Pío Baroja en busca de Jack el Destripador
/En 1906 Pío Baroja viajó hasta Londres en busca de las huellas del legendario pasado inglés: Charles Dickens y Jack el Destripador, las calles siniestras de la «ciudad de la niebla».
«Vi un laberinto roto (era Londres)»
Jorge Luis Borges, El Aleph
«Al anochecer [escribe Baroja en La ciudad de la niebla, segundo libro de la trilogía La Raza], estas calles próximas al mercado de Covent Garden se animaban; de los portales salían mujeres gordas, jovencitas cubiertas de harapos y una nube de chiquillos andrajosos». El escritor confiesa sus propias visiones de aquel Londres oscuro y siniestro, un laberinto casi indescifrable de calles ruidosas y sucias que pronto irán desapareciendo absorbidas por abismos. Señales y hecatombe basadas en indicios, rumores, viejos papeles, creencias ancestrales. Lo que narra parece el comienzo de un cuento. Pero no es ficción, aunque se hable de una novela, de una historia inventada. En realidad, lo que viene a hacer es una trampa, una argucia literaria: es un observador dotado de capacidades asombrosas que conjura el presente para que pueda pasearse el pasado. Es la otra crónica de una ciudad. La ficción, para él, funciona como un pretexto. «Por todo el barrio, y en las tabernas, se oían riñas y disputas. Los hombres pegaban a las mujeres y a los chicos con una brutalidad terrible». Sobre la urbe, cubriéndola en un manto oscuro, denso y penetrante, humo del carbón. Suciedad y un decorado de espanto. Al regresar de sus paseos comprobaba que la camisa y las manos quedaban ennegrecidas. Whitechapel. Así es como era.
«En Londres, años después, hice mis investigaciones, deambulé por los alrededores del Támesis y por los callejones de Whitechapel, donde quedaba entonces el recuerdo de Jack, el destripador de mujeres»
Entre la fecha de la muerte de Charles Dickens (9 de junio de 1870. Pérez Galdós estuvo al pie de la tumba del escritor poco después de su muerte, en la Abadía de Westminster, en un lugar llamado «El Rincón de los Poetas». La sepultura, según Galdós, era reciente. Tras dejar una flor sobre la lápida, se marchó emocionado) y aquella descripción que Baroja tomó a partir de su primer viaje a Londres en 1906, habían pasado muchas cosas. Hubo, desde luego, un Otoño del Terror marcado por la fatídica fecha de 1888, el año de los asesinatos de Jack el Destripador. Se hablaba de decadentismo, de atentados contra reyes y políticos, de bombas y amenazas de guerras y combates. Malos presagios. Está en el epicentro de la tormenta. Cuando Baroja abandone el Támesis y regrese a Madrid, una gran noticia le sorprenderá en plena llegada: el anarquista Mateo Morral, a quien conocerá días antes, intenta asesinar a Alfonso XIII.
Existe un diálogo que empieza con Dickens y termina en Baroja. En la biblioteca que dejó tras su muerte, exquisitamente clasificada y anotada por José Albedrich en «La biblioteca de Pío Baroja» (1966), Dickens ocupa un lugar destacado junto a sus amados Dostoievski, Poe, Stendhal o Balzac. Dickens y Baroja. Hay lugares comunes que se disputan ambos escritores. No pasan de puntillas por su tiempo, sino que descienden a la arena, prueban como está hecho el final de siglo, ese catálogo de atrocidades que ya están aconteciendo, y las que vendrán más tarde. La picardía y la piedad moral, la gran compasión con la que Baroja describió la golfería madrileña y todos sus lugares, aquellos visibles pero también los invisibles (cuevas en montañas, casas dentro de casas, habitáculos miserables fuera de los ojos del transeúnte, el mapa oculto), son los del inglés. Es una piedad que conmueve y que está unida al espacio, a la ciudad. Pasea por esta como lo hace un flâneur, dejando escritas sus impresiones sobre la belleza de la noche y la confusión que produce observar la ciudad en la medianoche. En «La noche de París», donde narra su manera de atravesar la urbe y de contemplarla, se confiesa un paseante desprendido, alguien que desea perderse. Su caminar es pausado y preciso. Vagabundea en busca de todo y de nada al mismo tiempo. Hay embrujo y misterio: «Me gusta salir de noche y deambular sin objeto por una ciudad tan grande como París [...]. El día es para el trabajo y para lo definido; la noche, para la vagancia y para lo inconcreto». La oscuridad todo lo trastoca y altera. No le importan los peligros descritos ni la proximidad al hampa, y las correspondencias que realiza Baroja (los sentidos bajan la guardia de forma deliberada, todo remite a algo que habita en el inconsciente) remiten a una poesía hoy en desuso: «Un gran edificio histórico puede parecer un almacén de carbón; el grupo escultórico célebre, un revoltillo de caracoles; en cambio, una mala buhardilla puede tener las trazas del remate de un palacio; un grupo de árboles miserables puede parecer un parque soberbio, y un charco producido por la lluvia, un lago delicioso».
Eso fue lo que hizo en Londres, adonde llegó tras despedirse de Ortega y Gasset en la estación de París, que lo acompañó desde Madrid. En sus Memorias, publicadas décadas más tarde, escribe: «Intenté ver todo lo que pude en Londres, sin mucho prejuicio y sin pretensiones de explicaciones psicológicas». Se reafirmó como psicogeógrafo. No excluye las emociones, sino más bien lo contrario. Lo que pretende es habitar la ciudad a partir de una ficción. Convertir la mentira en carne de su carne. Madrid, San Sebastián, Pamplona, París, Londres. Da igual: «Visité algunos de los sitios descritos por Dickens en sus novelas, y me pareció que ese guía era bastante para mí».
Las calles siniestras
«¡Qué portales oscuros, donde no entraba nunca el sol! ¡Qué corredores! ¡Qué escaleras! ¡Qué casas de huéspedes! ¡Qué horrores!»
En 1906, durante los tres meses en que estuvo en Londres, los barrios pobres habían cambiado muy poco desde los días de Jack. Todo seguía más o menos igual, algo que no sucederá décadas más tarde, cuando en 1936 (o puede que fuese uno o dos años más tarde, ya que nunca logró precisarlo con seguridad) regresó a Londres, pero esta vez para conocer también las afueras, el extrarradio de aquella «ciudad de la niebla» dominada por el Támesis y todas sus historias y leyendas. Entonces alcanzó Leeds o Cornwall, entre otros lugares, anotando cuanto pudo en su ordenado cuaderno de viajes. Todo era ya más moderno, menos interesante: «El ambiente no era tan sucio, y las calles londinenses, por lo menos las del centro, comenzaban a tener el aire más claro y las fachadas más limpias».
En un fabuloso artículo que incluyó en Vitrina pintoresca bajo el título de «Las calles siniestras», rememora las transformaciones de la ciudad y el valor simbólico de lo tenebroso. En Madrid observa la aniquilación ya en marcha, dejando constancia de una desaparición. Va de un lado a otro como un vagabundo curioso, atisbando todos y cada uno de los indicios de desplome. Algunos cambios son importantes y otros sutiles. No se le escapa nada. Es la memoria intentando atrapar aquellos recuerdos mientras todo cambia y nada parece sostenerse. El listado de peligros y oscuridades, la lúgubre presencia de una ciudad misteriosa, va desapareciendo en favor de la modernidad y la luz. El extrarradio sigue siendo caótico, pero el centro expulsa estas anomalías: «¡Qué portales oscuros, donde no entraba nunca el sol! ¡Qué corredores! ¡Qué escaleras! ¡Qué casas de huéspedes! ¡Qué horrores!», exclama. Son barriadas antes siniestras y que ahora se tornan «civilizadas». Los lugares de la bohemia. Buñuelos y alcohol que queman la garganta. Trasnochadores y prostitución.
«Buscaba el monstruo-ciudad, el diablo-ciudad»
Baroja, posiblemente sin planificarlo, da un salto y se planta en París: «El recuerdo de las viejas callejuelas siniestras madrileñas me hace pensar en las de París, donde abundaba y abunda aún el género», afirma, para luego hablar de la ciudad como un ente maléfico. «Buscaba el monstruo-ciudad, el diablo-ciudad». Está describiendo el final del último romanticismo, los estertores de la vieja bohemia, otra forma de muerte. Baroja es el paseante curioso que acude allí donde se halla lo singular y para el que la ciudad es casi un ente orgánico con vida propia: «Vi en París tabernas de apaches con títulos estrambóticos, cabarets con nombres poéticos; asistí a mítines anarquistas, en donde a la salida los agentes pegaban como quien varea lana». Los nombres y personajes con los que se cruza y da de bruces en aquel París único sobrecogen. Como Eliseo Reclús y... Oscar Wilde, cuya descripción es uno de esos grandes momentos que nos brinda «Las calles siniestras»: «Vi pasar a Oscar Wilde por el bulevar con aire gigantón acromegálico, vestido de gris, con aspecto cansado, solo, los bolsillos llenos de periódicos, la cara larga y estupefacta y el tipo desagradable que tienen los gigantes». «Los bolsillos llenos de periódicos» describe a un hombre vencido, o casi. Es el año anterior a su muerte (30 de noviembre de 1900) y Wilde es un hombre deprimido, supuestamente convertido a un catolicismo que, sin embargo, lo maltrató siempre. Utiliza otro nombre: Sebastian Melmoth.
París no es una ciudad que lo maraville. Prefiere Londres por culpa de Dickens. En su biblioteca, de forma póstuma, se consignaron cuatro ejemplares de sus obras en inglés, posiblemente resultado de su bibliofilia y sus numerosas visitas a librerías de viejo. Todas las obras que poseía de Dickens eran traducciones al francés, y ninguna en castellano, a pesar de que ya muchas de estas habían sido traducidas. Baroja no sabía inglés, pero sí francés.
El recuerdo de Jack
Llegamos a Londres, a Jack. Baroja, más tarde, recordó aquel viaje lleno de emoción: «En Londres, años después, hice mis investigaciones, deambulé por los alrededores del Támesis y por los callejones de Whitechapel, donde quedaba entonces el recuerdo de Jack, el destripador de mujeres». Lo que le atrae de Londres es su pasado siniestro o su morfología oscura, que ya desaparece en Madrid, pero que se reeditaría en Barcelona con la aparición del Barrio Chino como epicentro de los horrores siniestros. «El romanticismo y la bohemia nacieron y se desarrollaron en callejuelas y lugares oscuros», confiesa. La irrupción de la electricidad y el creciente valor de la salubridad, los arquitectos del orden y los planes urbanísticos que destruyen los amasijos de callejuelas en favor de anchas avenidas, el control policíaco sobre la población de los barrios pobres y suburbios, constituyen el final de una época. Por eso «[...] hice mis investigaciones» es una frase huérfana. Es deliberadamente esquiva. ¿Qué tipo de «investigaciones» hizo?
Pudo haberlas hecho en Madrid. En sus artículos y en sus Memorias, siempre que pudo proclamó su defensa del folletín, el rechazo a la alta cultura y el esnobismo de quienes olvidan el tipo de literatura singular, aquella que habla de aventuras y de todo lo temerario: historias de bandidos y criminales, sucesos extraordinarios y héroes del pueblo. Analogías. Solo lo imprevisible nos remite a algo vivo. Como lector de folletines, herederos de la antigua literatura de cordel, el año de los crímenes de Jack (1888), como inolvidable recordatorio de un número maldito, fue también el año del gran crimen de Madrid: el crimen de la calle Fuencarral, cometido el 2 de julio de aquel año, con el descubrimiento del cadáver de una viuda acaudalada cubierto de trapos mojados en petróleo y en plena combustión. La extraña muerte dividió a la sociedad madrileña. Todos se apresuraron a establecer sus hipótesis acerca del autor, pero el trasfondo era la clase social. Baroja también escribió sobre esto, afirmando algo que puede aplicarse igualmente a Jack. El crimen se hizo famoso no por el hecho en sí, sino por el tratamiento que le dio la prensa. Paseó por Londres, como hemos visto, viendo en las esquinas y los callejones las sombras de Jack y de Dickens, pero también fue testigo de aquel crimen. «Yo vi a la protagonista del crimen, a la Higinia Balaguer [confiesa en sus Memorias], un momento en el pasillo del Hospital Provincial, y cambié algunas palabras con ella». No nos da detalles sobre lo que habló, pero se acercó más al crimen que el mismo Galdós, que escribió una novela sobre el caso. Luego, al igual que en otras tantas ocasiones, presenció la ejecución entre el asombrado y numeroso gentío que se apretujaba en los montes cercanos a la cárcel Modelo. Pero hizo más. Nuestro hombre, tras el crimen de Madrid y su posterior visita a Londres, fantaseó con otro Jack y hasta escribió un pequeño relato cuyo protagonista era un alter ego suyo al que llamó Tommy, también asesino y descuartizador de mujeres.
«Otro año marché unos meses a Londres a ver las orillas del Támesis, los rincones del Wapping, las callejuelas de Whitechapel, donde anduvo Jack el Destripador y los lugares descritos por Dickens»
En «La formación psicológica de un escritor», un extenso texto que sirvió de emotivo discurso a su ingreso en la Academia Española (12 de mayo de 1934), adonde llegó en medio de un halo de rebeldía, con una generación de jóvenes que ya lo tenían por la voz de los barrios bajos y la mala vida, siempre humilde en grado extremo y poco dado a los halagos de la crítica, vuelve sobre esos recuerdos (algunos que lo conocían bien se preguntaron si llegaría correctamente vestido. Y así lo hizo, aunque a medias. Con su único traje un tanto desastrado y no impoluto, dispuesto a decir verdades, a contar su historia, la de un hombre sencillo. Al igual que Wilde, con un periódico metido en el bolsillo). Sonroja el contraste entre aquel hombre y las supuestas eminencias que lo habían reclamado. Pérez Galdós, habitual en los círculos de la aristocracia, como antítesis de Baroja, y tantos otros. Aquella mañana habló de forma ordenada, regresando al Madrid siniestro, pero también al París oscuro. Y al Londres de Jack: «Otro año marché unos meses a Londres a ver las orillas del Támesis, los rincones del Wapping, las callejuelas de Whitechapel, donde anduvo Jack el Destripador y los lugares descritos por Dickens».
Se alojó en una pensión de Bloomsbury Square, sin saber que a escasos metros de allí, en aquellas mismas fechas, se gestaba el círculo de Bloomsbury con Virginia Woolf y otros a la cabeza y que, no obstante, él rechazó. Para él se trataba de reuniones aristocráticas de salón. El gesto snob por excelencia. La miseria de los bajos fondos dickensianos y su universo roto y pobre sucumbían a los nuevos tiempos. Por las mañanas y a media tarde bajaba al salón y tomaba té junto a extraños personajes en aquel pequeño edificio que era una copia casi exacta del resto de casas del barrio. La planta baja pintada de color rojo; el piso de arriba, de amarillo. Tipos que hablaban de lo que pasaba en la India, historias sobre faquires y chamanes. No halló a Sherlock Holmes. «A Conan Doyle me hubiera gustado verle, pero no vivía en Londres sino en el camino de Surrey», pero volvió sobre Dickens una y otra vez. Incluso pudo haber conocido a la famosa ocultista y espirita Annie Besant, cuando uno de los huéspedes, aficionado a la teosofía, le dijo que se la presentaría. No tenemos más datos.
Su amistad con un anarquista furibundo como Fernando Tarrida del Mármol, huido de España por los sucesos de Montjuic, casado con una inglesa y que entonces trabajaba como corresponsal para el Heraldo de Madrid, hizo que este le presentase al legendario Errico Malatesta, quien a su vez le presentó a James Barrie, autor de Peter Pan, estrenada dos años antes. Malatesta vivía bajo vigilancia policial en una pequeña casita en el barrio de Islington, donde tenía un taller mecánico. El aspecto del anarquista, tras leer de él descripciones que lo asemejaban a una bestia indómita, el típico físico popularizado por la literatura y la prensa respecto a Bakunin y los nihilistas rusos, le pareció sorprendente. Malatesta asoma su gran cabeza por una ventana y los saluda. Baja apresuradamente. El cuerpo bajito y rechoncho, el rostro amable. Lo vio como un hombre normal y tranquilo, sereno y educado. Por entonces, Malatesta intercambiaba cartas y telegramas cifrados con otros anarquistas europeos. Se cayeron bien. Junto a él y Mármol pasearon por la ciudad y le acompañaron hasta las puertas del prestigioso St. James Club, uno de los círculos más selectos de la vida londinense, donde Baroja estaba citado con el agregado de la embajada española. Tras despedirse de ellos, su anfitrión, que lo había visto llegar desde un ventanal, le interrogó acerca de sus amigos. «Son dos italianos», respondió. No dudó en advertirle que tuviera cuidado con ellos: «Son gente peligrosa, y entre ellos hay muchos anarquistas partidarios de Malatesta. Los anarquistas nos fastidian». Luego, días más tarde, volvieron a encontrarse. Pasaron por su hotel a recogerlo y los tres caminaron por las calles de Whitechapel. Baroja, impresionado por su atmósfera, en sus Memorias lo describe con gesto de espanto: «¡Qué barrio!, ¡qué callejuelas estrechas y tortuosas, donde asesinaba mujeres Jack el Destripador! [...]. Me mezclé entre la muchedumbre palpitante de Whitechapel, y anduve por callejuelas estrechas, entre la gente harapienta que pululaba por ella».
Perseguía enclaves plasmados en ficciones y horrores innombrables muy reales. La ficción habitaba en las callejuelas y mercados. Ayudado por un pequeño mapa y sin saber una palabra de inglés, llegó hasta donde estaba la casa de Todgers descrita por Dickens en Martin Chuzzlewitz. La encontró cambiada, muy distinta a como se la imaginaba «metida en un laberinto de pasadizos, de pequeños cementerios con hierba, de tiendecillas de fruta, almendras y naranjas, de grúas, de pequeñas fuentes, de rincones con carros y de tabernas por todas partes». Había alcanzado otro tipo de conocimiento. Revisitar algo, revivirlo según los dictados de la fantasía, a veces se convierte en un sueño imposible. Nada vuelve a suceder exactamente igual. El tiempo todo lo cambia. También las personas, los observadores supremos, cambian la percepción de un lugar. Las emociones siempre mandan. Nos dictan lo que luego intentaremos escribir.
«[Londres] era un mundo imposible de explorar ni en meses ni en años; un mundo envuelto en oscuridad, en niebla»
Al cabo de unas semanas, el escritor se rindió ante aquella ciudad. Su búsqueda constituía un imposible. Dickens, o el autor bajo su mirada, se paseaba por Londres, pero lo hacía como un fantasma. «El Londres de Dickens debía de persistir aún; pero los héroes de este autor no podían existir más que en la imaginación de un autor genial», confiesa con cierta pesadumbre. Concluía el viaje. La aventura era inútil. Aquel era «un mundo imposible de explorar ni en meses ni en años; un mundo envuelto en oscuridad, en niebla». Jack seguía siendo un misterio.