Aleister Crowley en las montañas de la locura
/Estuvo a punto de alcanzarlo, pero finalmente desistió. A comienzos del siglo XX, Aleister Crowley, el mago (que se hacía llamar la «Bestia») más célebre de los últimos tiempos, gozaba de una gran fama como escalador. Su fortaleza, se decía, era excepcional, lo mismo que su determinación para alcanzar las cimas más altas del mundo. En 1902, en Delhi, junto al escalador Eckenstein y otros cuatro más, emprendió la subida al temido Chogo-Ri, la segunda montaña más alta del mundo, a escasos metros por debajo del Everest (posiblemente lo hubiera intentado, pero en aquellos años sus territorios estaban vetados para los europeos).
Cuando estuvieron justo a sus pies, todos sintieron encogerse el estómago. Era más impresionante de lo que habían imaginado. Parecía inexpugnable, aunque Crowley no dudó en ponerse en marcha. Agotado y deslumbrado por los destellos de la nieve, comenzó a sentirse mareado y extenuado. Luego llegaron las tempestades, los conflictos en la expedición por la falta de comida y el desánimo. Finalmente, desistieron. Más tarde, en agosto de 1905, intentó alcanzar otro pico estratosférico: el gran Kanchenjunga, en el Himalaya.
Eckenstein, cansado de la tiranía y brutalidad de Crowley, no quiso acompañarlo. Cuando se puso en marcha lo acompañaba un reputado equipo de alpinistas junto a doscientos porteadores, que pronto comenzaron a quejarse de los malos modos del mago. Según sus reiteradas quejas, este no dudaba en insultarlos, arremeter contra ellos e incluso pegarles. Crowley, fuera de sí, deseaba alcanzar la cima al precio que fuese.
A finales de agosto, un nutrido grupo de cargadores se amotinaron y emprendieron el regreso. Ante la perspectiva de perder su ayuda y el alto nivel de conflicto creado por Crowley, se reunieron con este para exigirle que dimitiese como jefe de la expedición. Crowley, orgulloso y testarudo, se negó. El grupo, menos Crowley y algunos pocos hombres, se retiró cuesta abajo, en dirección a un campamento inferior. Según Crowley, les advirtió de que se trataba de una mala idea e incluso les anunció que aquello acabaría matándolos. Y así sucedió: un alud se los llevó montaña abajo. Todos, menos Crowley, acudieron a ayudar a los desgraciados montañeros. Sus gritos resonaban en la inmensidad, pero Crowley más tarde aseguró que no los escuchó. Lo que sí hizo fue dormir durante toda la noche y, a la mañana siguiente, cruzó tranquilamente delante de los cadáveres de sus colegas ante el estupor de los supervivientes. Según estos, Crowley pasó a escasos metros de ellos, como si estos no existiesen. Y se fue.