Mala hierba: la «locura del porro» de los años 30
/Producida originalmente como un panfleto antidroga, ‘Reefer Madness’ destapa el entramado empresarial que desencadenó el pánico a la marihuana durante los años 30. Un relato de violencia, racismo y codicia que llega hasta nuestros días bajo la apariencia de una película de serie B.
«¿Le importa si fumo?», pregunta Bela Lugosi al policía que acaba de esposarlo. Caracterizado como el siniestro mayordomo con turbante de Night of Terror (1933), el actor de origen húngaro ofrece un cigarrillo al agente, quien no duda en aceptarlo. Tras un par de caladas, se muestra desconcertado: «¿Qué clase de tabaco es este?». «Del Oriente», responde Lugosi, esperando a que el pobre incauto sucumba a las propiedades narcóticas del cannabis para fugarse. A simple vista, podemos interpretar la escena como un desahogo cómico para aliviar el peso de la trama cuando, en realidad, anticipa un plan orquestado desde la sombra por William Randolph Hearst, y en el que el Departamento de Justicia y la industria hollywoodiense jugarán un papel destacado.
Imaginemos por un momento que nos encontramos en presencia del magnate. Corre el año 1936 y sus facciones, también en blanco y negro, se asemejan bastante a las que unos años más tarde le prestará Orson Welles en Ciudadano Kane (1941). La cámara se detiene sobre un ejemplar de la revista Popular Mechanics que se hace eco de la invención de una máquina para procesar el cáñamo. El artículo anuncia con entusiasmo que semejante innovación tecnológica reducirá el coste de la producción de papel a menos de la mitad, haciendo peligrar el monopolio industrial de la industria maderera a escala mundial. El puño de Hearst se cierra sobre la página, desgarrándola con furia. No se sentía tan ultrajado desde que más de 800.000 acres de arboleda le fueron expropiadas durante la Revolución de 1910 por orden del mismísimo Pancho Villa. Si el cáñamo se impone, las acciones de Hearst Paper Manufacturing se desplomarán y tras ellas caerá su emporio y se esfumarán para siempre sus ambiciones políticas. Así que descuelga el teléfono, hace un par de llamadas y las rotativas comienzan a girar.
Hearst sabe lo que hace. Lleva décadas sirviéndose de su inmensa tirada a nivel nacional para difundir bulos sobre los latinos en general y los mexicanos en particular, alimentando los prejuicios contra los inmigrantes que «vienen a robarnos el trabajo» y presentándoles a ojos de la opinión pública como un hatajo de contrabandistas, pendencieros y desalmados. Lo que toca ahora es retratarlos como ávidos fumadores de la «hierba del diablo» que les incita a cometer crímenes violentos para saciar su «irrefrenable sed de sangre». Sabe que le estrategia funcionará, porque las circunstancias de la Gran Depresión le son propicias y la maquinaria está bien engrasada. No en vano, su apellido pasará a la historia como el máximo representante de la prensa amarilla. En primer lugar porque, a diferencia del papel de cáñamo, la pulpa de madera en la que imprime sus periódicos acusa el tratamiento con ácidos químicos y, al cabo de unos meses, sus páginas adquieren ese tono macilento tan característico. Y en segundo lugar, porque por más barato, resistente y duradero que resultara el papel, Hearst necesita mucho más de la que se puede fabricar. Cuenta a su disposición con 49 periódicos y revistas, 12 emisoras de radio, dos agencias de prensa internacionales e incluso un estudio cinematográfico. Y las mentiras sí que se las van a comprar.
«¿Qué clase de tabaco es este?»
La palabra mágica es marijuana porque «tiene nombre de mujerzuela». Nada de cáñamo, ni cannabis. Que el pueblo americano sepa quien es el enemigo real que están combatiendo. Hasta la irrupción del cine sonoro en 1929, solo la conocían por su nombre en la frontera con México pero, debido a su irresistible musicalidad, entró a formar parte muy pronto del repertorio de las big bands que actuaban en los locales de jazz de la Costa Oeste, y desde hace un tiempo se tararea el mismo estribillo en el resto de Estados Unidos. Incluso ha llegado a desplazar a los opiáceos de las farmacias y drugstores, en virtud de sus propiedades analgésicas. Es entonces cuando la prensa, en connivencia con el lobby farmacéutico y contando con el apoyo Henry J. Anslinger, comisionado de la Oficina Federal de Narcóticos, emprende su cruzada sensacionalista detallando los estragos que «un simple cigarrillo de marihuana provoca en los nuestros degenerados hispanoparlantes residentes (…) débiles mentales casi siempre, debido a condiciones sociales y raciales». En palabras del propio Anslinger, «apenas son conjeturables los asesinatos, suicidios, robos, asaltos, extorsiones y fechorías de maníaca demencia provocados cada año por la marihuana, especialmente entre los jóvenes».
La palabra mágica es marijuana porque «tiene nombre de mujerzuela». Nada de cáñamo, ni cannabis. Que el pueblo americano sepa quién es el enemigo real que está combatiendo.
«Debemos trabajar sin descanso para que nuestros jóvenes tomen conciencia de la realidad, porque sólo así podremos protegerlos. Si fallamos, la próxima tragedia podría ser la de su hija o la de su hijo», sentencia el Dr. Alfred Carroll al final de Reefer Madness (1936), señalando al patio de butacas desde la pantalla del cine. Antes de que se enciendan las luces, el público habrá sido testigo del infausto destino de un puñado de almas descarriadas aquejadas de la “locura del porro” a la que alude el título de la película. Si has llegado hasta aquí, seguramente estarás familiarizado con sus efectos: «En primera instancia, la droga exalta una falsa sensación de bienestar. Un estado de ánimo alegre y jovial que, por norma general. se traduce en episodios de euforia generalizada y estimula la imaginación hasta alcanzar un estado de delirio y alucinaciones caleidoscópicas, en ocasiones placenteras y en otras de naturaleza espantosa, pero acompañadas siempre de una notable pérdida en las relaciones espaciales y temporales (…) Una vez acostumbrados al consumo habitual de la droga, desarrollan ataques de ira incontrolable durante los cuales son, al menos temporalmente, irresponsables de sus actos y propensos a cometer crímenes violentos. El uso prolongado de este narcótico puede degenerar en un deterioro mental irreversible». Bajo la influencia de la marihuana, los protagonistas atropellan a un peatón al volante de un coche robado, asesinan accidentalmente a una adolescente de un disparo y se suicidan saltando por una ventana, incapaces de superarlo.
«Apenas son conjeturables los asesinatos, suicidios, robos, asaltos, extorsiones y fechorías de maníaca demencia provocados cada año por la marihuana, especialmente entre los jóvenes»
Con apenas 68 minutos de metraje, la cinta refleja fielmente el pánico social de la época e inauguró un auténtico filón para cineastas sin escrúpulos, dispuestos a subirse al carro del escándalo y la difamación. Producciones baratas que se estrenaron de manera casi clandestina, disfrazadas de “películas educativas” para ser proyectadas en colegios e institutos, sin llegar a ser exhibidas en salas comerciales. Con el paso de los años, los derechos de autor expiraron y la mayoría de ellas han pasado al dominio público. Pero su significado cambió drásticamente en 1972, cuando Kenneth Stroup, líder de la Organización Nacional para la Reforma de las Leyes sobre la Marihuana (NORML), se topó por casualidad con una copia de Reefer Madness en la Biblioteca del Congreso. La compró por 297 dólares y comenzó a proyectarla en campus universitarios para recaudar fondos para la legalización de la marihuana.
Reivindicada desde entonces como una comedia involuntaria de culto, La locura del porro ha pasado a engrosar la lista de películas infames que solo pueden ser apreciadas, irónicamente, con fines recreativos. Sin embargo, ahora que muchos hablan de los beneficios millonarios que el cannabis puede ofrecer en un país soleado como el nuestro y después de que el Congreso avalase su legalización con fines terapéuticos para que decenas de miles de pacientes puedan disponer de su medicina sin necesidad de acudir al mercado negro, los paralelismos con la América de Hearst nos invitan a echar la vista atrás en el tiempo. Podríamos remontarnos a cuando los tercios de la Legión radicados en Marruecos y las tropas de Regulares que lucharon en el bando de los sublevados durante la Guerra Civil importaron la grifa a España, siguiendo los pasos de los aventureros españoles que disfrutaron del kIf desde el siglo XVI. O durante la postguerra, cuando el consumo se propaga no solo por ambientes marginales y la locura del porro alcanza desde la madrileña plaza de Lavapiés hasta la sevillana Alameda de Hércules, pasando por la calle de Las Tapias del barrio chino barcelonés. Y preguntarse qué intereses están detrás del escándalo mediático de los fumaderos en los años cincuenta, derivando los conflictos raciales a la penalización del comercio y consumo, intentando frenar el tráfico desde Marruecos y decomisando las primeras plantaciones en suelo español. La respuesta, una vez más, parece sencilla: sigan al dinero,