Las debilidades de un editor falangista
/Cuando en abril de 1952 John Steinbeck visitó España, hizo un gran descubrimiento: su obra, lejos de estar prohibida, había sido publicada por una generación de ardientes y declarados editores falangistas. Muchos de los nombres más importantes del mundo editorial español, como Planeta, Destino o Luis de Caralt, fueron falangistas militantes. También el pop vivió algo parecido en aquella oscura y, a veces, extraña política cultural franquista
«España no fue lo que esperábamos», confiesa el escritor y premio Nobel John Steinbeck en una carta enviada a su amigo Pascal Covici el 18 de abril de 1952. En sus palabras hay una mezcla de asombro y desengaño. Por vez primera ha visitado España, concretamente Madrid, Toledo y Sevilla, en plena época dura de un franquismo que buscaba apoyos y alianzas, y sus oligarcas eran conscientes de los peligros del aislacionismo en un escenario internacional que, casi sin excepción, perseguía firmar acuerdos bilaterales estratégicos.
«Abandonó un país pretendidamente libre (Estados Unidos) para ir hasta la boca del lobo (España) y, como sucedió con su libro, el viaje lo dejó sin respuestas»
Steinbeck le escribió desde París escasos días después de abandonar España, un país que describió como «contradictorio» incluso para alguien como él, que tiempo antes había visitado Rusia en compañía del fotógrafo Robert Capa, donde triunfaba el totalitarismo y sobre el que incluso escribió un libro (Diario de Rusia). Tampoco allí, en las frías latitudes de la hoz y el martillo, cuando aún muchos intelectuales europeos se negaban a aceptar la existencia de gulags, encontró lo que esperaba y sus críticos cargaron contra él por no haber sido más duro en sus opiniones sobre el «monstruo» rojo.
España, según él, fue otra cosa. Se hospedó una semana entera en el Hotel Palace, en pleno centro de la capital. No lo hizo solo. Lo acompañaban su actual esposa Elaine Scott junto a su amigo, el artista y escritor sueco Bo Beskow. Luego siguió camino de Sevilla, atraído por la tradicional Feria de Abril, algo que volvería a hacer dos años más tarde en un itinerario prácticamente idéntico. Durante su estancia en Madrid visitó el Museo del Prado, aunque le resultó agotador el incesante trasiego entre cientos de obras: «Muchas impresiones, quizás demasiadas. Es duro ver tanto en tan poco tiempo», dijo con amargura, algo que repetiría en su maravilloso Viajes con Charley en busca de Estados Unidos. En el libro, el escritor emprende un vasto viaje por el prácticamente inabarcable territorio de Estados Unidos con un objetivo que casi parece el sueño de un loco: determinar qué es eso de ser estadounidense, o si acaso existe algo semejante. No salió como esperaba. A mitad de trayecto surgieron los peligros propios de la acumulación y el exceso de estímulos. Aquel pasado, por su pesadez y carácter apabullante, le resultaba incomprensible. Había cruzado decenas de estados y hablado con centenares de personas, pero cuando el viaje comenzó a acercarse a su final se sintió desolado y abatido. También se reconcilió consigo mismo y, de paso, con aquella «loca» idea. No era posible. «No me sentía capaz de asimilar lo que me iba entrando por los ojos», confesó, al tiempo que aparecía el fantasma, ese que años antes se le apareció en su visita al Museo del Prado, afirmando haber «sentido lo mismo en el Prado de Madrid después de ver un centenar de cuadros: la incapacidad empachada y desvalida de ver más».
Mientras tanto, en su país se agitaban las hogueras del anticomunismo y del macarthismo. Su amigo, el director Elia Kazan, que llevaría al cine su obra Al este del edén, publicada pocos meses después de su visita, testificaba ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Abandonó un país pretendidamente libre (Estados Unidos) para ir hasta la boca del lobo (España) y, como sucedió con su libro, el viaje lo dejó sin respuestas.
Tras dejar Madrid fue hasta Toledo. También sabemos que regresó dos años más tarde, en 1954, y que nuevamente visitó Madrid y Sevilla. En esta última ciudad, se hospedó en el Hotel Madrid y quedó fascinado con el universo genuinamente gitano, esa misma Andalucía que desarmó a tantos intelectuales y artistas. Allí siguió los pasos de Cervantes, visitando el lugar en el que se levantó la vieja prisión donde comenzó a escribir el Quijote, como la suprema obra de la literatura de todos los tiempos que nació en medio de un cautiverio.
«A pesar de que le habían advertido de la censura franquista y que sus libros estaban prohibidos, comprobó que no era cierto: "He visto que mis libros son incluso muy populares", escribió entusiasmado»
¿Cuáles fueron los motivos de aquel desconcierto? Antes de aterrizar se había preparado para la experiencia de vivir en un país desconectado del mundo, encerrado en su propio miedo y atenazado por la censura. Pero, como le confesó a Covici, aquel era un país «contradictorio» sobre el que resultaba muy difícil hacer cualquier tipo de generalidad. Nada más llegar hizo un gran descubrimiento. A pesar de que le habían advertido de la censura franquista y que sus libros estaban prohibidos, comprobó que no era cierto: «He visto que mis libros son incluso muy populares», escribió entusiasmado. Su sorpresa fue mayúscula. Desconcertado, intentó explicarlo como el resultado de un miedo anticipado. «Quizás sentía algún complejo de mártir y me daba una excesiva importancia», confesó a Covici.
El país «contradictorio»
Steinbeck ignoraba que precisamente su obra había llegado a España gracias a los esfuerzos de un puñado de editores falangistas, la mayoría creyentes en las «virtudes» de un totalitarismo que se mantuvo durante cuatro décadas. Esos editores, surgidos entre las filas del nacionalcatolicismo militante, fueron los culpables de la entrada en nuestro país de la obra de escritores internacionales, la mayoría de ellos considerados en sus países como díscolos y proclives al comunismo, como William Faulkner, George Orwell o el mismo John Steinbeck, cuya obra más célebre, Las uvas de la ira, había sido calificada en Estados Unidos como obra «incendiaria» y «roja», el libro de texto del Partido Comunista Americano.
El escritor, en aquel mes de abril de 1952, se encontró con las primeras traducciones mexicanas, argentinas y chilenas de alguna de sus obras. Pero había más. Desde 1949, su obra había comenzado a publicarse por los editores españoles y, al darse una vuelta por las librerías tanto de Madrid como de Sevilla, encontró ejemplares de El ómnibus perdido (The Wayward Bus, 1947, traducido por Fernando Diego de la Rosa y publicado por Luis de Caralt en 1949), La perla (The Pearl, 1947, traducido por Francisco Baldiz y también publicado por Luis de Caralt en 1951), e incluso de Las uvas de la ira (Grapes of Wrath, 1939, traducido por Hernán Guerra Canévaro y publicada por Planeta).
«Es una historia llena de luces y de sombras, tan contradictoria como aseguró el escritor que era ese país que visitaba. La lista la encabezan falangistas confesos y orgullosos que, en algún caso, manejaron la pistola al tiempo que leían a los mejores poetas»
Estos editores forman parte de la memoria de España, la columna vertebral de buena parte de la edición contemporánea en nuestro país. Es una historia llena de luces y de sombras, tan contradictoria como aseguró el escritor que era ese país que visitaba. La lista la encabezan falangistas confesos y orgullosos que, en algún caso, manejaron la pistola al tiempo que leían a los mejores poetas.
Uno de ellos fue Luis de Caralt, el primero que publicó a Steinbeck, que apareció junto a William Faulkner —de quien tenía los derechos exclusivos en España—, bajo la etiqueta de «Los tremendistas». Caralt había sido concejal falangista en el Ayuntamiento de Barcelona y uno de los fundadores de la entonces (1939) clandestina Falange Auténtica. También había sido un hombre de acción. Durante la guerra civil fue jefe de centuria de la brigada falangista de Nuestra Señora de Montserrat. En 1949, el año que publicó a Steinbeck, superaba la treintena y ya era famoso entre las filas de la intelligentsia falangista. Fue uno de los más decididos a dar rienda suelta al mundo de los grandes premios literarios. Aquel mismo año creó el Premio Ciudad de Barcelona. Eligió, además, una fecha que no tenía nada de arbitraria: el 26 de febrero, el funesto día de la entrada de las tropas fascistas en Barcelona.
La lista de los premiados, en aquellas sus primeras ediciones, era una radiografía de la España de entonces. Y del reparto de poder. Ahora la cultura podía premiar los sacrificios hechos por los suyos, como los del pionero falangista Bartolomé Soler, galardonado por su novela Patapalo (1949), o de la abogada, también falangista, Mercedes Fórmica, por Monte de Sancha (1950). Poco cambió al año siguiente: Ricardo Fernández de la Reguera, antiguo combatiente fascista, recibió las mieles del éxito con Cuando voy a morir y, como finalista, Manuel Vela Jiménez, periodista y narrador muy próximo al grupo de la revista Azor, uno de los focos más importantes del falangismo y que era dirigido por el activísimo Luys Santa Marina, auténtico espadachín de la política cultural falangista, con La hora silenciosa.
Caralt ejercía un gran papel en el ambiente literario de aquella Barcelona. Tenía la editorial en una imponente casa señorial del barrio de Sarriá, al tiempo que dirigía una librería muy frecuentada situada en Las Ramblas, en el edificio de la empresa Tabacos de Filipinas, donde trabajaba el poeta Jaime Gil de Biedma. Además de como librería, funcionaba como sala de arte donde se exhibía la gran colección pictórica que con los años atesoró Caralt.
«Santa Marina era carismático, un líder de una generación de literatos un tanto bohemios, estoicos y, en ocasiones, violentos»
Su ritmo editorial era frenético. Publicó a Steinbeck, Alan Sillitoe, Thomas Mann o Jack Kerouac, entre cientos de autores, pero también obras ardientemente fascistas, como biografías claramente favorables sobre Hitler o Mussolini, entre otros, sin olvidar las obras de falangistas como Juan Aparicio o el mismo Luys Santa Marina, que se convirtieron en piezas muy valoradas por los fascistas hispanos. Curiosamente, este último, Luys Santa Marina, uno de los principales escritores falangistas, sufrió una censura por partida doble. Su novela Tras el águila del César (Elegía del Tercio, 1921-1922) fue calificada de «sádica» por el fiscal del Tribunal Popular que lo condenó a muerte en 1936. Años más tarde, tras librarse del fusilamiento, la censura franquista retiró su segunda edición por considerarla «contraria a las buenas costumbres». Santa Marina era carismático, un líder de una generación de literatos un tanto bohemios, estoicos y, en ocasiones, violentos. Guillermo Díaz-Plaja, en Memorias de una generación destruida, lo recuerda así: «Ya por entonces asombraba por su ascetismo. Vegetariano —los del Ateneo decían que por Navidad mataba una coliflor—, austero, vivía en una buhardilla de la calle Fernando rodeado de libros de literatura mística castellana y de historias de las guerras carlistas».
«En aquellos dificilísimos años de la posguerra —cuando todos estábamos empeñados en reconstruir un país por entero devastado— pretendí, ante todo, difundir entre nosotros la mejor literatura europea y americana —confesó Caralt en una entrevista a Bonet, al tiempo que reconocía que había tomado como modelo de editor a su colega Janés—. Curiosamente, la censura nunca me prohibió la edición de aquellos novelistas extranjeros simpatizantes con la República. En cambio, la censura era dura, torpe e incluso grotesca ante los autores españoles». Más contradicciones. La quema resultaba en ocasiones desconcertante, desde luego, pero en España la música o el cine vivieron situaciones similares, en las que los autores nacionales eran sometidos a una férrea vigilancia mientras que, en ocasiones, los extranjeros se colaban sin oposición.
Tras la desaparición de su editorial, su catálogo pasó a formar parte de la editorial Noguer.
Normalizar la anomalía
Cambiaban, aunque tímidamente, los tiempos. La resistencia antifranquista, mientras planeaba mil y un atentados contra el dictador, se desesperaba. Europa había abandonado por completo su boicot a la dictadura. El franquismo, consciente de la necesidad de buscar una apertura económica, intentaba «normalizar» sus relaciones internacionales. España y Estados Unidos, al año siguiente de la visita del escritor, firmaron un acuerdo comercial. Había contrapartidas, deberes mutuos. En 1960, el Servicio de Informaciones de los Estados Unidos, a través de la Embajada de los Estados Unidos de Madrid, editó el librito Ochos novelistas norteamericanos. Fue un movimiento hábil destinado a consolidar lo que ya los editores falangistas llevaban haciendo desde hacía más de una década: promocionar la cultura y a los autores estadounidenses que encandilaban al mundo, como John Dos Passos, Ernest Hemingway, William Faulkner, Erskine Cladwell, John Steinbeck, James T. Farrell, Pearl S. Buck o John P. Marquand.
Josep M. Castellet, otro gran personaje de la cultura durante el franquismo, hizo algo parecido. Castellet había trabajado como traductor para Caralt (otros traductores en nómina fueron Costafreda o Pinilla de Las Heras, quienes, en la mayoría de los casos, castellanizaban las ediciones sudamericanas ya existentes, e incluso sus títulos y nombres de los autores, con lo cual el resultado solía ser nefasto e hilarante), y ahora, entre 1954 y 1961, justo tras los acuerdos bilaterales, era director de la sección literaria del Instituto de Estudios Norteamericanos. En el ciclo de cursos «La literatura norteamericana a través de sus textos», entre 1956 y 1957, difundió la obra de autores como Hemingway, Saroyan, Sinclair Lewis y Dos Passos, que ya se podían encontrar en casi todas las librerías del país.
Al nombre de Caralt debe sumarse el de otro gran conocido de las letras hispánicas y su auténtico mentor, Josep Janés i Olivé, quien en plena República y siendo un adolescente ya había dirigido varios diarios hasta fundar la editorial Edicions de la Rosa dels Vents, donde publicó la obra de Jonathan Swift, Joseph Conrad, Oscar Wilde, Virginia Woolf, R. L. Stevenson, Aldous Huxley, Ernest Hemingway, Mark Twain, Edgan Allan Poe o Dante Alighieri, entre muchos otros. Sin embargo, a diferencia de un convencido falangista como Carlat, el caso de Janés fue un tanto distinto. No se adscribió al bando nacional y, con el levantamiento fascista, se encargaría de editar publicaciones dirigidas al frente de guerra. Aquella situación no duró mucho. Cuando cayó Barcelona, marchó a un exilio que casi no fue tal, regresando a las pocas semanas gracias a la intersección de su viejo amigo Eugeni d’Ors, habitual de las tertulias y ahora entre las filas fascistas. Su situación, tras unos complicados primeros tiempos, no fue del todo fácil. Le pesaba el estigma de republicano, aunque pronto aquel recuerdo fue desapareciendo (Caralt, años más tarde, afirmó que su mentor lo tuvo más fácil al proceder del catalanismo republicano, lo que le abría puertas que, en su opinión, le estuvieron vetadas). Janés fundó una editorial con ayuda del famoso falangista Félix Ros, uno de los fundadores de la revista Azor junto a Santa Marina, pero la relación comercial no funcionó y ambos rompieron, tomando rumbos diferentes. Janés, convertido ya en un experto editor, fundó José Janés Editor, un sello llamado a ser uno de los emporios más potentes de España, mientras que Ros fundó la editorial Tartessos, que un poco más tarde vendería a José Manuel Lara por 100.000 pesetas y que sería el inicio del Grupo Planeta.
El trabajo de Janés era colosal. Abría sin parar nuevas colecciones y otros pequeños subsellos. Costaba seguirle la pista. Sus colegas del gremio solían burlarse de él. Parecía estar en todos lados. A su alrededor se movían colaboradores y traductores de distinto signo, en un equilibrio complicado, como el poumista Victor Alba, que tradujo para él con seudónimo. Los polémicos James Joyce, calificado en varios países como escritor «obsceno», o Wells y Pirandello, entre muchos otros, vieron la luz en su sello. En 1959, año de su fallecimiento tras un accidente de tráfico, su catálogo alcanzaba la increíble cifra de 1.600 títulos. Su muerte marcó un antes y un después en la industria editorial. Fue el inicio de Plaza y Janés, después de que Germán Plaza se hiciera con el sello.
Hombres del Régimen
Destino también surgió a partir de la contienda bélica, cuando varios amigos catalanes, entre los que destacaba Josep Vergés, en Burgos se pasaron a las filas fascistas. Todos se dedicaron sin descanso a la agitación política en publicaciones como la revista Destino, subtitulada «Semanario de la Falange Española Tradicionalista y de las JONS». Su objetivo era evidente: agrupar a los catalanes dispersos por todo el territorio alrededor del ideario falangista y sentar las bases para un pensamiento ultramilitante. Vergés y sus amigos publicaron contra viento y marea un centenar de números, hasta llegar al 101, que vio la luz en una Barcelona ya controlada por los fascistas. Era el 24 de junio de 1939.
En 1944 se convirtió también en editorial, publicando inicialmente obras claramente fascistas pero, poco después, comenzó a seguir el camino de sus colegas Luis de Caralt o Janés con las primeras ediciones del best seller Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, o Viaje en autobús, de Josep Pla. Ese mismo año creó el Premio Nadal en homenaje al periodista Eugeni Nadal, fallecido el 10 de abril de 1944. Fue el primero que creó una larga lista de premios literarios.
«La política cultural de la España franquista no fue una historia pacífica. Hubo amigos que combatieron en distintas trincheras»
En 1952, José Manuel Lara Hernández, quien había entrado en Barcelona con el ejército de Franco, con su título de maestro y el uniforme de alférez provisional (llegó a ser capitán de la Legión), creó el Premio Planeta. Su nombre era temido por muchos impresores barceloneses. Según el también editor Enric Borràs, que había trabajado con Jaume Vicens Vives y Joan Grijalbo, requisaba a punta de pistola el papel que necesitaba para imprimir sus libros. Nadie protestaba, ni por supuesto tampoco se le ocurría denunciar. Lara Hernández era un conocido del régimen, un empresario de poder, un intocable.
La política cultural de la España franquista no fue una historia pacífica. Hubo amigos que combatieron en distintas trincheras, como Max Aub, íntimo de Santa Marina, y que luchó por la República. Sin embargo, Aub, por entregas, había publicado en Azor su Luis Álvarez Petreña. En los años anteriores al golpe fascista, muchos escritores de derechas e izquierdas compartieron tertulias. La lista de asiduos a las tardes y noches literarias barcelonesas está repleta de nombres, muchos de ellos fundamentales para entender el mundo literario del último medio siglo, como el falangista, futuro golpista y fundador de Azor, Santa Marina, que acudía con regularidad a los informales encuentros literarios en el Lyon d’Or. Y tantos otros, como Martín de Riquer, Xavier de Salas, José Jurado Morales, Agustín Loscertales, Félix Cameno, José Mª Fontana, José Cirera Voltá, Max Aub, Andrés Manuel Calzada, Félix Ros, Guillermo Díaz Plaja y Josep Janés i Olivé (entre los ocasionales, también figuraba el poeta Pedro Salinas), y que luego marchaban en camaradería y estruendo hasta Los Caracoles, de la calle Escudellers.
La primera y por entonces célebre traducción de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, fue obra de Santa Marina (Editorial A. H. B., Barcelona, en 1958, y reeditada por diversas editoriales). Santa Marina, durante los sesenta, reapareció una y otra vez en revistas y grupos culturales franquistas. Sus últimos años fueron los peores. Presenció el (aparente) derrumbe del franquismo, pero fue abandonado por la mayoría de los suyos. Llegaban los socialistas. Muchos lo consideraron una compañía incómoda. Le negaron la gloria que él mismo aseguraba merecer. Falleció el 15 de septiembre de 1980, sin que al parecer se sepa la suerte de su inmensa biblioteca o de su ingente archivo.
No sucedió lo mismo, lógicamente, con otro personaje de las letras hispánicas en su día adepto al franquismo y que ya hemos mencionado, el empresario y fundador de Planeta, José Manuel Lara, sobre quien Rafael Borrás, con ocasión de su fallecimiento, escribió un epitafio que parece hacerle justicia: «De legionario a emperador», dijo.
El santo que no entendía nada
Así que esta fue esa España contradictoria. Escritores disidentes, furibundos novelistas, poetas decadentes llenando las estanterías españolas. Lo mismo sucedió con el pop, introducido en España a comienzos de los sesenta por un declaradísimo hombre del régimen, mitómano y apasionado yeyé como fue José Luis Álvarez gracias a su revista Fonorama, pionera en reivindicar en nuestro país los sonidos de Eddie Cochran, Little Richard, Vince Taylor, Elvis Presley o Gene Vincent; o una década más tarde, cuando la compañía Movieplay, levantada con capital del Opus Dei, fue la primera en publicar música negra, a muchos artistas de la Motown e incluso el esperpento máximo con un disco de un apocalíptico Charles Manson, que estaba siendo juzgado por varios asesinatos.
«Jamás nadie ha querido comprobar con honestidad si acaso existe eso de ser «español». Parece algo arcaico y tendencioso, posiblemente también inútil. Pero esa incapacidad también expresa algo sobre nuestra propia naturaleza»
¿Qué tenía de cierto esa visión de Steinbeck sobre aquel, nuestro antiguo país? Nadie ha intentado algo parecido a su sueño. Jamás nadie ha querido comprobar con honestidad si acaso existe eso de ser «español». Parece algo arcaico y tendencioso, posiblemente también inútil. Pero esa incapacidad también expresa algo sobre nuestra propia naturaleza.
Regresamos a Steinbeck y su indigestión de arte. Aquella antigua España tan «contradictoria», lo fue también en el terreno de la cultura. Con gran esfuerzo, era posible superar el exceso. O eso afirmó. «Puedo, superada la confusión, entrar en el Prado de Madrid y pasar sin ver los mil cuadros que reclaman mi atención para ir a visitar a un amigo: un Greco pequeño, san Pablo con un libro. El santo acaba de cerrar su libro. Está marcando con un dedo la última página leída y parece por la expresión interrogarse y querer entender una vez cerrado el libro». Steinbeck, en aquel estupendo libro sobre Estados Unidos y la condición de estadounidense, lanzó una idea que pudo poner en práctica en su visita a aquella España gris: «Tal vez solo sea posible entender después». Lo intentó semanas más tarde, cuando desde París escribió a su amigo y compartió con él sus impresiones hispánicas. Pero aún resultaba todo incomprensible, un galimatías, un país que seguía siendo «contradictorio», como si aquel santo siguiera sin comprender qué diantres era aquello.