Lenin contra la muerte: crónica de una fallida descomposición
/Se descomponía inexorablemente. El cadáver de un Lenin (el «inmortal», el gran héroe de la revolución para miles de creyentes que aseguraban que podía vencer a la muerte), que había fallecido el 21 de enero de 1924 tras padecer su tercer ataque de apoplejía, se pudría. El símbolo de una revolución desaparecía y los nuevos dirigentes soviéticos, empeñados en la supervivencia del mito y el culto a la persona, comenzaron a trabajar más duramente para conservarlo intacto. Para ello crearon un grupo de expertos con un nombre acorde a aquella fe: la Comisión para la Inmortalización.
En realidad, el cadáver ya había sido despojado y vaciado parcialmente. El culto a la persona de Lenin contó con cierta oposición entre quienes consideraban que aquellos planes conducían a la restauración de una nueva religión. Pero el plan continuó. Nada más morir, su cerebro fue extraído y dividido en treinta mil preparados, mientras un grupo de científicos emprendieron la tarea de dar con lo que denominaban la «sustancia del genio», un compuesto secreto que, según ellos, explicaría la «genialidad» de Lenin. Por supuesto, no lo encontraron, pero su culto aumentó.
Los peregrinos que acudirían a contemplar al Jefe de la Revolución, debían encontrar el cadáver incorrupto. Félix Dzershinski, jefe de la temida GPU (policía política soviética), fue uno de los mayores defensores del proyecto que pretendía detener a la muerte: «Se embalsama a los reyes porque son reyes. Por lo que a mí concierne, la cuestión principal no es si el cadáver de Vladímir Illich debe ser conservado permanentemente, sino cómo ha de hacerse», afirmó. Abrikosov, un patólogo que había hecho la autopsia, rápidamente inyectó en el cadáver seis litros de glicerina, formalina y alcohol en la aorta, pero aparecieron hongos y signos de putrefacción. Krassin, un funcionario soviético, intentó congelarlo, aunque inútilmente.
Los informes eran desalentadores y aseguraban que Lenin había adquirido un desagradable tono amarillento acentuado hasta fundirse en un color como de tierra en la cuencas de los ojos, mejillas y orejas. También la punta de la nariz no se salvaba de los rigores del paso del tiempo. Los ojos aparecían hundidos y poco abiertos. Las manos estaban repletas de manchas y las uñas azules.
Todo cambió cuando se pusieron manos a la obra dos eminentes científicos, Worobjov y Zbarski. Era el mes de marzo de 1924 e inmediatamente extrajeron todos los órganos internos, lavaron la cavidad torácica con agua destilada y la llenaron con una sustancia de formaldehído. Luego dejaron el cuerpo durante semanas en un líquido balsámico de glicerina, acetato potásico y agua, añadieron quinina de cloro y fenol como desinfectante, ácido acético y otros componentes para dar a la piel una apariencia «saludable». Los labios fueron cosidos, lo mismo que los párpados, y los ojos fueron sustituidos por prótesis.
Cuando llegó el verano, parecía estar a punto de revivir, como si no hubiera sucedido. El camarada Lenin ya estaba preparado para su paso a la eternidad, para el nuevo culto, la nueva religión. Los siguientes fueron Stalin y Mao.