Mi nombre es Legión
/Aunque el ‘Dictionnaire infernal’ de Jacques Collin de Plancy, «un compendio monumental de todas las cosas diabólicas», se publicó por primera vez en 1818 con mucho éxito, la edición fabulosamente ilustrada de 1863 fue la que lo encumbró como un hito en el estudio y la representación de los demonios.
El artista francés Louis Le Breton representó a Astaroth como un ser escuálido con garras de reptil, a horcajadas de una bestia con alas de murciélago y una cola de serpiente. Su rostro, descrito por su compatriota Collin de Plancy en su Dictionnaire infernal como el de «un ángel muy feo», adopta unas facciones decadentes, casi equinas, con ojos desdeñosos e indiferentes. Salvo por las garras y la montura demoníaca, la mirada fría y calculadora de Astaroth podría ser la de uno de los intelectuales del París de la Ilustración que Collin de Plancy conoció en sus años mozos. Al fin y al cabo, Sebastian Michaelis, el inquisidor dominico quien clasificó a los demonios del monasterio de Loudun en el siglo XVII, asoció a Astaroth con las corrientes racionalistas que afloraban en Francia. Una especie de René Descartes infernal, que sedujo a las monjas y sacerdotes de Loudun bajo las perniciosas promesas del epicureísmo y el individualismo. Quizás para Collin de Plancy, nacido casi dos siglos después en plena Revolución Francesa, aquel demonio reptiliano de porte aristocrático todavía encarnaba algunos de los peligros del racionalismo, pues Astaroth «responde gustoso a las preguntas que se le formulan sobre los secretos más importantes (...) y es fácil que se pronuncie acerca de la Creación».
Convertido en todo un símbolo del Dictionnaire de Collin de Plancy, Astaroth encarna las contradicciones del pensamiento del siglo XIX: racionalismo y superstición, sistematización y ocultismo, la Ilustración y el movimiento romántico. Cuando se publicó por primera vez el Dictionnaire en 1818, Collin de Plancy se dispuso a catalogar lo que llamó «aberraciones y gérmenes o causas de errores». Sin embargo, mientras trabajaba en ediciones posteriores, su vocación folclorista le empujó hacia la demonología, una pasión que finalmente le llevaría a abrazar con entusiasmo el catolicismo. En consecuencia, la última edición de 1863 fue “purgada” para que resultara acorde a la teología católica, incluyendo un prefacio en el que señalaba que «las creencias supersticiosas y las prácticas ocultistas son producto de mentes ignorantes y ateas».
Con sus palabras enumeradas como demonios, y su preocupación por el orden y la gramática adecuados (para que nuestros hechizos funcionen), los diccionarios pueden verse como grimorios seculares.
A lo largo de casi seiscientas páginas, Collin de Plancy proporcionó entradas para sesenta y cinco demonios, entre los que se encuentran los favoritos de Dante y Milton, como Asmodeus, Azazel, Bael, Behemoth, Belphégor, Belzebuth, Mammon, y Moloc. Del mismo modo, las ilustraciones de Le Breton recuerdan poderosamente los grabados de Doré y elevan el calado popular de la obra por encima de las ediciones anteriores. Concebidas para resultar edificantes a la par que aterradoras, nos muestran a Adramelech, «canciller del inframundo, mayordomo del soberano de los Infierno y presidente del Gran Consejo de los diablos», en forma de mula y luciendo su plumaje de pavo real. Le Breton lo retrata con gran pomposidad, con cabeza de asno y vestigios del Ángel del Pavo Real de Yazidi. También a Amduscias, como un unicornio «ante cuya voz se inclinan los árboles, al mando de veintinueve legiones».
Unas páginas más adelante nos encontramos con Amon, «el gran y poderoso marqués del imperio infernal» de ojos color negro azabache, semejante a un «lobo, con cola de serpiente... [cuya] cabeza es parecida a la de un búho, y su pico muestra dientes caninos muy afilados». Por si los trazos de le Breton no resultaran lo suficientemente aterradores, Collin de Plancy nos recuerda que esta criatura de pesadilla «conoce el pasado y el futuro de todos los hombres». Y luego está Ephialtes, un pequeño duendecillo con cara de perro, alas de pájaro y ojos desorbitados posado sobre el pecho de un hombre, recordándonos la Pesadilla de Fuseli, y a quien Collin de Plancy relaciona con «el nombre que los griegos daban a las pesadillas (…) una especie de íncubo que ahoga el sueño».
Más abajo, Eurynome nos enseña sus «dientes largos, un cuerpo espantoso lleno de heridas y el pellejo de un zorro». Le Breton se lo imagina como fauno con dientes de sierra, con la rodilla hincada en el suelo y una mueca grotesca. Y a Belphégor, «heraldo del pecado capital de la pereza”, encorvado y con el ceño fruncido, protegiéndose la cola y sentado en un inodoro».
Sesenta y cinco demonios, entre los que se encuentran los favoritos de Dante y Milton, como Asmodeus, Azazel, Bael, Behemoth, Belphégor, Belzebuth, Mammon, y Moloc.
En su afán adoctrinador, el Dictionnaire pretendía aleccionar al lector para enfrentarse a los secuaces de Satanás. Tomando a Asmodeus, quien según el Talmud nació de una súcubo que se acostó con el rey David, y a quien Collin de Plancy identificó con «la antigua serpiente que sedujo a Eva», se predispone al creyente en contra de la lujuria, representada como una temible monstruosidad de tres cabezas, a la que conviene doblegar como hiciera el rey Salomón, quien «le puso grilletes y le obligó a construir para él un templo de Jerusalén». Conforme avanza la lectura, el «demonio gordo y estúpido» llamado Behemoth es rescatado del Libro de Job, escudándose en que «algunos comentaristas lo identifican con la ballena, y otros con el elefante», aunque Le Breton elige representarlo como una versión bípeda del paquidermo, de barriga peluda e hinchada, casi una versión malévola del Ganesh de los hindúes.
Las quimeras infernales alimentaron las visiones de Rimbaud, Baudelaire y Verlaine, convencidos de que los demonios eran reales y entregados en cuerpo y alma al deseo de controlarlos a través del lenguaje.
A continuación, contemplamos a Bael, «el primer rey del infierno», y sus «tres cabezas, una de las cuales tiene forma de sapo, la otra de hombre y la tercera de gato», a lo que le Breton suma una serie de patas de araña. Podemos rastrear sus orígenes en el dios fenicio Ba'al, al que los cristianos vincularon de idolatrías y blasfemias, y que también sirvió de inspiración para otro lugarteniente del infierno, de nombre Belzebuth (o Beelzebub), «el consejero de confianza de Lucifer», cuyo nombre aparece en los registros de exorcistas desde Loudun hasta Salem. Como Belzebuth significa literalmente "Señor de las Moscas", le Breton decidió dibujarlo como un insecto sorprendentemente preciso desde el punto de vista biológico, con largas mandíbulas en forma de pinza, extraños ojos humanos y una calavera y un par de tibias cruzadas sobre unas alas tan delgadas como el papel. En cualquier caso, la verosimilitud de la criatura la vuelve aún más aterradora al emparentarla con un insecto real, la Acherontia atropos, un lepidóptero popularmente conocido como La esfinge de la muerte africana o Esfinge de la calavera africana. Su tórax segmentado y sus extremidades alargadas recuerdan también a la pulga magnificada por el microscopio de Robert Hooke un par de siglos antes, demostrando que las pesadillas de la razón y el fruto de la superstición a menudo van de la mano.
Las pesadillas de la razón y el fruto de la superstición a menudo van de la mano.
El propio Collin de Plancy sirvió de puente entre los ideales de la Ilustración y el viejo mundo de la magia y la superstición del que surgieron estos demonios. Nació en 1793, tan sólo cuatro años después del acontecimiento culminante (o más condenatorio) de la Ilustración: la Revolución Francesa. Tal vez por eso agregó el aristocrático "de Plancy" a su nombre de plebeyo con ascendencia republicana, ya que su tío materno no era otro que Georges-Jacques Danton, cabecilla del Comité de Salvación Pública que, como tantos de sus compañeros jacobinos, contempló de cerca la hoja de la guillotina una fría mañana de Termidor.
También Collin de Plancy fue partidario de la libertad, la igualdad y la fraternidad; citra-révolutionnaire indulgente, voraz lector de Voltaire y entusiasta racionalista y escéptico. Y como su tío, finalmente se reconcilió con la Iglesia que antaño había rechazado, en busca de certezas universales acerca del alma humana a través de la demonología. Las quimeras infernales que pueblan el diccionario de Collin de Plancy alimentaron las visiones ctónicas de Rimbaud, Baudelaire y Verlaine, convencidos de que los demonios eran reales y entregados en cuerpo y alma al deseo de controlarlos a través del lenguaje; un deseo tan ferviente como el ansia de sus antepasados de la Ilustración por categorizar y definir palabras e ideas en diccionarios y enciclopedias.
Más que constatar la existencia de los demonios, el Dictionnaire demuestra que pueden ser domesticados.
El Dictionnaire abarcó los intereses de dos épocas. Por un lado, se inspiraba en grimorios como el Pseudomonarchia Daemonum de Johann Weyer del siglo XVI, o la Clave menor de Salomón del siglo XVII, y por otro, aspiraba a los compendios sistematizados de conocimiento de la Ilustración, como la Encyclopédie de Denis Diderot. Para el historiador Owen Davies, los grimorios expresaban «el profundo deseo de conocimiento y un impulso perdurable contra todo esfuerzo por restringirlo y controlarlo. Existen por el deseo de crear un registro físico del conocimiento mágico, lo que refleja preocupaciones sobre la naturaleza incontrolable y corruptible de aquella información que se pretendía sagrada». Si bien es cierto que la gran meta de la Ilustración era imponer la luz de la racionalidad sobre las sombras de la superstición, el grimorio y el diccionario comparten un idéntico deseo de reunir toda la información posible. Y este anhelo común de plenitud y de abarcamiento no es sólo superficial, puesto que comparten su obsesión por las palabras y el lenguaje. Incluso una fe común: que los simples pronunciamientos verbales tienen la capacidad de reescribir la realidad misma. A la manera platónica, la palabra mágica es capaz de realizar transformaciones en la vida real del mismo modo que para el lexicógrafo racionalista el dominio de la retórica y la sintaxis puede afectar nuestras vidas a través de la capacidad de explicar y convencer. En ambos casos, las palabras tienen el poder, si están bien organizadas, de cambiar el mundo para bien o para mal.
En el corazón de esta misión compartida reside el hecho de que tanto la magia como la razón creen en la explicabilidad inherente de la realidad: que hay un orden dado en el mundo y que las mentes humanas pueden comprender y controlar este orden. Que ese orden sea sobrenatural o no es algo meramente circunstancial; la estructura del sistema es lo único importante. Parafraseando al lexicógrafo mexicano Ilan Stavans, los diccionarios son como espejos que proyectan el reflejo de las personas que los produjeron y consultaron, del mismo modo que el Dictionnaire infernal no solo refleja a Collin de Plancy, sino a la totalidad del mundo moderno. Con sus palabras enumeradas como demonios, y su preocupación por el orden y la gramática adecuados (para que nuestros hechizos funcionen), los diccionarios pueden verse como grimorios seculares. Más que constatar la existencia de los demonios, demuestran que pueden ser domesticados.