El "demonio del pincel" que inventó el manga
/Solo vivió hasta los 58 años, pero durante su corta carrera Kawanabe Kyosai logró ser pionero en el arte del manga. Prolífico, excéntrico y morboso dejó un legado inmortal de pinturas, caricaturas, bocetos, libros ilustrados y grabados por el que muchos hubieran vendido su alma al diablo.
En 1870, Kawanabe Kyosai disfrutó de una noche tan salvaje que su última parada fue un celda en la prisión de Tokio. Aunque sus veladas solían terminar en un calabozo, en aquella ocasión no se debía a la embriaguez; tampoco se había enzarzado en una pelea ni estaba involucrado en un robo. Simplemente había pintado un cuadro. Por supuesto que iba borracho. Acostumbraba beber tres botellas de sake antes del mediodía, y la shogakai a la que había asistido, un encuentro de pintores y calígrafos que solían terminar en espontáneas explosiones de creatividad y excesos, le impedía recordar por qué le habían arrestado. Los cargos en su contra nunca estuvieron del todo claros, pero algo tendría que ver aquella pintura por la que recibió cincuenta latigazos.
La salud de Kyosai se vio perjudicada por su estancia en la cárcel, al contrario que su reputación. Considerado como uno de los más grandes artistas japoneses de su época, su pericia artística solo era comparable a su audacia a la hora de incomodar a los poderosos con sus alucinantes escenas de pesadilla, pobladas de demonios y bestias que nadie se atrevería a imaginar estando sobrio. Cuentan que una mañana, caminando por las orillas del Kanda, el pequeño Kyosai encontró la cabeza cortada de un hombre flotando en el río; la sacó del agua y la dibujó una y otra vez hasta que sus horrorizados padres se la arrebataron. Aquel episodio le marcó para siempre, y su precoz fascinación por la muerte y el Más Allá le llevaría a retratar a su segunda esposa como un espectro en repetidas ocasiones, a partir de los bocetos que tomó de su cadáver, llegando a representarla como el icónico espíritu vengativo que sostiene en una mano la cabeza del propio artista, víctima de la obsesión morbosa.
El pequeño Kyosai encontró la cabeza cortada de un hombre flotando en el río; la sacó del agua y la dibujó una y otra vez hasta que sus horrorizados padres se la arrebataron.
Fue su maestro, el pintor Maemura Towa, quien le brindó el apodo de shuchu gaki, o "demonio de la pintura", un sambenito que lució con orgullo a lo largo de una trayectoria que abarca dos eras cruciales de la historia del Japón moderno: la Edo y la Meiji. Su obra pictórica es producto de otro trauma: el de un país feudal y dividido al convertirse en una nación industrializada bajo una misma bandera. En 1854, el año en que Kyosai cumplió 23 años, el shogunato Tokugawa firmó un tratado económico con los Estados Unidos, abriendo sus fronteras a una avalancha de cultura, dinero y tecnología occidentales. Cuando los líderes reformistas consiguieron disolver el sistema feudal catorce años más tarde, el progreso ya había borrado del mapa a los samurais para siempre. Pero Kyosai aún recordaba aquella cabeza cortada; la carne abierta, el hueso desnudo y los ojos ciegos.
En esta ilustración fechada en 1889, las huestes fantasmales se lanzan al ataque. El esqueleto que lidera la carga monta a un caballo con cabeza humana. La acumulación de detalles enfermizos, como la lengua rosada, casi pornográfica, que cuelga de la montura del jinete, contribuyen a que el grabado resulte aún más espeluznante. Forma parte de una serie titulada Hyakki yagyõ, inspirada en la antigua leyenda japonesa del Desfile Nocturno de los Cien Demonios. Los yokai viven a las afueras de las aldeas, ocultos en la oscuridad del bosque; son criaturas monstruosas que habitan un limbo entre la tradición y el olvido, dispuestas a llevarse consigo a los incautos que se cruzan en su camino. Reunidas en una espectacular enciclopedia visual del folclore japonés, cada escena del pergamino original ocuparía la doble página de un libro dispuesta de tal manera que se une a la siguiente, dotándolas de continuidad narrativa. Cada volumen se “lee” de derecha a izquierda, al estilo de los mangas que se popularizarían a mediados del siglo siguiente.
Los Yokai viven a las afueras de las aldeas, ocultos en la oscuridad del bosque; son criaturas monstruosas que habitan un limbo entre la tradición y el olvido, dispuestas a llevarse consigo a los incautos que se cruzan en su camino.
En 1874, Kyosai y su amigo Kanagaki Robun, habían fundado E-shinbun Nipponchi, la primera revista de arte secuencial y humor satírico de Japón, de la que llegaron a publicar tres números. El objeto de sus críticas eran aquellos japoneses que se esforzaban por convertirse en occidentales, adoptando la indumentaria y las costumbres de una sociedad pseudo-victoriana. Ante semejante pomposidad, Kyosai prefirió las flatulencias del He-gassen (literalmente, “concurso de pedos”) para contrarrestar los cañonazos de la armada estadounidense que abrieron el puerto de Nagasaki a la influencia extranjera veinte años antes. Las firmaba bajo el alias artístico de Shojo (“Borracho”) Kyosai, combinando el kanji kyo (狂), para “cómico” o “paródico”, con sai (斎) que significa “habitación”; en este caso, el estudio que dio nombre a su propio a sus “imágenes cómicas” (kyoga: 狂 画). Como cuando utilizó batracios para retratar la lucha entre la antigua clase samurái y el gobierno Meiji en la Rebelión de Satsuma de 1877.
Su última pintura fue un autorretrato que completó solo unos días antes de su muerte y que muestra el extraño contorno de su propio cuerpo demacrado, encorvado y tambaleante, mientras se ponía de pie para pintar, sufriendo los síntomas de su enfermedad fatal. Es trágico, pero de alguna manera apropiado que. después de toda una vida satirizando el Japón moderno, Kyosai finalmente volviera su mirada despiadada hacia sí mismo.