La jungla está que arde
/Un grupo de pandilleros camina entre destartalados edificios, a través de descampados que parecen zonas de guerra. Es Nueva York, a comienzos de los años setenta, la ciudad que el escritor Luc Sante afirmó que «no formar parte de los Estados Unidos». También aseguró que no pasaba una noche en que no se divisasen incendios. Desde la ventana de su casa, observaba las llamas iluminando el horizonte. Luego llegaban los sonidos de las sirenas de los coches de bomberos y de la policía. Son chicos que visten chándales de colores chillones, zapatillas de deporte y que lucen collares. Suena música de baile de un potente y gigantesco radiocasete que llevan de un lado a otro y que, milagrosamente, sigue funcionando.
Son otros tiempos para las pandillas. Los años de la guerra abierta van quedando atrás, o al menos eso parece. Savage Skulls, Roman Kings y un sinfín de bandas comienzan a perder fuerza. Entre sus miembros hay quienes empiezan a estar cansados de esa vida. Demasiados muertos, demasiada incertidumbre. Algunos levantan la voz. Todos los clanes de la ciudad, aquellos que controlan Manhattan y el Bronx, son conscientes de que la unidad es necesaria.
También saben que esa es una paz precaria. Los Black Spades, temidos y odiados por otras pandillas, van poco a poco tendiendo puentes hasta otros grupos. Se trata de reunirse y conocerse sin navajas, machetes o cadenas. En 1971, los Black Spades logran reunir a muchos de ellos en el primer encuentro destinado a hablar de la situación. Sus jefes son como mariscales de campo. En esa guerra, nadie confía en la paz, pero lo intentan. Allí están representantes de los mismos Black Spades, Black Pearls, Savage Skulls, Turbans, Young Sinners, Royal Javelins, Dutchmen, Magnificent Seven, Dirty Dozens, Liberated Panthers, Seven Immortals, Latin Spades, Peacemakers o los grandísimos Guetto Brothers, pioneros en utilizar la música como expresión. El detonante fue el asesinato de un líder pandillero: Black Benjie, figura carismática de los Ghetto Brothers y querido por todos. Benjie no cayó en ningún ajuste de cuenta sino de forma estúpida, cuando alguien le disparó mientras mediaba en una pelea entre bandas. Una pelea que no eran la suya. Tenía veinticinco años, pero entonces esa edad era un síntoma de veteranía. También de habilidad. Hubo una crisis, un cambio. No había marcha atrás.
Llegar hasta allí no había sido sencillo. Los Black Spades eran una de la pandillas más violentas de Nueva York. Controlaban buena parte del territorio y no dudaban en machacar a sus enemigos. Posteriormente, se integraron en otros grupos más grandes que buscaban cooperar y ayudarse, como The Cassanovas. Sin embargo, el posterior The Universal Zulu Nation (la Nación Zulú), fue el momento crucial. Algo sucedió, algo nuevo y lleno de vida surgió: nacía el hip hop.
En medio de aquel ambiente era sencillo perder los nervios. Algunos miembros de bandas no aprobaban la apertura. Surgieron rechazos, ataques, boicots. Pero los pioneros Black Spades tenían el respeto de todos. También los temían. Las discotecas y los conciertos del primer hip hop eran espacios de diversidad y encuentro, como las célebres y masivas block parties del sur del Bronx. Toda aquella cultura pertenecía a la tradición negra, alimentada por los «dozens» de los cincuenta y sesenta (batallas dialécticas entre negros como expresión subcultural). La nueva escena, el nuevo estilo, era brillante y divertido. Todos competían, pero en un clima de hermandad. Suponía una esperanza de terminar sin acabar muerto o en la cárcel.