La sonrisa de Elliot Page
/«Lo que importa de la foto de Elliot Page es la foto misma. La necesidad de hacerla y exponerla. Lo que probablemente significa para él poder exhibir algo tan simple, a sus 34 años, un hombre que se acerca a la madurez, su primer bañador y su torso desnudo tras años de camisetas holgadas y postura encorvada. Cómo no alegrarse por ello desde lo que es, un acto sencillo y liberador»
A cuenta de su primer traje de baño masculino, un pantaloncito amplio a medio muslo de color cereza, Elliot Page subía a su IG la correspondiente fotografía al borde de la piscina, con el torso desnudo, a cicatriz abierta y una sonrisa en la que podía adivinarse una euforia de género que daba ganas de abrazarle y reír con él.
Como toda vida trans que discurre por los cauces de lo público, cada acción tiene su correspondiente y desmedida interpretación, en la que puede verse, según quién la analice, a una persona destruida por la ideología de género o a otra feliz y tranquila con su evolución personal.
Que somos, muy a pesar nuestro, uno de los segmentos de población que con la visibilidad ha enfermado irremediablemente de escrutinio, a estas alturas no tiene discusión.
Cada vez que una persona trans se manifiesta públicamente mostrando su cotidianidad, se forma con inmediatez una larga fila de personas con opiniones, exégetas del género en busca del gesto, del símbolo o criptograma que demuestre diferentes teorías sacadas del cajón de las cosas que no existen. A menudo se critica la proliferación de identidades de género que, supuestamente, ha traído el cambio de milenio. Dejando aparte que nada se ha inventado que no existiese desde hace siglos y que a lo que tú llamas «posmoqueer» yo lo llamo analfabetismo colonial; la suma de esas identidades que ahora se visibilizan nunca estarán a la altura de las ideaciones que se hacen sobre ellas basadas en prejuicios, fetiches, ignorancia o interés político.
La escritora y periodista Katelyn Burns definió perfectamente el sentir de las personas trans ante esta avalancha de interés malsano: «yo solo quiero escribir cosas chulas y comer pizza».
«Una se siente ridícula explicando algunas cosas, como si existiese una clave trans para entender el universo a la que solo nosotras tenemos acceso. No es así. Se trata de humanidad y un mínimo de responsabilidad emocional»
Cuando las personas trans entramos en debates complejos, la mayoría de las veces lo hacemos obligadas, hartas de escuchar fantasías de odio elaboradas como si fuesen demandas judiciales o trabajos de fin de grado que apenas dan para aprobar. Nos hemos tenido que formar en asuntos que a muchas de nosotras probablemente nos importen un pimiento. Vivimos en una perpetua formación en defensa propia que resulta, muy a menudo, aburridísima. A las que disfrutan con el jarrucheo de la teoría de género, los debates y la guerrilla intelectual, mis mejores deseos y toda la gloria. Benditas sean por adentrarse con placer en esas aguas calentorras y contaminadas. Intuyo que la mayoría no lo haríamos si no nos obligasen. Quizá me equivoque.
Siguiendo con el propio Elliot Page y su entrevista de hace unos meses con Oprah, todas recordamos la cacharrería que organizó el frente feminista tránsfobo interpretando las lágrimas, la aparente tristeza y el gesto conmovido de Page como una clara muestra de que la experiencia trans es una trituradora de vidas. Pintaban al pobre Elliot como a un ecce homo queer carente de ilusión por vivir cuya alegría le había sido extirpada con la mastectomía. Una se siente ridícula explicando algunas cosas, como si existiese una clave trans para entender el universo a la que solo nosotras tenemos acceso. No es así. Se trata de humanidad y un mínimo de responsabilidad emocional.
Imagina contar un viaje como el que supone una vida trans. Los años de armario, las dudas, la asfixia, los momentos de intimidad, el miedo a perder todas tus relaciones, el miedo a perder el trabajo, el pánico a la reacción familiar. Esto en el peor de los escenarios que nos planteamos. Incluso en los más positivos hay que lidiar con un cambio de escenario descomunal. Todo son pensamientos intrusivos, inercias culturales y susurraciones de la mente. Contar esto, como cualquier experiencia radicalmente transformadora, no se suele hacer desde lo festivo. Requiere ahondar en ciertas intimidades que llevan casi toda la vida guardadas con doble llave. Conectar con emociones, vivencias y recuerdos muy intensos. No tienen por qué ser dramáticos, pero sí son apabullantes.
Cualquiera puede entender que el tono en una entrevista que trata de ahondar en estas cuestiones no es precisamente la hora feliz del irlandés de tu barrio. Interpretar el llanto o la hondura del gesto como tristeza también refleja cierta alopecia emocional. Ya que vamos a hacerlas de todas formas, se agradecería que elevásemos la calidad y la sofisticación de nuestras apreciaciones sobre vidas ajenas.
Me hago cargo de que muchos de los comentarios que nosotras mismas hacemos sobre estas imágenes de personas trans haciendo cosas, tienen más de proyección personal que de realidad. En parte vemos lo que queremos ver. La diferencia es que partimos de una experiencia que seguro tiene algunos anclajes similares y nos es posible reconocer patrones de comportamiento parecidos a los nuestros. No son ideaciones completamente sacadas de la lámpara maravillosa, hay una experiencia común detrás, sobre todo en los inicios. Después nuestras vidas divergen como las de cualquiera.
No falta nunca en este contexto la apelación a la abolición de género como panacea. Un concepto, que con su simple invocación, transforma la realidad a lo que la invocante necesita para salirse con la suya en una discusión agresiva en la que solo participa ella.
«Déjame los tacones y vamos a despedazar la división sexual del trabajo, que es la que nos está desollando vivas»
Estoy bastante cansada de las simplezas que se ponen encima de la mesa en la discusión sobre el género, lo trans y las fantasías de poder de cada una. La abolición de género al final siempre resulta ser una chica con el pelo corto, un diente de oro, vestida con una sudadera gris oversize y haciendo gestos de rapero de los noventa frente al objetivo. Desde ya os digo que la hoja de ruta de semejante plan maestro no hubiera salvado los pechos de Elliot Page, que parecen preocupar muchísimo a una parte del feminismo. Como si no fuesen suyos y no tuviera todo el derecho a deshacerse de ellos a conveniencia. La carne, en un sentido íntimo, no son medios los medios de producción, no se puede ni se debe socializar.
Convendría, se me ocurre, centrarse en la abolición del patriarcado, que en realidad no está tan relacionado con las prácticas estéticas de género (que es lo que al final importa en esa simpleza de la abolición). Déjame los tacones y vamos a despedazar la división sexual del trabajo, que es la que nos está desollando vivas.
Lo que para unas es una imposición estética para otras es una conquista, esa realidad es la que es y no vamos a cambiarla solo nombrando un antídoto. Dudo incluso de su efectividad como proyecto utópico. Me gusta más la emancipación de la mirada masculina.
Para conservar la aprobación de los hombres, con no haber transicionado, yo misma hubiera tenido bastante. Me di atracones de validación masculina cuando pasaba por mariconcito gótico al que llevar como trofeo a la cena de papis de los viernes. Ningún eje de mi disforia se aliviaba con su deseo. Ahora me visto y me maquillo para mí, para envolverme en la bandera de mi liberación y de una feminidad por la que me he dejado media vida. No desprecio las implicaciones sociales que fuerzan la búsqueda de la asimilación de género, ni su naturaleza impositiva y violenta, nadie con dos dedos de frente lo hace, pero no debe recaer sobre nosotras, las personas trans, la responsabilidad de torcer esa inercia. Nuestra existencia misma, en el fondo, ya la tuerce. Nuestra necesidad de encajar es la misma que la de cualquiera, solo que en nuestro caso viene acompañada de un coro griego que vocea cada paso que damos y nos señala como a Jerjes en el final de Los persas.
«Dejando aparte que nada se ha inventado que no existiese desde hace siglos y que a lo que tú llamas “posmoqueer” yo lo llamo analfabetismo colonial; la suma de esas identidades que ahora se visibilizan nunca estarán a la altura de las ideaciones que se hacen sobre ellas basadas en prejuicios, fetiches, ignorancia o interés político»
Lo que importa de la foto de Elliot Page es la foto misma. La necesidad de hacerla y exponerla. Lo que probablemente significa para él poder exhibir algo tan simple, a sus 34 años, un hombre que se acerca a la madurez, su primer bañador y su torso desnudo tras años de camisetas holgadas y postura encorvada. Cómo no alegrarse por ello desde lo que es, un acto sencillo y liberador.
«Escribir cosas chulas y comer pizza», ir a la piscina, ir de compras, dar un paseo, coger un tren sin temblar a la hora de la identificación, hacer entrevistas de trabajo centrándote en el puesto y no en los prejuicios de quien te entrevista y sonreír delante del espejo de vez en cuando.
Así de complicado es entender las necesidades básicas de una vida trans. No dejéis que la realidad os arruine la complejísima historia que os habéis montado para descifrar nuestra conspiración.