera Guerra Mundial.
Consciente del desprecio que despertó entre cierta burguesía pontevedresa que se vio reflejada en su propio esperpento, Conde Corbal obtuvo el silencio como respuesta y sufrió la indiferencia de un público. No en vano, se había adelantado treinta años a los trabajos de denuncia de las atrocidades franquistas y a la recuperación de la memoria histórica: el fardel, un pequeño saco que simboliza la precariedad de quien no tiene alforjas para tanto miedo. «Sus dibujos se podrían entender perfectamente hoy en Ucrania, o en cualquier país en guerra del mundo», añade su hijo Enrique. Y así deberían contemplarse: como una llamada universal a restituir la dignidad que nos fue arrebatada y recomponer al fin nuestra historia. Solo así, «ises mortos teceran no seu corazón, coma nós, xenerosas esperanzas para todol-os homes, novos pensamentos, o mesmo que aqueles que, condenados ao silencio, aínda viven esquecidos nas túas témeras cárceres, agachados coma alimañas nas covas sobrosas dos montes ou atobados, arredados de sí mesmos, pol-as afastadas rúas».