Los muertos no se tocan: la macabra colección del Musée Dupuytren de París
/Tras cerrar sus puertas al público en 2016, la polémica colección del museo de anatomía patológica de París se encerró bajo llave en el sótano de un campus universitario. Un legado fascinante y escalofriante, que incluye una panoplia de enfermedades, malformaciones y restos humanos del siglo XIX.
A lo largo de sus casi dos siglos de historia, una insólita comitiva de estudiantes de médicina, lingüistas y neurólogos visitaron el Musée Dupuytren de París, casi a diario. para conocer a su huésped más famoso, Louis Victor Leborgne. Llevaba muerto más de siglo y medio, pero su cerebro seguía flotando en el interior de un gran frasco de vidrio, conservado en una solución fijadora para ser exhibido ante los visitantes. Natural de Moret-sur-Loing, un encantador pueblecito medieval a cincuenta kilómetros de la capital, Leborgne pasó la mayor parte de su vida adulta en el Hospital Bicêtre bajo el cuidado de Pierre Paul Broca, un brillante cirujano francés, antropólogo y explorador de la mente humana. En su historial clínico consta que era soltero, casi analfabeto, y que perdió la capacidad del habla a la edad de treinta años. Su facultad de comprensión permaneció intacta, pero solo acertaba a pronunciar una sílaba sin sentido: "tan". Confiando en que sería una dolencia pasajera de la que se recuperaría con el paso del tiempo, Leborgne entró a la consulta de Broca para tratarse de un flemón y acabó siendo ingresado en el pabellón psiquiátrico, donde falleció a los 51 años.
Al practicarle la autopsia, Broca localizó una cavidad llena de líquido seroso en el hemisferio cerebral izquierdo del tamaño de un huevo de gallina que afectaba a los lóbulos frontales, confirmando su teoría de que la producción del habla estaba localizada en un área del cerebro que a día de hoy lleva su nombre. El de Leborgne era «demasiado liviano incluso para tratarse de un campesino», pero el hallazgo del doctor Broca revolucionó el campo de los estudios lingüísticos y sentó las bases de la neurología moderna, al concluir que las funciones cognitivas podían asignarse a partes específicas del cerebro. Debido a su relevancia histórica como piedra angular en la evolución del pensamiento científico, Leborgne entró a formar parte del exclusivo catálogo del Musée Dupuytren junto a una escueta etiqueta de papel en la que podía leerse: «P. Broca».
Un hombre colérico, sediento de poder y tiránico con sus alumnos. Y tan receloso, controlador y posesivo como para dictar los resultados de su propia autopsia por adelantado.
El museo honraba el legado de Guillaume Dupuytren, un célebre cirujano y anatomista, entusiasta de las trepanaciones y médico de Napoleón Bonaparte, a quién supuestamente trató de hemorroides en Waterloo. Poco recordado hoy en día, su nombre aparece citado en Madame Bovary (1856) y Dictionnaire des idées réçues (1911-1913) de Gustave Flaubert, cuyo padre fue uno de sus alumnos en la facultad de medicina. Marie-Henri Beyle, más conocida como Stendhal, también fue paciente suyo. Los dos pertenecían a la misma logia masónica y el novelista le enviaba ejemplares de sus libros, antes de que su amistad se enfriara rápidamente, el destino de muchas, si no la mayoría, de las relaciones de Dupuytren.
Pero fue Honoré de Balzac quien le hizo un traje a medida en La Comédie humaine, donde aparece bajo la pseudónimo del cirujano Desplein, trepanando al protagonista de Pierrette (1840) y operando las cataratas a la mismísima Modeste Mignon (1844). En La Messe de l'athée (La misa del ateo) de 1836, Balzac dedica un cuento completo a desentrañar las contradicciones de un «genio fugaz que brilló en la ciencia igual que un meteorito», subrayando sus orígenes humildes para realzar los logros obtenidos a base de ambición y trabajo duro. «Sus enemigos –escribió Balzac– afeaban su mal humor y temperamento cuando, de hecho, se caracterizaba simplemente por lo que los ingleses llaman excentricidad». Con todo, es muy probable que su pluma pecase de generosa. El temperamento de Dupuytren está bien documentado, y aunque la envidia de sus contemporáneos podría haber jugado en su contra, se le suele retratar como un hombre colérico, sediento de poder y tiránico con sus alumnos. Y tan receloso, controlador y posesivo como para dictar los resultados de su propia autopsia por adelantado.
Tras su muerte, el fondo del museo pasó de los 1000 artefactos (en su mayoría especímenes de huesos) a los cerca de 6000 inventariados en el por Houel, y que en la actualidad supera los 15.000 artículos catalogados en el sótano de la Sorbona. La mayoría de las donaciones provinieron de la Sociedad Anatómica de París y médicos famosos como Broca y Dominique-Jean Larrey, pero también de cirujanos anónimos que esperaban asegurarse un lugar en la historia incluyendo su nombre en el catálogo del museo. Con especímenes que datan desde 1752 hasta la década de 1920, la colección abarca la investigación anatómica a partir de cadáveres durante la Revolución Francesa; los primeros experimentos en materia de trasplantes y amputaciones realizadas en conejos, perros y cobayas, y un amplio archivo de prácticas rudimentarias (y sin anestesia) que rozaban el sadismo.
El museo atrajo a grandes multitudes para contemplar esqueletos y partes del cuerpo en escabeche, cráneos empalados con varillas de metal y modelos anatómicos de cera que representaban malformaciones y enfermedades raras.
El museo cerró sus puertas definitivamente en 2016. La versión oficial es que las instalaciones se habían deteriorado con el paso del tiempo y no cumplían con los requisitos de accesibilidad. Desde entonces, sus colecciones se trasladaron al sótano del campus Pierre y Marie Curie de la Universidad de la Sorbona, donde solo pueden ser visitadas por estudiantes e investigadores con cita previa. El resto debemos contentarnos con el Catalogue des pièces du musée Dupuytren de Charles-Nicolas Houel, un inventario de cinco volúmenes, publicado entre 1877 y 1880, que detalla los aproximadamente seis mil especímenes de la colección del museo en ese momento, acompañados de unas ochenta y cinco fotografías en blanco y negro.
Afortunadamente, muchas de las patologías descritas en el Catálogo de Houel son cada vez más raras. Las tasas de sífilis, fiebre tifoidea, tuberculosis y raquitismo se han reducido sustancialmente en gran parte del mundo gracias a los nuevos tratamientos o la mejora de la dieta, el saneamiento y las condiciones de vida. Por poner un ejemplo, la viruela, una epidemia mortal en la Francia del siglo XVIII, se detectó por última vez en 1977. Asimismo, muchos de los defectos congénitos más graves enumerados en el Catálogo son diagnosticados durante la evaluación prenatal. Sin ser plenamente consciente de ello, el verdadero interés de la labor de Houel se desliga de la medicina para retratar las terribles condiciones laborales de la época: las fracturas de cráneo de los trabajadores de la construcción que se caen de los andamios o los canteros derribados por deslizamientos de tierra y rocas sueltas. Del mismo modo, refleja el atroz derramamiento de sangre durante la Guerra de los Siete Años, la Revolución Francesa y las Guerras Napoleónicas.
La colección incluye los primeros experimentos en materia de trasplantes y amputaciones realizadas en conejos, perros y cobayas, y un amplio archivo de prácticas rudimentarias (y sin anestesia) que rozaban el sadismo.
Desde su inauguración en 1835, el morbo atrajo a grandes multitudes al gabinete de curiosidades de Dupuytren para contemplar esqueletos y partes del cuerpo en escabeche, cráneos empalados con varillas de metal y modelos anatómicos de cera que representaban malformaciones y enfermedades raras. Una tradición espeluznante y grotesca que remitiría a finales del siglo XX, cuando de replanteó el futuro del museo. En consonancia con el nuevo código deontológico, los museos franceses sometieron a un mayor escrutinio de algunos de los objetos de sus colecciones, especialmente en lo concerniente a aquellas obras de arte y artefactos obtenidos durante el dominio colonial, y que rápidamente derivó en el cuestionamiento ético de la exhibición de restos humanos.
Si bien es cierto que el propósito era claramente pedagógico, los curiosos disfrutaban recorriendo la panoplia de enfermedades y dolencias, especialmente por las discapacidades físicas e intelectuales. En ese sentido, el esqueleto de Marco Cazotte o "Pipine" era una de las joyas de la colección. Aquejado de focomelia, un raro defecto de nacimiento que le dejó sin brazos ni piernas, y con las manos y los pies pegados directamente al torso, tuvo que ganarse la vida como atracción de feria. Teniendo en cuenta dichos antecedentes, conviene replantearse si su exhibición en el museo no era otra forma de explotación. Hoy en día nos sentiríamos menos cómodos frente a algunos de los especímenes de la colección Dupuytren: fetos y bebés prematuros con defectos de nacimiento; partes de cuerpos de pacientes indígenas traídos de las colonias francesas; la garganta de un hombre con una discapacidad intelectual que se atragantó comiendo patatas...
A mediados de los años, se abrió el debate sobre el futuro del museo. Sumándose al nuevo código deontológico, los museos franceses sometieron a mayor escrutinio algunos de los objetos de sus colecciones, empezando por las obras de arte y artefactos obtenidos durante el dominio colonial, pero pronto se extendió a una discusión más amplia sobre la ética de exhibir restos humanos.
En 2002, los restos de Sara Baartman, una mujer khoikhoi conocida por el apodo peyorativo de “La Venus hotentote”, fueron repatriados a Sudáfrica para que recibiera un funeral adecuado. En vida, Baartman en Inglaterra y Francia que denigraban los cuerpos de las mujeres africanas. Aún peor: su cadaver fue disecado, sus genitales y cerebro conservados en frascos y su esqueleto expuesto “con fines antropológicos” en el Musée de L'Homme de París. Lo retiraron de la vista del público en 1974 y se mantuvo almacenado hasta que el Senado francés votó a favor de su repatriación veintiocho años después. Un caso similar al del bosquimano embalsamado del Museo Darder de Banyoles (Girona), enterrado como un héroe nacional en Botswana en 2000.
Teniendo en cuenta dichos antecedentes, conviene replantearse si su exhibición en el museo no era otra forma de explotación.
La decisión del Senado francés desestabilizó el marco normativo que protegía los contenidos de los museos públicos como parte intrínseca del patrimonio de Francia y, por lo tanto, como “bienes públicos inalienables”, y posibilitó nuevas restituciones. En 2010, las cabezas de diecinueve guerreros maoríes fueron devueltas de colecciones públicas francesas al Museo Nacional de Nueva Zelanda y, cuatro años más tarde, el cráneo del jefe indígena canaco, Ataï, que encabezó una rebelión en 1878 contra el dominio colonial francés en Nueva Caledonia.
Hasta el día de hoy, la misma ley permite que los museos nacionales e instituciones universitarias como el Musée Dupuytren exhiban restos humanos con fines artísticos, culturales, científicos o pedagógicos, siempre que se preserve su dignidad. Aún recordamos la polémica suscitada, hace más de diez, años por las muestras de cuerpos humanos "plastinados" (sometidos a un proceso en el que los líquidos y grasas corporales son sustituidos por resinas) y que generaron fascinacción y rechazo por la forma en que conservaba y mostraba la maquinaria interna del cuerpo humano. ¿Qué condiciones deben cumplirse para justificar la exhibición de un cuerpo humano después de la muerte? ¿Bastaría con un consentimiento firmado? ¿Con demostrar su valor científico, histórico o cultural? No parece que la dignidad se preserve mejor en un sótano que a la vista de todos en un museo público. Habría que preguntarle a Monsieur Leborgne.