La «serofobia» que ya está aquí
/Alana Portero escribe sobre la «serofobia», ese dejar morir que proponen Boris Johnson, Jair Bolsonaro y Donald Trump y ciertas analogías que existen entre VIH y Coronavirus: «Las delirantes ideas que están apareciendo en torno a exigir historiales serológicos limpios para acceder a puestos de trabajo o a mayor movilidad, han puesto encima de la mesa y al alcance de todo el mundo el aberrante concepto de la serofobia»
Dejadme que os describa una fotografía de finales de otoño de 1999: estoy en una sala de espera a punto de recoger mi primera serología. Tengo miedo. Pese a que vivir con VIH ya se considera una condición crónica, ha pasado demasiado poco tiempo desde que estábamos viendo morir a generaciones enteras de personas LGTB. Las personas LGTB que crecimos a la sombra de aquella masacre lo hicimos con cierta convicción de condenadas. La dejación de gobiernos enteros y la propaganda homófoba y serófoba se habían encargado de dejarnos algunas impresiones retinales espantosas, señalamientos públicos y mucha desesperanza. Mi construcción sexual durante aquellos años estaba siendo abrupta, en penumbra, culpable, ansiosa y forzando límites. Víctima de una narrativa impuesta, llevaba años viviendo una disociación entre la persona que era durante el día y la persona que salía de noche casi a hurtadillas. No tenía a nadie con quien hablarlo. Nadie con quien confrontar los malos vientos que me recorrían. Era dos o tres personas a la vez.
«Me siento a su lado, le cojo la mano y se me abraza como un niño pequeño. Dos personas más se unen a ese abrazo, no nos conocemos, pero estamos vadeando el mismo precipicio»
En aquella sala de espera solo hay chicos, o eso parece, yo misma era uno de ellos. Jóvenes, casi todos acompañados, asustados. Los recuerdo guapísimos, como ángeles helados de frío que acaban de perder su divinidad. No tardan en llamarme y no tardan en darme el resultado: negativo. Cuando salgo del despacho me encuentro a un muchacho muy joven desmoronado en el asiento, acaba de salir de otra consulta, positivo, está desconsolado, pese a que le han explicado qué debe hacer y las buenas expectativas que tiene, le puede el pánico, nadie de aquellos años podría culparle. Me siento a su lado, le cojo la mano y se me abraza como un niño pequeño. Dos personas más se unen a ese abrazo, no nos conocemos, pero estamos vadeando el mismo precipicio, no es tanto el VIH, es la soledad que lo acompaña, la narrativa social, la marca inefable.
Han pasado más de veinte años desde aquella mañana. Parte de esa barbarie narrativa se ha disuelto a fuerza de paciencia, concienciación y campañas. Ha dejado por el camino mucho sufrimiento. Pese a que aún sobrevive un lenguaje más que cuestionable sobre el VIH y algunas creencias no acaban de estar desmontadas, la ciudadanía media no sale corriendo ante la sola mención del virus, ni ante quien pueda haber sido transmitido. No existe la normalidad completa, pero sí espacios de seguridad cada vez más amplios y estables. No hace tanto que las cosas eran muy diferentes, no hace tanto que mi madre, angustiada, me estaba diciendo cada sábado por la noche justo antes de salir: «tú, ten cuidado por ahí que hay mucho SIDA». Con el convencimiento absoluto de que tarde o temprano me sería transmitido el virus y se completaría el destino aciago –el castigo– propio de mi condición.
POLÍTICAS CRIMINALES
Insisto en las narrativas porque son las que nos han traído hasta aquí y porque su origen forma parte de un plan perfectamente ideado para dar de lado y dejar morir a elementos indeseables de la sociedad. En cuanto Ronald Reagan llega a la presidencia de los Estados Unidos, pone en marcha la aplicación de ciertos protocolos sanitarios recogidos en el documento Technology on the social and ethical aspects of transexual surgery, un plan de desatención a la comunidad trans ideado por Janice Raymond, uno de los nombres más importantes de la segunda ola feminista. Con este pacto entre republicanos y feministas transexcluyentes se utiliza la negativa a tratar a pacientes trans que no pasen por terapia de conversión para extender la desatención a gran parte del colectivo LGTB pobre, a las trabajadoras sexuales y a las personas adictas. Lo que llega después es una masacre de proporciones aún imposibles de calcular. Este modelo se exportó a gran parte de las democracias del autodenominado «primer mundo», era una oportunidad para rescatar la idea de las prácticas condenatorias y deshacerse de personas que no tenían cabida en las sociedades desclasadas que estaban por venir. Simplemente tuvieron que mirar para otro lado y dejar que las historias sobre las supuestas oscuridades de las vidas LGTB se transmitiesen sin réplica posible. Los partidos conservadores y la derecha de inspiración evangélica se emplearon a fondo en esta cruzada. La mayoría de aquellas influyentes personalidades que perpetraron un genocidio siguen vivas y disfrutando de vejeces apacibles. Sus hijos, sus nietos, sus herederos políticos ocupan las que fueran sus posiciones y ninguna consecuencia ha rozado a tan eminentes estirpes criminales.
LOS DELIRIOS DE ANA ROSA
«Las delirantes ideas que están apareciendo en torno a exigir historiales serológicos limpios para acceder a puestos de trabajo o a mayor movilidad, han puesto encima de la mesa y al alcance de todo el mundo el aberrante concepto de la serofobia»
Cuando Ana Rosa Quintana establece analogías entre VIH y coronavirus, y otorga a la convivencia con el primero una antigüedad de 10 años, no está más que dibujando a la perfección los contornos del mismo clasismo asesino que aún tiene las manos manchadas con la sangre de los y las marcadas por el sarcoma. Esa historia no va con ella, no va con los suyos. Para ellos son 40 millones de nudas vidas, de desgraciados y desgraciadas a los que su mundo no echará de menos. 40 millones que se buscaron lo que les ocurrió. 40 millones de nadies que están mejor muertos.
Las delirantes ideas que están apareciendo en torno a exigir historiales serológicos limpios para acceder a puestos de trabajo o a mayor movilidad, han puesto encima de la mesa y al alcance de todo el mundo el aberrante concepto de la serofobia, un odio que nuestro colectivo lleva soportando más de cuarenta años, especialmente, claro, las personas que conviven cada día con la transmisión. Como intentó explicar en medio de un ataque de estupor Fernando Simón, la sola idea de otorgar privilegios a unas personas sobre otras dependiendo de qué virus portan en su sangre es un acto de maldad. Nada más. Es un tipo de supremacismo que entronca con la eugenesia y no debe aparecer en foro de debate alguno.
ESE DEJAR MORIR
Hasta ahí las analogías posibles entre VIH y coronavirus. Todo aquel que diga haber aprendido alguna lección sobre el primero gracias al segundo, está frivolizando con algo que ni entiende, ni ha querido entender jamás.
Los aspavientos de la clase dominante se deben a la enorme capacidad de transmisión que tiene el coronavirus. Esta vez, aunque su clase les sigue protegiendo (tienen dónde pasar cuarentenas sin miedo a la claustrofobia), no es un factor tan determinante para mantenerse del todo a salvo. Nada aprenden de tal situación. Salen a la calle exigiendo que sus asistentas, chóferes y jardineros vuelvan pronto a ocuparse de sus necesidades, así desayunen coronavirus en el metro al desplazarse para trabajar. Todas estas manifestaciones por el bien de la economía y la libertad son una forma escandalosa de poner –otra vez– a la clase trabajadora de parapeto, la reactivación desde abajo, ofreciendo en sacrificio a la masa precaria con la seguridad de que siempre habrá un repuesto para los caídos.
Ese dejar morir que proponen Boris Johnson, Jair Bolsonaro y Donald Trump incluye las apelaciones a la inmunidad de grupo que vienen desde sectores políticos y empresariales, en ese grupo al que se refieren nunca están ellos, somos tú y yo, con las cuentas del banco a cero y las facturas a deber. Sus mulas de carga, los peones sobre los que se asientan sus fortunas, las audiencias de sus programas.
Antes de salir a la calle cacerola en mano porque nuestra presentadora de confianza, nuestro político de cabecera o nuestro deportista adorado nos animan a ello, convendría detenerse a observar en qué nos parecemos a ellos y ellas, en qué punto sus vidas se parecen a las nuestras, quiénes van a afrontar los riesgos y quiénes tienen espacio y seguridades materiales para esperar con cierta tranquilidad a que escampe.
Las lágrimas de Díaz Ayuso en misa, Joan Roig en chándal, la bisnieta de Queipo de Llano y sus vecinos cantando el Bella Ciao, todos esos gestos de indignación, todas esas apelaciones a la libertad, provienen de las mismas personas que, hace treinta años, usaban la palabra «sidoso», del mismo modo que, envueltos en la rojigualda, antes de ayer gritaban contra «rojos», «maricones», «putas» y «perros judíos» en Núñez de Balboa. No hay aprendizaje que valga para quien está acostumbrado a vivir sobre las osamentas de otros. Esta vez, como todas, sus deudas vamos a amortizarlas con nuestros cuerpos.