La Gran Bestia en España
/En el mes de julio de 1908, Aleister Crowley (el famoso mago, poeta y escritor autonombrado como La Gran Bestia 666), en compañía de su fiel Victor Neuburg, quien lo consideraba un auténtico mesías y fue objeto de repetidas sesiones de magia sexual que incluían azotes continuos («Al parecer, es un homosexual sádico —escribió Neuburg en su diario mágico—, porque realizó la ceremonia con evidente satisfacción»), viajaron desde París a Burdeos y, desde allí, alcanzaron Bayona. Tan solo un año antes, tras enormes disputas en el seno de la sociedad ocultista Aurora Dorada, decidió fundar su propia Orden, la Astrum Argentum.
Crowley era ya un hombre autoconvencido de su papel como gran profeta. Fascinado con el mundo de las sociedades secretas, en Cambridge, durante sus tiempos de estudiante y agitador, había entrado en contacto con exiliados carlistas españoles. Según confesó, quiso unirse a ellos en un plan que consistía en recoger armas y municiones que luego esconderían en un barco e intentarían que llegase a las costas españolas. El plan no pudo realizarse porque las autoridades detuvieron la embarcación y descubrieron el arsenal. Pero ahora España no se le resistiría.
El periplo de la pareja era ambicioso: maravillados por lo que se decía de nuestro país (el misterio y las tradiciones arcaicas, el temperamento apasionado y la superstición), querían atravesar a pie todo el país hasta llegar al norte de África. Para él no era un supremo esfuerzo. Todos conocían su colosal forma física como experimentado montañero; Neuburg, sin embargo, era distinto y, días más tarde, comenzó a sentirse débil y febril.
El ritmo de su mentor era tremendo. Vestidos con ropas de montañeros fueron detenidos hasta en tres ocasiones por La Benemérita. En la primera ocasión, su aspecto les hizo parecer vagabundos o simples bandidos del campo, aunque ellos lo negaron. La segunda y tercera vez las sospechas podían ser más dramáticas. El país, sobre todo Cataluña y Madrid, se debatía entre las bombas y atentados anarquistas y la represión gubernamental, y los agentes pensaron que eran libertarios clandestinos. No lo tuvo fácil para explicarse con las pocas palabras de español que manejaba.
Allí por donde atravesaban, lo que constataban era el aspecto de gran miseria de los pueblos: «La gente de los pueblos de la montaña no parece estar familiarizada con los extranjeros, sobre todo con extranjeros a pie». A su alrededor, mojigatería y miedo atroz al diferente, al «extranjero mochilero». Crowley, enfurecido, clama al cielo: «La Iglesia chupa el alma de esta gente [...]. La única ciudad de España que se mantiene es Barcelona, foco de infidelidad y masonerías». A sus ojos, la gente está lejos de ser civilizada. Andrajosos y brutales, no logra empatizar con ellos. Lo que le interesa de Barcelona, que no llegó a visitar, es su leyenda bohemia, sus bajos fondos y su asociacionismo clandestino, sin apenas saber nada de esto salvo lo que se cuenta en la prensa extranjera y las habladurías constantes en torno a la rosa de foc. Pamplona, Logroño y, posteriormente, Soria, que le maravilla al considerarla «una estupenda reliquia de la vigorosa grandeza del pasado. La gente es simpática y no soy capaz de describir con palabras el placer que me produjo la comida que me sirvieron en mi hotel».
Es ya agosto y el sol aprieta. En Burgo de Osma se produce un cambio. Se siente a gusto en aquel lugar y sus gentes le impresionan: «El orgullo es el factor más valioso de su supervivencia», afirma. Allí presencia una corrida de toros en la recién inaugurada plaza de toros. La imaginería y el ritual, el fervor y la sangre, lo deslumbran: «Por primera vez yo estaba preparado para ver una corrida de toros. Ya estaba yo preparado para comprender y sentir, de forma directa, aquel espectáculo primitivo [...]. Aquella sangre sobre el lomo del toro bajo la luz del sol del verano español es el más bello color que yo nunca pude ver en toda mi vida. Es, de hecho, muy raro poder ver los colores puros en la naturaleza; casi siempre aparecen mezclados con otros de diferentes tonos. Pero cuando lo ves aparecer es algo arrollador». Crowley repite y asiste al día siguiente a otra corrida, donde vio salir a hombros a los toreros Manuel Mejías «Bienvenida» y Manuel Rodríguez «Manolete».
Siguen y siguen. Aranda de Duero y decenas de pueblitos y luego, a lo lejos, divisan Madrid. Pero antes deciden pasar la noche en un pueblo al que llama «Pueblo de la Cocina de Brujas», por su aspecto lúgubre, sin que sepamos exactamente cuál era, aunque quizá se trató de Villaciervos. Cuando Crowley llegó a la capital, todo le deslumbró. Se alojó en un hotel de la Puerta del Sol y, según contó en sus Confesiones, se pasó mañanas enteras en el Museo de El Prado, admirado ante las obras de Goya y Velázquez, mientras Neuburg, destrozado por una colitis y el cansancio, lo esperaba en la cama. Las Meninas y los misterios que esconde, le parece la mejor obra de arte del universo. En su hotel, en bares y tabernas, escribió «La psicología del hachís», que aparecerá en el segundo número de su revista The Equinox.
Allí están una semana, durante la que tenemos la tentación de imaginarlo entrevistándose con personajes ilustres de la literatura y el dandismo, pero de lo que nada sabemos. Al partir ponen rumbo a Granada donde, por supuesto, visitaron La Alhambra y Las Alpujarras. El mundo gitano lo transportó a una atmósfera en la que se sentía deslumbrado. Un poema titulado La gitana recogió su encuentro con una mujer de la que se quedó prendado, o quizá sublimó con su habitual desbordante imaginación: «Tu pelo cubierto de rosas y rocío mientras bailábamos / la hechicera encantadora y el paladín extasiado», escribió. Todo encajaba y Crowley la convirtió en una especie de diosa mística, su casi Mujer Escarlata, y el su servidor y también guía.
El último día de agosto, la visita termina. Antes de dejar atrás nuestro país, Crowley siente nostalgia. Tánger les espera, pero nada como España: «No necesitamos mucho tiempo para descubrir que habíamos dejado atrás la libertad».