Juanita Narboni y el fantasma de la Transición

«La herencia es aquello de lo que no puedo apropiarme escribió Jacques Derrida Yo soy su depositario, su testigo o su relevo». Si esto fuera un cuento de terror gótico (que también) hablaríamos del proceso por el cual interiorizamos a los muertos, cediéndoles un espacio particular desde el que apoderarse de nuestro discurso. Así los fantasmas permanecen encerrados en una cripta, que es el propio cuerpo, haciendo de nosotros mismos una especie de mausoleo.


Hubo un tiempo en el que la nostalgia fue catalogada de enfermedad. Un trastorno psicopatológico bautizado en 1688 por el galeno suizo Johannes Hofer, a partir de las palabras griegas nostos (volver a casa) y algos (dolor). Sus síntomas eran similares a los de la paranoia, salvo por los delirios persecutorios, y se asemejaba bastante a la melancolía. Ese anhelo de regresar al hogar, a la patria, para reconfortarse con los recuerdos de un pasado que sabemos irrecuperable pero que, sin embargo nos persigue. Como un fantasma. La fórmula más directa para invocarlos es a través de estímulos sensoriales que despierten en nosotros sentimientos y recuerdos vívidos de otro tiempo.

A Proust le bastó con una magdalena. Por su parte, Roland Barthes confesó sentirse incapaz de reconocer a su difunta madre en la colección de fotografías familiares, hasta que accidentalmente se topó con la que llamó «la foto del invernadero». Aquella fotografía de su madre posando siendo apenas una niña, capturaba mejor que ninguna otra la esencia de la mujer que él conoció, porque la fotografía solo adquiere su valor pleno con la desaparición irreversible del referente, con la muerte del sujeto fotografiado.

«¿Cómo era mamá? ¡La cara, la cara de mamá! ¡No, no veo la cara de mamá!». Juanita Narboni se pierde a sí misma, o al menos su identidad, cuando advierte que en su memoria se ha borrado el rostro de la madre. Se lleva la mano al pecho, sopesándolo en la palma de la mano, sin atreverse a levantar la tapa del relicario por temor de verse reflejada en el rostro de una extraña. El de Esperanza Roy, que es como un lienzo en blanco sobre el que se proyectan las identidades de los que ya no están, casi sin que nos demos cuenta, hasta confundirse con los propios. Hablemos de fantasmas. Los anglosajones, que llevan siglos conviviendo con ellos en castillos y mansiones, suelen emplear el verbo to haunt para expiar la clase de emociones que por aquí solemos traducir como “encantar” o “embrujar”, cuando lo sería más correcto apropiarse de su acepción germana, “habitar”, “acosar” u “ocupar”. En Vida/Perra (1982), la palabra cobra entidad propia; el verbo se encarna en Esperanza y la pobre Juanita, soterrada en vida, toma consciencia de sí misma al expresarse por boca ajena.

El rostro de Esperanza Roy es como un lienzo en blanco sobre el que se proyectan las identidades de los que ya no están, casi sin que nos demos cuenta, hasta confundirse con los propios.

Adaptación libérrima de la novela de Ángel Vázquez, el primer largometraje experimental de Javier Aguirre, director de Esposa de día, amante de noche (1977), supone una de las radiografías más sobrecogedoras del rol desempeñado por la mujer en la sociedad de postguerra. Un acto suicida, de generosidad absoluta, en el que el cineasta se ausenta durante todo el metraje, permitiendo que sea la voz femenina la que encuadre al personaje. Ya no se trata de un soliloquio, sino de un trance polifónico al más puro estilo de las médiums espiritistas del siglo XIX, donde el aliento empleado en cada línea de diálogo por el único personaje de la película es a la vez el de su padre, su madre y su propia hermana. Solo Esperanza permanece en primer plano. Cada mirada es un personaje y la pantalla de cine, su mortaja.

La muerte aguarda en silencio, fuera de cuadro. A un nivel más íntimo, Vida/Perra es también un exorcismo colectivo, como ya lo fuera Cinco horas con Mario y, más explícitamente, Función de noche (Josefina Molina, 1981), radiografía atroz y desgarradora de la vida de la actriz Lola Herrera y su matrimonio, a través de la puesta en escena del monólogo teatral basado en la novela de Miguel Delibes. Ambas películas componen un díptico imbatible sobre lo femenino en la Transición: a Carmen Sotillo y a la pobre Juanita, nadie les ha preparado para la vida y por eso se resisten a que le abandonen los espíritus que las acompañan. Habitantes de una casa deshabitada en cuyos recovecos todavía se respira una España beata y crédula, en la que se enterraba con zapatos a los difuntos porque, sea cual fuese su destino, el camino por recorrer sería largo, y donde en fechas señaladas acostumbraban a poner un servicio de más en la mesa.

A la pobre Juanita nadie le ha preparado para la vida y por eso se resisten a que le abandonen los espíritus que las acompañan.

Al finalizar la séance, los huéspedes se van evaporando y a Juanita le sobreviene la peor de las pérdidas. «La absoluta, la completa, la verdadera soledad que consiste en ni estar ni aun consigo mismo», según Unamuno, que le ha sido impuesta sin haberla escogido. Un país de luto perpetuo que Solana y Zuloaga plasmaron sobre sus telas más negras, y del que nunca conseguirá desprenderse una solterona de provincias que demora su propia muerte para disponer mejor su marcha, recibir el sacramento y hacer la voluntad precisa que garantice el bienestar de los que dejamos atrás. Pero a ella, que vive su vida como si fuera el fantasma de otros, vagando en penumbra por salones lúgubres, no la velará nadie. Por eso insiste en dar vueltas en torno a sí misma, virando en círculos concéntricos mientras a su alrededor todo se desmorona: «No quiero quedarme dormida, mamá! ¡Luego viene el despertar!».

España. Ayer y hoy; pasado mañana.