El color que vino del espacio
/A las puertas de una inminente catástrofe, la literatura pulp nos advierte que los primeros muros en caer son las barreras entre las clases sociales. Autores como Alex Raymond, M. P. Shiel, H. P. Lovecraft y E. A. Poe sondearon los abismos de la imaginación y pintaron la amenaza de la misma gama cromática.
«Siguiendo la estela de la angustiosa situación del mundo, con dictadores, conflictos y rumores de guerra, una plaga devastadora ha visitado la tierra: la Muerte Púrpura, que sólo deja una mancha en la frente de su víctima». La lúgubre voz del narrador enmudece ante las sirenas de las ambulancias. Un transeúnte anónimo se desploma en la acera y cunde el pánico entre los viandantes. Los titulares anuncian que el índice de mortalidad aumenta a cada hora, para desconcierto de los científicos y estupor de la clase política, y una rápida sucesión de imágenes de archivo precede a la declaración del estado de alarma.
Así comienza el primer episodio de Flash Gordon Conquers The Universe, el serial protagonizado por Buster Crabbe que la Universal estrenó en 1940. La plaga regresará a la pantalla ocho años más tarde, por efecto contagio, de la mano de la Republic y el Capitán América. En esta ocasión, el letal polvo extraterrestre que las naves de Ming el Despiadado dispersaban a la atmósfera es sustituido por una sustancia hipnótica que el villano de turno extrae de una rara variedad de orquídea. Sin razón aparente, un conductor despeña su vehículo por un barranco. A continuación, un abogado de Nueva York lee la noticia en el periódico y salta por la ventana de su lujoso despacho en un rascacielos. Las autopsias revelarán la presencia de una sustancia misteriosa que parece relacionar ambas muertes con la de una tercera víctima que se ha volado la tapa de los sesos. Y así sucesivamente, la Muerte Púrpura va cobrando visos de una epidemia mediática que se transmite a través de las ondas de radio, los titulares de la prensa y los seriales de ciencia ficción.
La Muerte Púrpura es epidemia mediática que se transmite a través de las ondas de radio, los titulares de la prensa y los seriales de ciencia ficción.
Que la causa de la muerte sea un color, cuando toda la trama se desarrolla en blanco y negro, revela más acerca de sus víctimas de lo que estamos dispuestos a aceptar en un principio. La Muerte Púrpura se transmite como un maleficio: una invocación audiovisual que arraiga en el imaginario colectivo y lo tiñe todo de malva, contaminando las narrativas. Podría deberse a un error de laboratorio. El de un estudiante de química, William Perkin, que buscaba una cura a la malaria para contribuir a la expansión colonial británica a mediados del siglo XIX. El remedio que se usaba hasta entonces, la quinina, era muy cara, por lo que se precisaba una alternativa sintética más asequible y, tras varios intentos fallidos, decidió partir de un compuesto conocido como anilina. El resultado fue una especie de polvillo morado que enturbió el tubo de ensayo y su propia ropa. Además, no se quitaba. Sin pretenderlo, había creado el primer tinte sintético de la historia. La patente le hizo amasar una fortuna y desencadenó la rivalidad entre Gran Bretaña, Francia y Alemania por el liderazgo de la producción de colores para la industria textil.
Desde 1859 a 1861, la moda londinense sucumbió al color púrpura. El diario británico All The Year Around, editado por Charles Dickens, describió una escena jamás presenciada hasta la fecha y el satírico Punch se hizo eco de la fiebre llamándolo Mauve Measles (sarampión malva): «los primeros síntomas por los que se declara esta enfermedad consisten en la erupción de un mísero sarpullido de lazos alrededor de la cabeza y cuello de la persona que lo ha contraído. Brazos, manos, e incluso pies se desfiguran rápidamente con este tono, y por extraño que resulte, incluso la cara parece teñida con ella». Hacía casi un siglo que el farmacéutico sueco Carl Wilhelm Scheele había descubierto que si mezclaba azul de Prusia con ácido sulfúrico diluido, podía producir un gas que era incoloro, soluble en agua y ácido. En alemán lo llamaron Blausäure (literalmente "ácido azul") debido a su derivación del azul de Prusia; en inglés, ácido prúsico. Hoy lo conocemos como cianuro, que proviene de la palabra griega para azul oscuro. Los nazis experimentaron en Auschwitz con una variante cristalizada que bautizaron como Zyklon B. Conocemos los síntomas: palpitaciones, dolor de cabeza y somnolencia, son seguidos de coma, convulsiones y muerte por asfixia. Al ser ingerido o inhalado, persiste un ligero aroma a almendras. También se puede absorber directamente por la piel, si la prenda destiñe.
Plinio el viejo describió la túnica de Julio César como «del color de la sangre coagulada: oscura cuando se observa de frente, con reflejos brillantes cuando se la mira desde un ángulo», y los poetas decadentistas lo utilizaron como símbolo del declive de la sociedad francesa de la época. «Púrpura, sangre, esputo, reír de labios bellos en cóleras terribles o embriagueces sensuales», escribió Paul Verlaine, adelantándose en medio siglo a la pandemia de la gripe española de 1918. Una enfermedad que mataba rápidamente y, a menudo, dejaba a sus víctimas de color púrpura cuando sus pulmones se llenaban de sangre y privaban al cuerpo de oxígeno.
«Manchas púrpuras en el cuerpo y particularmente en el rostro de la víctima segregaban a ésta de la humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión»
«La nube púrpura, una nube venenosa compuesta por ácido cinahídrico (letal para la raza humana y los animales y toda forma de vida) pasó anoche sobre Noruega y se encuentra hoy sobre Europa, cuyos cien millones de habitantes al momento de la presente edición deben estar ya muertos». M.P. Shiel narra así el avance de La nube púrpura, el avance de una muerte fulminante y silenciosa que erradicará a la humanidad de la faz de la Tierra. El protagonista de la novela, Adam Jeffson, el primer hombre en llegar al Polo Norte, desobedece un mandato divino al adentrarse en un páramo vetado a la especie humana y desencadena el apocalipsis. «La nube púrpura llegó a España —lee en un periódico que arrebata de las gélidas manos de un cadáver— Sólo se salvaron los ricos que hallaron barco a Noruega. La nube pasó por París y llegará al anochecer a Londres, Dios nos ampare».
Al año siguiente de la publicación de la que H. P. Lovecraft consideraba «la mejor novela de ciencia ficción escrita hasta la fecha», ve la luz un relato del austríaco Gustav Meyrink titulado La muerte púrpura, donde asistimos a las consecuencias de otra expedición que se aventura en los confines del horror cósmico: «Personas que leían periódicos desaparecían por docenas ante la vista de la asustada multitud que cruzaba las calles, presa de agitación. Innumerables pirámides moradas quedaban esparcidas alrededor, en las escaleras, mercados y callejuelas, hasta donde abarcaba la vista (…) Al día siguiente la cuarentena fue levantada, como extemporánea. Mensajes de terror de todos los países anunciaban que la “muerte púrpura” se propagaba por todas partes, casi simultáneamente, y amenazaba con despoblar la tierra».
En 1927, un meteorito atraviesa millones de kilómetros e impacta en las colinas de Arkham. Al romperse, una tonalidad sobrenatural, nunca antes vista, emerge e infecta las napas de un pozo de agua. El color que cayó del espacio afectará primero a los árboles, después los animales y por último a los seres humanos. Sin duda se trata de la misma fosforescencia de color violeta que los exploradores de En las montañas de la locura (1936) confunden con la aurora boreal durante su viaje al Ártico, y que recuerda a aquel misterioso líquido que fluye con «todos los matices posibles de la púrpura, como los visos de una seda tornasolada» en Las aventuras de Arthur Gordon Pym (1838), de E. A. Poe.
En el contexto de la reciente pandemia, resulta inevitable establecer paralelismos entre el Covid-19 y La máscara de la muerte roja (1842). Más aún, si vives en Madrid. En las primeras líneas del cuento de Poe leemos que «durante mucho tiempo, la Muerte Roja había devastado la región. Jamás pestilencia alguna fue tan fatal y espantosa». En la adaptación cinematográfica dirigida por Roger Corman, la personificación de dicha Muerte le hace un regalo envenenado a una anciana, prometiéndole que el día de la Liberación se acerca. Se habla mucho de la peste, la tiranía y el libre albedrío en un contexto muy bergmaniano y con una fotografía arrebatadora de Nicolas Roeg. El tratamiento del color consigue que resalte en las enormes pantallas de los autocines cumpliendo con su función alegórica, atmosférica y terrible. «Manchas púrpuras en el cuerpo y particularmente en el rostro de la víctima —describe Poe— segregaban a ésta de la humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión». El príncipe Próspero (Vincent Price), acompañado de su séquito de aduladores, organiza un baile de máscaras al que acude un invitado bastante impertinente, que viene a recordarle que la Muerte no tiene amo. Su rostro carmesí es también el de la némesis del Capitán América: Johann Schmidt, ex líder de las Schutzstaffel; un científico brillante que sufrió en sus propias carnes los efectos secundarios de una versión no perfeccionada del Suero del Súper Soldado, ganándose el apodo de Cráneo Rojo.
Se transmite como un maleficio: una invocación audiovisual que arraiga en el imaginario colectivo y lo tiñe todo de malva, contaminando las narrativas.
Intercambiándose las máscaras, la Muerte Púrpura es un trasunto de la Muerte Roja. O si lo prefieren, La Morte Rouge, el pueblo rodeado de pantanos, en el Canadá francés, que el cineasta Víctor Erice nunca ha podido encontrar en los mapas, seguramente porque sólo existió en la imaginación de los guionistas de La garra escarlata (1944), título de la primera película que el director de El espíritu de la colmena (1973) recuerda haber visto de niño. Un territorio inhóspito y fantasmal en los alrededores de Québec, según el atlas que Sherlock Holmes escudriñaba con su lupa, abriéndonos los ojos para ver los reflejos y la realidad de otro modo.
Vislumbrar así los colores en un flashback metaléptico; el paisaje de desguace de aquella España del blanco y negro que el protagonista de La prima Angélica (1974) vivió como “niño de la guerra” y sigue habitando a través del recuerdo de «una película que nos echaban los curas en el colegio. Aparecían unos ojos por las paredes, en el cielo, por todas partes. Nos moríamos de miedo, ¿eh, Luisito?». No es otra que Los ojos misteriosos de Londres, con Bela Lugosi, estrenada en 1939, el año en que en España se dio por acabada la Guerra Civil, y que atormentó a Carlos Saura con motivo su proyección en el salón de actos del Colegio San Viator de Huesca, en los años cuarenta. «Los ojos de Londres. La Torre de Londres. El Támesis. —recita en la película José Luis López Vázquez— Un callejón solitario, los adoquines húmedos… un muro de ladrillos, negruzco. Todo como en una película de terror. Y de repente, unos ojos inquisitivos, inquietantes. Pasos, pasos que se acercan. Y esos seres que persiguen a alguien». Envueltos en una neblina roja, virando a púrpura.