Fernando Arrabal y Guy Debord consumidos por el fuego


Tras el suicidio de Debord, Fernando Arrabal publicó un artículo en el que contaba su relación con la máxima figura y «padre» de la aventura situacionista. Ambos fueron colegas cinematográficos y compartieron muchos universos propios. Nos lo cuenta el gran Arrabal.

 

Guy Debord… consumido por el fuego (22 de diciembre de 1994, El País)

 

Cineasta, escritor, aventurero, Guy Debord se suicidó hace unas semanas cuando estaba a punto de cumplir los 63 años. El autor del artículo relata su relación con el desaparecido.

 

El día de los inocentes (¡y de las inocentadas!) del año 1931 nació Guy Debord hijo y nieto de burgueses arruinados. Y se «suicidó» (eso nos cuentan) un mes antes de comenzar su año de la gran climatérica. Maléficos eran, para los griegos, los años múltiples de nueve o de siete, pero el más horroroso de todos era el año cuya cifra trenzaba estos dos números multiplicando el maleficio: el sesenta y tres. La víspera del fatídico cumpleaños Guy Debord, «doctor en nada», eligió el vacío. Apeándose en marcha detuvo su propia historia. Se quitó del medio y de los medios (dicen que... «suicidándose») cuando había alcanzado la más alta forma de reputación. La que solo corona, pero ¡con qué prestigio!, al solitario Diógenes. Nada esperaba y nada podía recibir de nadie sin que el imprudente con laureles o premios besara el suelo del ridículo. El creador del situacionismo por lo menos se mantuvo a la altura de lo que rechazó.

Anuncio clasificado publicado en The Times en el que Debord se anuncia como agente literario (1991)

Anuncio clasificado publicado en The Times en el que Debord se anuncia como agente literario (1991)

«Fuimos Guy Debord y yo colegas, cada uno con nuestra película a cuestas, de laboratorio cinematográfico»

Mis relaciones con Debord, como con Kojéve, «los seres que más han influido y de forma más secreta en el pensamiento de hoy», fueron inopinadas y fortuitas. La casualidad venció a la causalidad como anuncia la mecánica cuántica. Fuimos Guy Debord y yo colegas, cada uno con nuestra película a cuestas, de laboratorio cinematográfico. A fuerza de encontramos por pasillos terminamos entablando una conversación que giró mayormente en torno al infierno. La película que montaba Guy Debord se llamaba nada menos que In girum imus nocte et consumimur igni. Lo cual ya de pronto no es solo el único título de diez palabras latinas en la historia e histeria del cine, sino además un palíndromo. Como el título igual puede leerse de izquierda a derecha que de derecha a izquierda cobra un ritmo espiral de infinito, de puesta en abismo. La "consumición por el fuego" evocaba el infierno, a pesar de las imágenes y del contenido de la película.

Debord, en una de sus últimas fotografías, junto a Jean-Francois Martos a comienzos de los noventa

Debord, en una de sus últimas fotografías, junto a Jean-Francois Martos a comienzos de los noventa

Habíamos recibido él y yo en nuestra infancia (me llevaba siete meses, éramos de la misma quinta..., y de la misma, ¡ay!, talla) una educación tradicional. Vencedores (en mi caso) y maestros trataron de aleccionarnos moralmente y asustamos con un infierno faraónico, inventivo, espeluznante y sin fin. Tras cerca de treinta años de olvido o de indiferencia nos topamos con un infierno adaptado a la actualidad, perdidas en aras de la modernidad parafernalia y terribilidad. Transformación provocada por la sociedad del espectáculo, pues todo lo sentido o vivido se aleja de nosotros con su representación. El espectáculo del infierno moderno descubre la relación social entre los seres mediatizados por las imágenes que nos rodean. Nuestra sorpresa era, aunque de distinto signo, similar a la de los navegantes de Simbad el marino. Cuán felices se sintieron ellos (como infelices nosotros en nuestra niñez amenazada por aterradores inflemos) gozando de aquel vergel, de aquellas aguas cristalinas, de aquellas plantas fabulosas, de aquellos ríos y fuentes edénicas..., de semejante paraíso en la tierra. Pero cuán mayor fue el horror al sentir que la maravillosa isla era el lomo de un monstruoso pez. De un coletazo el gigantesco animal se zambulló en el abismo submarino.

Arrabal durante su famosa intervención en el programa de Sánchez Dragó dedicado al apocalipsis (5 de octubre de 1989)

Arrabal durante su famosa intervención en el programa de Sánchez Dragó dedicado al apocalipsis (5 de octubre de 1989)

Todo infierno imaginado desde que el homo erectus comenzó a enterrar a los muertos ha sido espejo del mundo. Vástagos de este modelo son el Aralu babilónico, el Hades griego, el Scheol hebreo, los diversos infiernos precristianos, la Karta o la Parsana india. En Mesopotamia Gilgalmesh, devorado por la misma curiosidad que Debord y yo sentimos en nuestra infancia, quiso saber cómo era aquel lugar situado en las entrañas del mundo.

A la muerte de su servidor, Enkidu abrió un agujero en la corteza de la tierra para comunicar con él. «Los condenados», díjole su criado: «comen las migas de los banquetes, el poso de las copas o las basuras de la calle..., pero aquellos que no tienen, en vida, nadie que se ocupe de ellos erran sin reposo». Y aún más significativo, es la leyenda que cuenta cómo para visitar el infierno la reina del cielo Inana tuvo que atravesar siete puertas y en cada una de ellas despojarse de un velo y una joya, hasta mostrarse desnuda, transparente en cuerpo y alma. En verdad, el infierno siempre se ha dado en espectáculo: las visitas al infierno han sido frecuentes en todas las culturas y mitologías y muy especialmente en la griega. Los dioses estaban a mano, en una próxima montaña, el Olimpo. La entrada del infierno tampoco estaba demasiado alejada, pues se encontraba «algo más allá del río Océano». Homero y Hesíodo en la Teogonía nos muestran un infierno en el que se entra y sale con facilidad, e incluso en el que el visitante puede salvar a un condenado. Heracles rescata a Alcestes, Dionisios a su madre y Orfeo a punto estuvo de salvar a Eurídice.

Retrato de Arrabal, durante los años 60

Retrato de Arrabal, durante los años 60

A aquellos infiernos, como el descrito por La Eneida de Virgilio, sucede el epígono cristiano. A partir del siglo IV y de la sanción promulgada en 543 por el Sínodo de Constantinopla «es considerado anatema el que no cree en la eternidad de la pena». La inflación de suplicios se plasma en el recado que a Debord y a mí nos inculcaron en nuestros años mozos: «Ni una gota de agua puede venir a calmar los tormentos del fuego eterno». En La lucha contra las religiones autóctonas en el Perú colonial, de P. Duviols, se puede leer este diálogo ejemplar:

Predicador. Dime hijo, de todos los hombres nacidos en esta tierra antes de la llegada de los españoles..., ¿cuántos se salvaron?

Indígena: Ninguno.

Predicador: ¿Cuántos incas fueron al infierno?

Indígena: Todos.

 

El condenado al infierno, torturado durante el tiempo preciso del suplicio, vivirá además una eternidad de infinito dolor enramada con el más refinado tormento: vivir fuera del bien por los siglos de los siglos.

Otra de las últimas fotografías conocidas de Debord junto a Etienne, a comienzos de los 90

Otra de las últimas fotografías conocidas de Debord junto a Etienne, a comienzos de los 90

«Tanto El Greco como El Bosco nos instan, cual lectores de la obra de Debord, "a consumir y utilizar las imágenes invistiéndolas, para que no sea posible distinguir la copia del modelo moral"»

Es el infierno total que ilustró Valdés Leal en sus «postrimerías de la vida». Durante mis visitas infantiles al Museo del Prado y a El Escorial me extraviaba en los infiernos anticonformistas de El Bosco y de El Greco. Con genio parecían burlarse, a mis ojos, del infierno total. En el tríptico El jardín de las delicias, el infierno no figura a siniestra sino a la derecha. Si unas monjas cerdas molestan más que torturan a los pecadores, los libidinosos están castigados únicamente a dar vueltas cuasi alegremente a una gaita, símbolo erótico por excelencia. Y a aquellos que no rezaron en vida, como mandan los cánones y los credos, jugarán, como penitencia, eternamente al trampolín sobre las cuerdas de un arpa de David gigantesca. El Greco, en su deseo de alterar o invertir las relaciones entre los valores de la sociedad, pinta un infierno... ¡en el mar! Un gigantesco pez expulsa una multitud de Jonás que mas que supliciados parecen divertidos. Por cierto sobre este cuadro tan a contrapelo, los especialistas no se han puesto de acuerdo a la hora de darle título. La adoración del Nombre de Jesús, para Camón Aznar; Sueño de Felipe II, para Polero; Gloria de Felipe II, para Cossío, y aun Alegoría de la Santa Alianza o Gloria de El Greco. El desconcierto que inspira queda patente con la tesis del padre Santos, que asegura que en el cuadro el infierno... adora a Jesús.

Tanto El Greco como El Bosco nos instan, cual lectores de la obra de Debord, «a consumir y utilizar las imágenes invistiéndolas, para que no sea posible distinguir la copia del modelo moral». El infierno, en el cual los condenados se consumían eternamente por el fuego, se transformó en un infierno de (y para) la consumición. El truculento lugar se fue alejando hasta convertirse en una serie de imágenes cada vez más consumibles, como las de la «sociedad del espectáculo». En Nueva York una comunidad de hombres viven hoy sin salir de las alcantarillas profundas de la ciudad, lavándose con el agua caliente de la calefacción pública y comiendo los restos que tiran por los vertederos las cocinas de los grandes hoteles. Esta comunidad, dirigida por un emperador, ha dado a sus catacumbas el nombre de infierno. Se cuenta el caso de un hombre que tras haber vivido diez años en este infierno se escapó de él, se casó y tuvo un hijo. Pero ambos han vuelto, «para siempre», al infierno de todas las nostalgias el día en que el niño cumplió sus quince años. En El K, Buzzati imaginó a un periodista que acompañado por un técnico del metro en construcción de Milán (su Virgilio) desciende cual Dante al infierno contemporáneo: «Qué infierno tan extraño, son gentes como nosotros». En A puerta cerrada, un personaje de Sartre dice: «Prefiero el látigo, el ácido a este sufrimiento cerebral, a este fantasma de dolor... ¿Y esto es el infierno? ¡Qué chiste! Sin necesidad de calderas el infierno es... ¡los otros!».

Debord, frente a este terror minimalista, dijo: «Lenta pero inevitablemente camino hacia una vida de aventuras con los ojos abiertos». Heidegger creía, casi como Lucrecio, que el infierno es la angustia existencial, la desesperanza que nace con la fusión del yo en el nosotros. Debord respondía: «Hoy lo espectacular queda integrado, por eso el hombre se despierta asustado buscando a tientas la vida». El infierno que se nos da como espectáculo ya no es el eterno castigo, sino una caricatura situationniste: ha desaparecido con inquisiciones y excomuniones. En él ya solo se conoce una desazón: la ausencia de la mirada de Dios. El infierno se ha vuelto moderno..., es decir, ¡modesto!, Hemos alcanzado una igualdad de desgracia blanda, en la cual se integra lo espectacular. El ser es pura apariencia y la verdad mentira. Y a la hora en que tanto se escribe sobre su «suicidio» no olvidemos que Guy Debord dejó escrita esta declaración: «El hombre no muere, desaparece».

 

Fernando Arrabal es escritor.