Mantener fuera del alcance de los niños: el irreverente mundo de las Biblias de Tijuana
/Las historietas obscenas e iconoclastas que parodiaban a celebridades y dibujos animados fueron uno de los entretenimientos más populares durante la Gran Depresión. Circularon durante décadas de manera clandestina y se leían a escondidas, pero ahora se han revalorizado como objetos de coleccionista.
En 1965, la Corte Suprema de Estados Unidos juzgó por “obscenidad” a El almuerzo desnudo. En un pasaje de su novela, William Burroughs, ponía el foco sobre «el sexo que escapa al censor, se cuela entre los distintos despachos, porque siempre hay un intersticio, en la música popular, en las películas de serie B, que deja ver la podredumbre fundamental de Norteamérica, que salta como un forúnculo aplastado, que salpica pegotes de T.N.D. que caen por todas partes y hacen brotar formas espantosas». Imaginemos por un momento a su narrador, Bill Lee, un alter ego del propio Burroughs, que aparece en sus novelas Yonqui (1953) y Marica (1985), de pie junto al estrado, esperando su turno para declarar al lado de sus amigos Norman Mailer y Allen Ginsberg. Al levantar la mano derecha, el alguacil le toma juramento sobre una biblia que va pasando de mano en mano por toda la sala como quien comparte un alucinógeno. «Puesto que este libro trata del tema de la droga, es brutal, obsceno y repugnante por necesidad. La enfermedad suele tener detalles repulsivos no aptos para estómagos sensibles», advierte el autor.
A comienzos de los años 30, Tijuana era la Interzona de California. Bastaba con conducir hasta la frontera con México, para obtener de manera discreta cualquier tipo de gratificación sexual o un buen chute de heroína, y relegar el sentimiento de culpa al lugar más recóndito de tu mente. A cal y canto, en el cajón de la mesilla de noche de un hotel cualquiera de los Estados Unidos que alberga un ejemplar de la biblia de Gedeón para antes de apagar las luces y que en Tijuana tendría un propósito completamente diferente. Si la corrosiva sátira social de Burroughs era un plato difícil de digerir en los años sesenta, en la siguiente viñeta es Popeye quien sodomiza a Pilón; la clase de pornografía que esconderías en el cesto de la ropa sucia o debajo del colchón. Tranquilo. Salvo raras excepciones, las historietas no superan las ocho páginas y apenas ocupan la palma de la mano, permitiendo llevarlas siempre encima, camufladas dentro de la billetera. Hasta que una mañana de verano, tu tía la solterona revisa el bolsillo trasero de tus pantalones mientras prepara la colada y descubre un par de esos libritos con ilustraciones obscenas que circulan impunemente por todo el país y que tú mismo has comprado a un forastero en la barbería del pueblo.
«Y policías siempre, del Estado, esos bien entrenados en la universidad, o sheriffs rurales con el hablar pausado y siempre algo amenazador en sus ojos —escribe Burroughs— Y ese frío que se te mete dentro cuando se va la droga». En Indiana, han incautado un alijo en la taquilla de un estudiante de instituto y el FBI ha decidido tomar cartas en el asunto, pero el verdadero origen de las historietas es tan imposible de rastrear como la autoría de las pintadas anónimas que proliferan en los urinarios públicos. Su naturaleza efímera permite gozar de impunidad a quiénes las escriben, dibujan y publican, actuando siempre bajo pseudónimo y desde la clandestinidad más absoluta. Los rumores apuntan a México, Cuba, Inglaterra e incluso Canadá, intentando eludir cualquier tipo de responsabilidad. Concebidas en sótanos oscuros, prensadas en garajes lúgubres de callejones sin nombre y distribuidas a salto de mata por todo el país, las Biblias de Tijuana suponen un negocio multimillonario para quienes intentan sobreponerse a los estragos de la Gran Depresión.
Las historietas no superan las ocho páginas y apenas ocupan la palma de la mano, permitiendo llevarlas siempre encima, camufladas dentro de la billetera.
Y como suele ocurrir en estos casos, los primeros en sacar tajada pertenecen al crimen organizado. En su novela gráfica El soñador, el genial Will Eisner recuerda un episodio de su juventud cuando, siendo todavía un aspirante, rechazó la oferta de un hampón para entrar en el lucrativo submundo del comic pornográfico. Los mismos contrabandistas que surtieron de licor al país durante la Ley Seca aprovecharon las máquinas con las que etiquetaban sus botellas para imprimir las primeras tiras eróticas y venderlas en sus propios garitos. Mafiosos de renombre como Legs Diamond, Al Capone y Machine Gun Kelly encarnan el ideal de virilidad insaciable, violenta y morbosa con el que los lectores deseaban identificarse, sin dejar de lado el sentido del humor grosero y soez. En Una salida apresurada (una traducción literal de A Hasty Exit, la jerga de la época para eyaculación precoz) el Enemigo Público Número 1, John Dillinger, demuestra ser de gatillo fácil. Basándonos en la aparición de su novia, Evelyn Frechette, desconocida para el gran público hasta su arresto en abril de 1934, podemos situar la fecha de su publicación apenas un par de meses antes de que el gánster sea acribillado a balazos a la entrada de un cine por los federales. El personaje del Capitán Tracy es, por supuesto, Dick Tracy; con lo que las alusiones sexuales a Dilly y Dick resultan aún más evidentes.
A partir de 1934, la irrupción del estricto Código Hays supone un punto de inflexión para la industria de Hollywood y las chismosas del celuloide como Louella Parsons, Sheilah Graham y Hedda Hopper quedan huérfanas de titulares jugosos. ¿Qué ha sido de la Babilonia de Mae West y Fatty Arbuckle? ¿Dónde están las orgías de sexo, alcohol, drogas y jazz? «El adicto es inmune al aburrimiento —anuncia Burroughs— No necesita contactos sexuales, ni sociales, tampoco trabajo, diversión, ejercicio..., no necesita nada excepto morfina». Mientras tanto, en las páginas de Tijuana, James Cagney sale del armario con sus compañeros de reparto Pat O’Brien y Dick Powell; Esther Williams protagoniza el primer chapuzón interracial y Joan Crawford comparte escena con Clark Gable y Douglas Fairbanks. Es su manera de rebelarse contra la nueva política de los estudios diseñada para excitar la imaginación de los espectadores y manipular la opinión pública, pero nunca para satisfacerlas.
¿Qué ha sido de la Babilonia de Mae West y Fatty Arbuckle? ¿Dónde están las orgías de sexo, alcohol, drogas y jazz?
Los tabloides se apresuran en capitalizar la controversia, denunciando los «folletos increíblemente sucios que muestran los actos sexuales y las perversiones más viles de las estrellas». Debido a la exposición mediática, lejos de remitir, la fiebre tijuanesca aumenta y en 1948, el mismo año en que Robert Mitchum es arrestado por posesión de marihuana, ve la luz Goof Butts donde se alude a la metedura de pata, su afición por el sexo anal y al argot para referirse a las colillas de porro.
El sexo explícito, grosero y a menudo violento, de las Biblias de Tijuana encaja con las fantasías misóginas y las pulsiones homoeróticas como vía de escape a las ansiedades cotidianas de la Gran Depresión. Sin preliminares ni apenas argumento, se recrean en el acto. Y en algunos casos, la coartada satírica cede paso a un tratamiento vejatorio de los ricos y famosos. Lejos de resultar subversivas, se conforman con ser ofensivas y replicar los estereotipos raciales de la cultura dominante. Solo cuando se atreven a transgredir la realidad consiguen resultar verdaderamente estimulantes. Las parodias pornográficas de Betty Boop, Popeye y Mickey Mouse, por ejemplo, no solo violan las leyes de derechos de autor, sino que profanan el ámbito doméstico.
«El sexo que escapa al censor, se cuela entre los distintos despachos, porque siempre hay un intersticio, en la música popular, en las películas de serie B, que deja ver la podredumbre fundamental de Norteamérica»
«Bueno, mis chicos serán así también algún día -reflexiona William Burroughs- ¡Qué extraña es la vida!». Al airear los vicios inconfesables de los personajes de las tiras cómicas de los suplementos dominicales, se pervierten los iconos culturales con los que se han criado varias generaciones y se anticipa el trabajo de caricaturistas posteriores como Harvey Kurtzman, fundador de la revista Mad y creador de Little Annie Fanny, la versión erótica de la popular huerfanita que comienza a publicarse en Playboy en los años sesenta. En ese sentido, la influencia de las Biblias de Tijuana también resulta decisiva para entender la explosión del comic underground liderada por artistas como Robert Crumb, Art Spiegelman, S. Clay Wilson o Richard Corben justificando, al menos en parte, su incorporación al corpus contracultural a mediados de los años ochenta.