Montmartre en Madrid: tatuajes, policías y cabarets

Esta es una historia insólita en un Madrid insólito. El 10 de febrero de 1922, el periódico Nuevo Mundo publicó un reportaje a doble página donde mostraba increíbles imágenes de bailarinas tatuadas en un Madrid vibrante de cabarets y vida nocturna. El artículo se titula «La fiesta del tatuaje» y muestra a varios pintores dejando tatuajes sobre brazos, rostro y espalda de las voluntarias que eran bailarines y artistas de cabarets.

Los motivos de los tatuajes son varios. A una mujer llamada Maruja, el artista Sirio le pinta el rostro del conde de Romanones. Sin embargo, Pepe Zamora, otro de los pintores, elige lirios y pavos reales para pintar sobre la espalda de la bailarina Marión. «Cruzan, en tanto, la sala del cabaret las alegres muchachas de Fornos, del Palace, del Ideal:  las manolas convertidas en tanguistas», afirma el periódico.

Fue un concurso vigilado, sometido a control. El tatuaje era sinónimo de indecencia. Los llevaban los marineros, presos y prostitutas. Y apaches. París estaba en manos de apaches, bandas de delincuentes que controlaban la noche. Todos ellos solían lucir tatuajes en todo el cuerpo. En los años en que el periódico se hacía eco de este extraño concurso, se aseguraba que los apaches habían logrado cruzar la frontera, acosados por la presión policial, y logrado establecer en ciudades como Madrid, Barcelona o Bilbao. La prensa recogió atracos atribuidos a ellos e incluso algunos periodistas se mostraron contrariados por algunas de estas detenciones: los detenían solamente por llevar tatuajes. El tatuaje era algo proscrito. Por esta razón, durante el tiempo que duró el concurso, un inspector de policía valoró cada uno de los tatuajes para determinar si eran inmorales.

El evento se realizó sin problema alguno y ante un público numeroso. «La fiesta bat son plein —reza el periódico—. Entre las mesas, cubiertas de ventrudas botellas de champaña, comienza el baile... Cuando el foxy, el jazz y la valsehesitation se interrumpen, la señorita Cascabel, pequeña y brillante como una mariposa extraviada en un salón, teje los trenzados de las sevillanas y de las solearas, y vuelve por los fueros del arte castizo».

 

La fiesta toca a su fin. Nuevo Mundo lo tiene claro: no estamos en Madrid sino en París:  «Se aplaude,  seríe,  se baila...  No hay borracheras,  ni disputas,  ni groserías...  ¿Estamos en Montmartre?...  No...  Estamos en Madrid,  y hemos descubierto que aquí también es posible divertirse...».