Gonzos españoles: entre los apaches de Marsella
/El periodista español que en los años treinta se adentró en «El barrio de las fieras» marsellés, en un reportaje de periodismo gonzo que retrataba el pánico ante el fenómeno del apachismo, la subcultura criminal más fascinante de Europa, que entonces ya languidecía. La crónica fue realizada por Ignacio Carral, nuestro gran periodista de los bajos fondos.
A comienzos de los años treinta el fenómeno del apachismo francés, la subcultura criminal que tanto aterrorizó a media Europa, era algo impreciso y generalizado. Se llamaba «apache» a casi todo proletario mal encarado, aunque aún resistían los últimos coletazos de una de las subculturas más sorprendentes de la historia contemporánea y que había surgido en Francia con el cambio de siglo. La Primera Guerra Mundial, a la que acudieron numerosos apaches, ya fuese para intentar ganarse la vida como para cumplir y redimir penas, acabó con muchos de ellos. En los años veinte los apaches parecían estar en todos lados. Incluso había tours por los barrios supuestamente controlados por ellos. Bailaban con ferocidad, creaban sus propias armas, tenían una jerga y vestimenta propias. El periódico Ahora, el 6 enero 1931, publicó un reportaje titulado «Entre los apaches de Marsella. El barrio de las fieras» firmado por el periodista segoviano Ignacio Carral un escritor de izquierdas que destacó por sus piezas de inmersión absoluta en los bajos fondos, vistiéndose como un apache o mendigo y conviviendo con la población de los descampados y chabolas del Madrid de la República. Falleció tempranamente, cuando contaba con 37 años, en octubre de 1935. Marsella era ciudad emblema del proletariado más hampón y con peor fama. Un periodista español se adentraba en el barrio «maldito». La pieza era un ejemplo más de periodismo gonzo practicado por decenas de periodistas y españoles que no dudaban en adentrarse por los lugares de peor fama y peligro.
ENTRE LOS APACHES DE MARSELLA
EN LOS UMBRALES DE LA GUARIDA
Comienza a anochecer. Las luces de Vieux-Port se van encendiendo a lo largo de los muelles y sobre los barcos anclados. Suena la sirena de un buque próximo a partir. Al final del «quai du Port» y subir la escalerilla que conduce a Saint Laurent, azota la cara el latigazo helado del mistral que sopla furioso. Este viento, que transforma en un clima casi polar este dulce clima mediterráneo, es como el guardián que sale a recibiros cuando trasponéis los umbrales del quartier Saint Jean, «el quartier des fauves» (el barrio de las fieras) como le llama la Policía marsellesa.
Avanzo lentamente, a lo largo del pretil de la Explanada de la Tourette. A mi izquierda, a lo lejos, un pedazo de mar rojo por el sol que se hunde en él. Abajo, ruido de grúas y de martillazos metálicos, balanceo de mástiles, humo de chimeneas, voces de cargadores; el muelle de la Tourette, que une el Puerto Viejo con el Nuevo. Al fondo, por encima de una casa en construcción, las bóvedas de la Catedral.
La explanada está desierta en toda su extensión, como barrida por el viento. Yo camino, un poco al azar, sin determinarme del todo a entrar en ninguna de estas callejas oscuras que vienen a desembocar aquí. Tres hombres avanzan frente a mí desde la place de la Maior, tres hombres que me parece haber visto que salen del Hotel de la Pólice (la Jefatura de policía) instalada allí cerca, en el antiguo palacio Episcopal.
Me detengo a verles llegar. Distingo en la penumbra que se va haciendo alrededor de nosotros, sus siluetas que se acercan al pretil, se sientan sobre él con el cuello de la chaqueta subido y las manos en el bolsillo del pantalón. Me decido a acercarme a ellos y mientras llego, por el camino voy pensando un pretexto:
—La rué Coutellerie, s’il vous plait?
Ellos suspenden rápidamente la conversación, que sostienen a media voz y se vuelven a mirarme de un modo extraño que me escalofría un poco. El que está más cerca de mí, y que es, en realidad, al que me he dirigido. Hace grandes aspavientos, abriendo los brazos, como para indicarme que no entiende lo que le digo. Otro de ellos me interpela en un idioma mixto, acercando el oído:
—¿Cosa demande?
Es un italiano, sin duda. Le digo en italiano:
—Vorrebe andaré a la rué Coutellerie! Sa Leí dove ce?
—¿La rue Coutellerie? ¿Quiere usted ir a la rue Coutellerie? —interviene el tercero, también en italiano, mirándome de arriba a abajo, como si mi intención de ir a la rue Coutellerie fuera una insolencia—. Este vive en la rue Coutellerie.
Y me señala al individuo silencioso, a quien primero me he dirigido. Hago un gesto vago y digo al que me alude por decir algo:
—¿De modo que vive usted en la rue Coutellerie? ¡Qué casualidad!
Pero no he tenido más suerte ahora que le he interpelado en italiano que antes cuando le interpelé en francés. Se encoge de hombros, como antes, y vuelve a su juego de brazos.
Uno de los otros, tercia:
—No se moleste. Llevamos dos días enteros con él y no hemos conseguido entenderle una palabra. Yo creo que debe ser holandés. Sabemos que va a vivir en la rue Coutellerie porque nos ha mostrado sus señas en un papel. Hemos desembarcado en Marsella el mismo día, y la policía nos detuvo juntos a los tres por no sé qué, porque como no entendemos nada de lo que nos dicen, no hemos podido averiguarlo. El caso es que nos han soltado hace un momento, tampoco sabemos por qué. Y ahora, como ninguno de nosotros dos sabemos dónde ir, pues íbamos a acompañar a este a la rue Coutellerie. Hemos preguntado por él a un señor, ahí abajo, y seguramente nos ha debido decir dónde estaba; pero como no entendemos francés, no sabemos qué es lo que nos ha dicho. Si usted quisiera hacer el favor de preguntar y guiarnos...
¡Extraña situación! ¡Yo que pensaba ser pilotado por estos a través de los tugurios de Saint Jean resulta ahora que tengo que pilotarles yo a ellos! Naturalmente, yo no necesito preguntar dónde está la rue Coutellerie, porque lo sé perfectamente. Me tengo estudiado al dedillo el plano de Marsella y principalmente el de este barrio de Saint Jean. Además, no es la primera vez que callejeo por él.
—Vengan les digo—; tengo idea de que es por aquí.
Cruzamos la desierta plaza de Saint Laurent y embocamos la calle del mismo nombre, igualmente solitaria y oscura. Nuestros pasos resuenan en el silencio. ¿Y qué hago yo ahora con estos tres infelices que había tomado por peligrosos bandidos? ¡Si quisiera, podría ahora atracarles impunemente sin que ofrecieran la menor resistencia.
EN LOS DOMINIOS DE LA CANALLA
«¿Y si estos tres hombres me hubiesen representado una comedia para internarme, confiado, con ellos en este laberinto de callejas y arrastrarme, quizá hacia una de estas casas de pesadilla que corren a ambos lados de la calle?»
Yo no dejo de pensar en este muchacho silencioso que va a nuestro lado, y busco siempre el modo de hacerme entender por él. Es un muchacho rubio, de ojos claros, entre pardos y azules, con la cara pecosa, de facciones toscas. Ya que no pueda hablar con él, al menos trato de descubrir su nacionalidad:
—¿Deutseh?
—¿English?
Él se limita a encogerse de hombros a cada una de mis preguntas. No, no es alemán ni inglés. No es tampoco ruso, ni danés, ni escandinavo, ni báltico, ni neerlandés... ¿Qué diantre será? Es preciso resignarse a no saberlo y, al fin y al cabo pienso, ¿qué más da?
Seguimos bajando la rue Saint Laurent. Se diría que en este barrio de Saint Jean no vive nadie. Recorreréis las calles durante largo rato y no encontraréis persona humana. Después de mucho rato, tropezaréis, acaso, con uno de estos tipos de gorra calada hasta las cejas, las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, que os mira de una manera insolente, como si quisiera haceros la ficha antropométrica con la mirada. Tras de los portales oscuros, tras de las ventanas de grandes rendijas que dejan pasar la luz de mezquinas lámparas, tras de los bares con la mitad de la cristalería de las puertas cegada por chapas de cine o por pintura blanca... se oyen voces y gritos que no se sabe bien si son de alegría, de dolor o de enfado. ¡En todo caso son los rugidos de las fieras!
Una duda comienza a prender y va tomando cuerpo en mi espíritu. ¿Y si estos tres hombres me hubiesen representado una comedia para internarme, confiado, con ellos en este laberinto de callejas y arrastrarme, quizá hacia una de estas casas de pesadilla que corren a ambos lados de la calle? Les miro disimuladamente. Su aspecto no me tranquiliza demasiado. A esta media luz de la calleja veo su rostro ostentosamente sucio, veo asomar bajo su gorra greñas despeinadas, llenas de barro y de estiércol, sus trajes remendados están rotos por muchos sitios y son una pura mancha.
En mi mente se clavan las palabras del cronista marsellés: «El que se adentra en estas callejuelas lo hace por su cuenta, y debe abandonar toda esperanza de ser oído, si acaso se ve en el trance de pedir socorro».
Todavía, asomándose al interior de una de estas casas infectas, se ven maravillosas escaleras de piedra y aun de mármol, ya renegridas, pero adornadas con jarrones y hornacinas. Los italianos del Sur han implantado aquí su desvergonzada costumbre de exhibir la ropa interior en cuerdas tiradas de ventana a ventana, sobre la calle, que gotean su agua de dudoso color sobre el transeúnte impasible. Frecuentemente, una ventana se abre y una voz oscura de napolitana o de siciliana rasga el silencio llamando a la vecina de enfrente:
—Dona Pipaaaa!...
Es para decirle que haga el favor de coger una nueva cuerda que va a lanzar a su ventana, o para pedirla cuentas de una sábana o de una camisa que han desaparecido sin dejar su dirección. Se entabla un diálogo o se entabla una disputa. ¡Es lo mismo! ¡La cuestión es ir pasando esta cochina vida lo más deprisa posible!
Sulx, la rue Chevalier de la Rose. Tuerzo una calleja, otra. El Hotel Dieu. ¡Sabia medida está de poner el Hospital en el centro de este barrio de asesinos y de gente acogedora de todos los microbios!
Rue Caisserie, rue Bouterie... No acaba uno de acostumbrarse a la soledad de estas calles. Pero he aquí un tipo que avanza, el eterno tipo que parece fabricado en serie, de traje azul y gorra ladeada. Se detiene a verme pasar. Yo me detengo fingiendo esperar algo. Entonces, él se acerca y se planta ante mí con el mayor descaro del mundo. Me mira y remira. No falta más que me diga que haga el favor de volverme del otro lado porque de este ya me ha visto bastante. Parece que de un momento otro va a preguntarme cuánto dinero llevo en el bolsillo y qué resistencia opondría al que tratase de quitármelo.
Yo hago... lo que se hace en esto casos: dar media vuelta rápida y torcer por una calle cercana.
He ido a parar a una calle que baja directamente al Puerto. El Coin Reboul, el lugar más conocido de los marineros que atracan a los muelles de Marsella. Su fama se extiende a los cuatro puntos cardinales, allí donde van a parar las infinitas líneas de barcos que parten del puerto marsellés. Desde muchas millas antes de llegar, los marineros piensan en él como en un lugar de ensueño.
Aquí, una mujer gorda, sentada en una sillita a la puerta de su casa, con una flor en el pelo. Otra, más allá, escuálida, con los pómulos salientes, enrojecidos por el carmín, y unos grandes ojos negros que abarcan la calle, avizores. Recostada en el quicio de su puerta, otra fuma un cigarrillo. La de más lejos, tararea una cancioncilla en postura semejante.
Hablan de una puerta a otra, comentan, ríen, riñen a ratos. El pase de un hombre las hace callar y aprestarse al ataque.
—Bonsoir, mon cheri, est ce que tu veux me donnez une cigarette?
En todo el camino no nos hemos tropezado un mal «sergent de ville». Comenzamos a bajar la rue Bouterie y mi espíritu se reanima al ver que llegamos al muelle del Puerto sin que nada terrible haya sucedido.
Atravesamos un trozo del «quai du Port», y penetramos de nuevo en el barrio, enfocando la rue Coutellerie. Pero, ya aquí todo cuidado desaparece. Al final de la calle se ve y se oye perfectamente una de las grandes arterias urbanas: la rue de la Republique.
—¿Qué número ?—pregunto.
Esto sí debe haberlo entendido el silencioso compañero, porque en seguida da muestras de gran satisfacción y se echa mano al bolsillo, diciendo:
—Número, número...
Es la primera palabra que le oigo pronunciar. Al fin, saca un papel, le mira, y dice con voz clara:
—Diecisiete.
Yo me quedo contemplándole con la boca abierta. Él se ruboriza, como arrepentido de haber hablado y nos muestra el papel. Pero yo repito mecánicamente:
—¿Diecisiete ? ¿Ha dicho usted diecisiete?
Ahora es él el que me mira con asombro:
—¿Pero usted es español? ¡Yo también soy español!
EL ASALTO DE UN BARRIO
«La canalla fue penetrando en este barrio y obligó a huir a sus antiguos habitantes, estos magníficos señores que debieron abandonar sus palacios intactos, apretándose la nariz con los dedos»
Cuando me quedo solo, después de haber dejado a mis fugaces amigos, a los tres, en el número diecisiete de la rue Coutellerie, comienzo a callejear. Me he empeñado en vivir esta noche aventuras extraordinarias, penetrar en las entrañas del barrio maldito.
Mientras camino, pienso en el extraño destino de este barrio, en el que todavía en el siglo XVIII habitaba lo más florido de la nobleza. A medida que voy pasando calles, van surgiendo evocaciones históricas. Aquí, en esta puerca calleja de la Reynard, vivía el cardenal Chatillon. Esta otra, donde un perro escarba en un basurero es la rue Ventomagy, que tomó su nombre de los Vento, cónsules, embajadores, consejeros del rey... En la rue Bouterie, en la rue de l’Araignée, en la place Vivaux, tenían sus palacios las linajudas familias de los Suffren, los Septemes, los Remezan, los Colbert...
La canalla fue penetrando en este barrio y obligó a huir a sus antiguos habitantes, estos magníficos señores que debieron abandonar sus palacios intactos, apretándose la nariz con los dedos. Una vez dueños de este barrio, sus conquistadores comenzaron a ensuciar la fachada, los patios, las soberbias escaleras... Construyeron tabiques rudimentarios para conseguir alojar una familia, o dos, numerosas.
La que me pide tan cortésmente un cigarrillo es una mujer baja, morena, con un gran lazo en el pelo y un delantal rojo sobre la falda.
—Voilá une cigarette.
Ella se me queda mirando un rato y me dice:
—Tu n'etais pas franeáis, c'est vrai? (Tú no eres francés, ¿verdad?). Y luego, tras recapacitar un momento:
—Ma tu sei italiano, sicuro! (Seguramente eres italiano).
Yo acepto la catalogación. Estoy acostumbrado a pasar por italiano en Marsella. Las tres veces que he venido a esta ciudad han sido innumerables las ocasiones en que me han tomado por un súbdito del «onorevole» Mussolini. «Sí», digo siguiendo la broma.
Pero ella me ha preguntado esto cómo pudiera haberme preguntado si iba a llover. Desde luego, no ha sido para que cantemos juntos alabanzas a la patria fascista. Se ve que no está dispuesta a dejar escapar la ocasión con vanas palabras, y concreta:
—Allora, vieni a casa mía! Bebia íno insiemi un bichiero di Cbianti! ¡Entonces ven a mi casa! ¡Bebamos juntos un vaso de Chianti!
Yo me disculpo. Me resisto a entrar. Ella, entonces, frunciendo un poco el ceño, como quien ve que se le escapa una presa segura, echa mano a mi cabeza, me arrebata la boina, y se entra, con ella en la mano, a su casa.
Es el truco de las muchachas del Coin de Reboul para convencer a los indecisos. O marcharme sin la boina o entrar por ella. Naturalmente, entro. Ya antes estaba dispuesto a hacerlo. ¿Qué ha de hacer, si no, un periodista que vaga por estas calles, sin más objeto que enterarse, de lo que pasa en ellas?
Un pasillo estrecho, que sirve de zaguán, y, al fondo de él, una habitación muy pequeña, con un pequeño mostrador de madera sobre el que hay algunas botellas y unos vasos. Es el bar en miniatura que cada una de estas muchachas de Saint Jean tiene liara hacer un pequeño negocio previo con el cliente, y también para poder justificar una profesión en la Jefatura de Policía. En los libros de ésta, todas son pomposamente «propietarias de bar».
—Toma —me dice llenándome un vasito de vino rojo.
Se detiene un instante y dice, para que en el momento de arreglar cuentas, no haya líos:
—Te advierto que cada vaso de Chianti vale cinco francos en Marsella. ¡En Italia es otra cosa! ¡Pero aquí es preciso pagar la aduana!
—¿Te cuesta setenta y cinco francos una botella de Chianti?
Ella sonríe y me hace una mueca.
Debe haber advertido que estoy dispuesto a pagar, y esto la basta.
Bebe y calla.
ESPERANDO LA BUENA SUERTE
Cuando he bebido y callado, ella rompe el silencio:
—¿No quieres jugar al «lotto»?
El «lotto» es la Lotería Nacional italiana. Se diferencia de la nuestra, además de en que los premios son menores, en que no se juega a un número solo sino a una combinación de varios de una manera muy parecida al juego casero de la lotería. Para evitar la salida de premios fuera del país, el Estado italiano tiene establecido que los periódicos supriman de las ediciones de extranjero los números premiados en el «lotto».
Como me ve indeciso, mi amiga se levanta y se dirige a la puerta diciéndome:
—¡Aspetta un momentino! ¡Torno súbito!
Al poco rato la veo volver acompañada de un hombre delgado y seco, de alguna edad y de modales obsequiosos y serviciales.
—De dove vuole? ¿Di Napoli, di Roma, di Palermo?...
Otra modalidad de la lotería italiana es que el sorteo no es común en todo el país, que se encuentra dividido en una especie de distritos loteros. A mí me da lo mismo y acepto uno al azar. Pregunto cómo me arreglaré para ver si me ha tocado y para cobrarle en caso afirmativo. Estos hombres dan las mayores facilidades. Si quiero, puedo darle mi domicilio en Marsella y ya no tengo que preocuparme de más. Él mismo irá a llevarme, no solo la lista de premios, sino también el premio mismo en dinero contante y sonante.
Pero yo vivo en un hotel, que es como no tener domicilio, porque no paro en él más que a las horas de dormir. También este caso está previsto.
—Mire usted me dice —calculando mentalmente—. El miércoles se sortea. Yo salgo el martes para Vintimiglia y allí mis agentes me harán entrega de las listas y de los premios. El viernes por la tarde estaré aquí ya. Venga si quiere aquí o a mi casa, que está ahí cerca.
Quedamos en eso. Pago mis vasos de vino y salgo. La mujer me acompaña hasta la puerta, frente a la que espera uno de estos muchachos esforzados de visera y pañuelo al cuello. Ella va sumisa hacia él, y delante de mis propias narices le hace entrega de los diez francos que la acabo de dar, y también de la cajetilla que la he regalado en un rapto de amistad. Él se queda mirando un poco perplejo:
—Pas plus? (¿Nada más?)
Ella hace un gesto resignado y él me lanza una mirada despectiva, la mirada más llena de desprecio que he visto lanzar nunca.
UN SUCESO DE POCA IMPORTANCIA
«Los primeros que acudimos encontramos en medio de la calle, tendido cara al cielo, con los brazos en cruz y el pecho ensangrentado, un hombre inmóvil»
El viernes, a una hora semejante, vuelvo al Coin de Reboul, según he convenido con el hombre que tiene en sus manos la buena suerte. En seguida advierto un aire especial en todas las callejas cercanas. Mujeres, hombres, viejas, asoman a las puertas o inclinan el busto desde la ventana. Algo esperan, indudablemente. Y, en efecto, no tardo en enterarme de que esperan lo mismo que yo: al hombre que viene de Vintimiglia con los números premiados del «lotto». No es la fortuna lo que les aguarda. Son cien o doscientos francos a lo sumo, teniendo en cuenta que ya han dado diez por delante. Sin embargo, la ilusión de estos doscientos francos les hace temblar, abandonar sus quehaceres, para esperar en la calle misma, y preguntarse unos a otros de vez en cuando:
—¿No ha venido? ¡Parece que tarda!
Al fin llega. Las mujeres, los chiquillos le rodean desde que aparece en la entrada de la calleja. Los hombres, más serenos, esperan alejados. El exhibe un papel en la mano en el que hay escritos unos números.
Napoli: 10. 33, 85. 1, 12.
Roma: 36. 15, 20, 2, 7.
Palermo: 16, 62, 15, 4, 8.
Algunos gritan jubilosos. Otros desfilan hacia sus casas cariacontecidos. Pero en esto algo sucede que hace distraer la atención de todos. Seca y vibrante, muy cerca, ha sonado una detonación. Las mujeres corren y gritan llamando a sus chicos, los hombres avanzan despacio, un poco pálidos, al sitio de donde parece haber partido, que es la callejuela próxima. Los primeros que acudimos encontramos en medio de la calle, tendido cara al cielo, con los brazos en cruz y el pecho ensangrentado, un hombre inmóvil. A unos metros, una silueta humana, perdida en la penumbra, se aleja tranquilamente, de espaldas a nosotros con las manos metidas en los bolsillos de la americana. Poco a poco las mujeres van acudiendo también. Los chiquillos meten la cabeza por entre las piernas de las personas mayores para contemplar al muerto:
—¡Mira, mira, qué abiertos tiene los ojos!
—¡A ver, a ver! —exclama otro pequeñuelo, asomando su cuerpecillo raquítico y limpiándose los mocos que le cuelgan con el revés de la mano.
Un técnico, de los que se han reunido allí, afirma sentenciosamente:
—El tiro en el corazón, es mejor que el tiro en la cabeza. ¡Es más seguro!
Se abre la puerta del bar cercano y asoma el dueño. Contempla el cuadro que se ofrece a sus ojos. Se rasca la cabeza:
—Ese cochino —dice— podía haber elegido otro sitio para matarle y no a la puerta de mi casa.
Una mujer se inclina a tocar el muerto con la mano:
—¿Por qué haces eso? —la pregunto.
—Toma, porque trae buena suerte.
Poco a poco el grupo se va deshaciendo. Cada uno se retira, por lo que pueda suceder. El cadáver queda allí tendido, con los brazos en cruz, mirando al cielo con sus ojos muy abiertos.
En vano he buscado después en los periódicos de la noche y de la mañana siguiente la noticia del suceso. O no se han enterado o no quieren desperdiciar un pequeño espacio en relatar, aunque sea escuetamente, una noticia corriente que no tiene ningún interés para sus lectores.