Madrid secreto: el club de los poetas y los gays
/La bohemia convirtió Madrid en un Montmartre castizo, donde el café Fornos o el parque de La Bombilla fueron algunos de los principales lugares para los encuentros gays
«Poetas y hetarias somos hermanos», escribía el poeta Manuel Machado en aquel Madrid lleno de espacios oscuros, de zonas crepusculares. Todo estaba en construcción. La mala vida aparecía donde menos te lo esperabas, pero los poetas, convertidos en parias, en la golfemia que dirá Baroja, eran legión y podían verse multiplicados en viejos y angostos cafés tomados como fortines. Las imágenes que se conservan reflejan una constelación de personas unidas por el amor a la vida en los márgenes: bohemia divina (aristócratas) junto a proletarios intelectuales. Unos tenían mejor cobijo, otros no tanto: las Casas de Dormir, donde pasaban la noche con un café con leche de medio real y que proliferaban en zonas como la calle Calatrava y Cascorro. Lo curioso era que, a pesar de la moralina imperante, allí se toleraba lo que se llamaba la «conducta desviada» y fueron célebres las reuniones dominadas por el alcohol y las bravatas entre poetastros, apaches y travestis. Garitos y tabernas insanas, locales malamente ventilados, lecturas de poemas, grupos que parecían sociedades secretas, así fue aquel Madrid de hace un siglo, lo mismo que las ciudades de toda España, como Barcelona, en cuyo inigualable barrio Chino reinaron travestis, gays y lesbianas. Y no solamente el legendario y misterioso Flor de Otoño. El periódico El Escándalo, en 1925, al describir las rutas de la cocaína y el opio hasta Barcelona, afirmaba que «en el Barrio Chino, la "mandanga" se adquiere comprándosela a los invertidos. Todos los tipos de clasificación marañoniana, por lo menos en Barcelona, son toxicómanos. Marañón, que anduvo algún tiempo por el barrio estudiando a estos personajes, había comprobado, seguramente, esta verdad. La Paco, la Gallega, la Viola, la Pescadera, la Fideos —detenido hace unos días—, la Temblorosa, la Cristales saben en cualquier momento dónde encontrar un polvillo de "mandanga", si se les ofrece una buena propina. Estos individuos, con mote femenino, a veces se reúnen en parejas y se toman un "papel" a medias». Se trataba de personajes de los llamados «barrios tenebrosos», en este caso del barcelonés.
También en Valencia, Zaragoza o Bilbao la noche deparaba sorpresas Al igual que en Madrid, donde el «Barrio Chino» estaba en algunas calles de Lavapiés, como la calle del Amparo o de la Esgrima, allí también tenían su fortín los decadentes y el hampa en tabernas, cafés cantantes y Casas de Dormir. En la prensa de la época y en la pluma de escritores, fueron frecuentes las referencias a lo que sucedía al caer la noche en el céntrico parque de La Bombilla de Madrid, lugar frecuentado por gays. Las autoridades hablaban de «maratones orgiásticos». Aprovechando la maleza y la extensión se sucedían intercambios y citas a ciegas, lo mismo que en ciertas zonas de el Manzanares, entonces casi un completo páramo. La policía también perseguía con saña las fiestas privadas en pisos cuando sospechaba que en realidad se trataba de reuniones de gays y lesbianas. Había redadas y detenciones.
Fornos, la República Gay
Uno de los cafés que fueron baluarte de aquella primeriza generación gay fue el legendario Fornos a comienzos de siglo y hasta la proclamación de la dictadura de Primo de Rivera. Estaba situado en la calle Alcalá esquina con Virgen de los Peligros, en cuyo solar antes se había levantado una iglesia y luego un cabaret.
«Era faísta declarado, veterano anarquista que no dudaba en jamás perder una pizca de glamour, aunque se tratase de tiroteos y barricadas»
Lideraban el ambiente el marqués de Hoyos y Vinent y el conde de San Jorge, a quienes Luis Antón de Olmet, en su relato Churrigurri, los describe en pleno delirio en el café del Gato Negro, situado en el número 14 de la calle del Príncipe, otro lugar habitual de la bohemia madrileña cuya decoración era sorprendente: divanes rojos, columnas, decoración modernista y gatos pintados en paredes y techo. La orquesta inicia un vals, algunos «se levantan de sus asientos y cogen de la cintura a estos otros recién llegados, y en parejas danzan por el café derribando sillas, atropellando mesas y lanzando un estrépito de carcajadas». A pesar de su origen adinerado, Hoyos y Vinent y el conde eran ideológicamente muy distintos, hasta el punto de que el primero, enfundado en un chaleco de seda azul o rojo marchó a combatir en las trincheras una vez desatada la Guerra Civil. Era faísta declarado, veterano anarquista que no dudaba en jamás perder una pizca de glamour, aunque se tratase de tiroteos y barricadas. Llegaba el primero ante las balas enemigas, a veces con acompañantes que había seducido la noche anterior y convencido para alistarse en las irregulares tropas anarquistas. Luis Antonio de Villena, en Corsarios de guante blanco, describe de este modo al marqués:
«Antonio de Hoyos y Vinent, marqués de Vinent, era un hombre (según los recuerdos y retratos de quienes le conocieron) alto, de corpulencia un algo desgarbada, de voz paposa (por su sordera de nacimiento), envuelto siempre en una elegancia excesiva y abrumadora. Camisas de seda, ternos impecables, inmensos gabanes con amplios cuellos de piel, finísimos guantes y, en las manos, magníficas y raras sortijas —González Ruano habla de una amatista descomunal— y, siempre, su monóculo de concha. Frecuentaba las reuniones de la aristocracia, algunos círculos de literatos y el mundo de los toros; los cafés cantantes y el sórdido ámbito —que a veces es lujo— de los malos rincones. Acompañado por una pequeña y deslumbrante corte (el exquisito figurinista Pepito Zamora, Gloria Laguna, marquesa y mujer de fuste, y la bailarina exótica Tórtola Valencia), gustaba de confundirse, homoerótico y prostibulario, con chulos, hetairas y torerillos en sus nocturnos recorridos por los barrios bajos. El lujo, la decadencia, los placeres prohibidos, la sensación a la par de sensualidad, pecado y misticismo, se mezclaban en él, entre el oropel brillante de sus poses y atuendos, con el arrabal de la torería, el cuplé y los proxenetas».
Rafael Cansino, protodadaísta y ultraísta, a su vez dice:
«Antonio pasea impunemente la leyenda de su vicio, defendido por su título y su corpulencia atlética. Porque este degenerado tiene todo el aspecto de un boxeador [...]. Antonio de Hoyos es una estampa, ya aceptada, del álbum de la aristocracia decadente [...]. Pero cuidado, que ya vienen pisando recio las alpargatas socialistas de Pablo Iglesias [...], con una gran escoba dispuesta a barrer todo eso».
El Fornos convivió con una leyenda de malditismo. Uno de los hijos del propietario y encargado del local, Manuel Fornos Colín, se suicidó en uno de los reservados del café en julio de 1904, pegándose un tiro en la cabeza. Este hecho marcó una pequeña cruzada contra los cafés y tabernas bohemias liderada por el conde de San Luis, por aquel entonces Gobernador de Madrid, que dispuso que los cafés cerrasen a las doce de la noche. Los hermanos procuraron mantener el negocio a flote durante cuatro años más, pero el 26 de agosto de 1908 cerró definitivamente. Sin embargo, en mayo de 1909, volvería a abrirse con el nombre de Gran Café y con nuevo dueño: Marcelino Raba de la Torre. Se reanudaron las tertulias y las fiestas en los bajos del café. A pesar de ello en 1918 desaparece el Gran Café para reaparecer como Fornos Palace en forma de cabaret con mesas de juego, convertido luego en restaurante por Honorio Riesgo, que lo bautizó con su apellido. Finalmente, el Banco Vitalicio, propietario del edificio desde 1923, decide reconstruir por completo la esquina.
«Ruben Darío se refirió al Fornos como el café donde eran frecuentes las “veladas barriolatinescas” en referencia al barrio latino de París, que la pareja conocía porque lo habían frecuentado. La bohemia convertía aquel Madrid en un Montmartre castizo»
A escasos metros a la redonda existían otros cafés con sus tertulias: Pombo y Colonial. La esquina de la Puerta del Sol con Espoz y Mina era conocida por la persecución contra el amor gay, pero también por la explotación de menores. Se decía que era paraíso de los proxenetas. Fue muy popular, hasta el punto de que aparece en novelas de Baroja varias referencias a chavales, adolescentes y encuentros sexuales pactados en las esquinas de la Puerta del Sol, sobre todo en la de Espoz y Mina. En Mayor y Montera, tanto en sus portales como en calles adyacentes, también proliferaban los antros. Ruben Darío se refirió al Fornos como el café donde eran frecuentes las «veladas barriolatinescas», vinculándolo al barrio latino de París, que la pareja conocía porque lo habían frecuentado. La bohemia convertía aquel Madrid en un Montmartre castizo.
Pioneros gays contra todo y contra todos
En Barcelona, como hemos visto, reinaban La Paco, la Gallega, la Viola, la Pescadera, la Fideos, la Temblorosa o la Cristales.En Silvestre Paradox, la novela de Pío Baroja, el escritor pone nombres a los travetis y gays madrileños: la Zoila, la Rubia, la Escarolera, la Varillas. Allí, codo con codo con los bohemios más fascinantes e irreductibles, como Alejandro Sawa, la poesía y los poetas entraban en contacto con los otros fuera de la ley, posiblemente los más auténticos y también libres, aquellos que perseguirá Primo de Rivera con no demasiado acierto y que, con la llegada del fascismo, se convertirá en exterminio. De hecho, la homosexualidad como tal no aparece en la legislación española hasta el Código Penal de 1928, lo que no quiere decir que fuese socialmente aceptada, ni mucho menos. Hubo precursores madrileños, como Lázaro Galdiano, amante secreto de nada más y nada menos que de un presidente de la I República, Emilio Castelar (1873-1874), que era despectivamente llamado por los conservadores Doña Inés de Tenorio. Primo de Rivera, al que muchos consideran que fue un gay que jamás lo reconoció (también se dijo lo mismo de Azaña), impulsó la legislación represiva. El nuevo Código Penal, vigente entre 1928 y 1932, en su artículo 69, sobre «abusos deshonestos», especificaba que «cuando tuviere lugar con personas del mismo sexo del culpable, se impondrá la pena de dos a doce años de prisión», con lo que la condena se agravaba respecto a los abusos deshonestos cometidos con personas de distinto sexo, llegando a suponer hasta casi el doble. También legislaba contra los gays y lesbianas en el artículo 616, que establecía: «El que habitualmente o con escándalo, cometiere actos contrarios al pudor con personas del mismo sexo, será castigado con multa de 1000 a 10.000 pesetas e inhabilitación especial para cargos públicos de seis a doce años». La situación, lejos de mejorar con la llegada de La República, empeoró aún más. Con la aprobación de la Ley de vagos y maleantes, el 4 de agosto de 1933, conocida popularmente como «la Gandula», se persiguió duramente a mendigos, rufianes sin oficio conocido y proxenetas. Los gays y lesbianas eran también reprimidos por esta Ley.
Cronistas gays de aquellos años, como el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, al que algunos han comparado con Oscar Wilde, describieron la noche madrileña para defender el derecho a existir y resistir de gays y lesbianas. En su obra hay referencias a las conexiones entre bohemia y gays, en La miseria de Madrid, El beso maldito o En plena bohemia, publicados en 1921. Sin embargo, posiblemente fue Álvaro Retana quien mejor cultivó el género de la literatura decididamente gay o lésbica durante los años veinte, hasta el punto de que fue condenado por pornografía y obscenidad en varias ocasiones. Puede que fuese un mero gesto snob, de coqueteo con la maginalidad, pero la bohemia madrileña y española fue decididamente progay. Desubicados y generalmente marginados por las organizaciones de izquierdas y los grupos anarquistas, se situaban políticamente en tierra de nadie. Pero reinaban, y los poetas más pretendidamente decadentes lo sabían El investigador Cristián H. Ricci, en su Breve recorrido de la bohemia hispana, afirma que «muchos de los jóvenes bohemios se consagrarán al robo, la prostitución o la mendicidad en su anhelo de alcanzar la dureza empedernida del criminal […]. Los harapos y las llagas amorosamente cuidados para atraer la conmiseración mudarán en su fuero interior la vergüenza en gloria». Era la República Invisible la que gobernaba aquellos, con frecuencia, antros donde se realizaban tertulias y se reunían grupos vanguardistas, artistas outsiders y pensadores. Era la generación a veces del sablazo pero también del dinero, los desertores de la vida civilizada pero igualmente los de familia acaudalada. Madrid, a su modo, se vistió de París. Los parias y los poetas hablaban un lenguaje similar, levantaban una bandera parecida. No tenían, casi nunca, suerte, pero apuraban la vida al límite. Fueron libertarios a su modo, excesivos, locas, valientes.