El hombre «con los bolsillos llenos de periódicos»: El encuentro entre Pío Baroja y Oscar Wilde
/Casi al despuntar el nuevo siglo, justo en el epicentro en que numerosos escritores y filósofos situaron una especie de enfermedad de fin de siècle, Pío Baroja, nuestro psicogeógrafo español, recorrió las calles de París, una calles que prefería «siniestras», deambulando al caer la noche con la misma lentitud y precisión con las que lo haría con las del viejo Madrid. Al igual que otros tantos, llevado por el halo de prestigio en la literatura francesa, intentó ganarse la vida en París, aunque no lo logró. Apenas hablaba francés. Había llegado con cien duros en el bolsillo. Se ofreció como traductor y escritor, llegando a escribir dos artículos que aparecieron en L’Humanité Nouvell.
«Vi en París tabernas de apaches con títulos estrambóticos, cabarets con nombres poéticos; asistí a mítines anarquistas, en donde a la salida los agentes pegaban como quien varea lana»
En aquel París sucedían muchas cosas: tumultos callejeros, atentados anarquistas, agitaciones cotidianas. Los apaches, ese temido Ejército del Crimen que ya estaba sembrando el terror, pululaban en esos barrios que inspeccionó Baroja, buscando lo singular y maravilloso, sombras proyectadas sobre fachadas y tipos pintorescos, todo eso que parecía a punto de perecer en aras de una modernidad que barrería el encanto que fascinó a escritores como Walter Benjamin o el séquito surrealista. «Vi en París tabernas de apaches con títulos estrambóticos, cabarets con nombres poéticos; asistí a mítines anarquistas, en donde a la salida los agentes pegaban como quien varea lana», recordó años más tarde. Los nombres y personajes, con los que se cruza y da de bruces en aquel París único, sobrecogen. Como Eliseo Reclús y... Oscar Wilde, cuya descripción es uno de esos grandes momentos que nos brinda «Las calles siniestras», uno de esos artículos en que el escritor rememoró todos aquellos recuerdos: «Vi pasar a Oscar Wilde por el bulevar con aire gigantón acromegálico, vestido de gris, con aspecto cansado, solo, los bolsillos llenos de periódicos, la cara larga y estupefacta y el tipo desagradable que tienen los gigantes». «Los bolsillos llenos de periódicos» describe a un hombre vencido, o casi.
«Tenía la cara larga, pálida, y un poco caballuda; las manos enormes, así como fláccidas y muertas, y los pies, por el estilo. Sabiendo quién era, daba la impresión de un fantasma»
Era el año anterior a su muerte (30 de noviembre de 1900) y Wilde un hombre deprimido, supuestamente convertido a un catolicismo que, sin embargo, siempre lo maltrató. Utilizaba otro nombre: Sebastián Melmoth. Lo vio por casualidad, mientras estaba sentado en un café cercano al Moulin Rouge. Lo acompañaban los hermanos Machado (Manuel y Antonio), y otro amigo suyo, Enrique Gómez Carrillo, que fue raudo a saludarle pues era amigo suyo y había escrito sobre él años atrás, algo que acompañó el resto del grupo. «Oscar Wilde era alto, demasiado alto, con un cuerpo de hombre grande y un tanto destartalado. Iba vestido de gris; llevaba un sombrero blando, una indumentaria vulgar. Tenía la cara larga, pálida, y un poco caballuda; las manos enormes, así como fláccidas y muertas, y los pies, por el estilo. Sabiendo quién era, daba la impresión de un fantasma. No sabiéndolo, parecía un hombre vulgar. No tenía nada de ese aire trágico y dramático que tienen a veces las ruinas humanas», describió en otro escrito. Precisamente, en la ciudad Carrillo era el español clave para conocer a los bohemios más célebres. Todos los escritores españoles o hispanoamericanos que en los años del modernismo pasaban por París tenían como guía a Enrique Gómez Carrillo.
Wilde solía frecuentar un bar llamado el Calisaya. Allí pasó alguno de sus mejores momentos en la capital francesa. Solía quedar con sus amigos, como La Jeunesse y otros jóvenes poetas, a las cinco de la tarde. Los camareros respetaban el sitio de cada uno. Las visitas y encuentros se sucedían, como Ruben Darío, a quien conoció presentado por Carillo, quien igualmente recuerda que un día, mientras este se encontraba con Pérez Galdós que visitaba la ciudad, Wilde reconoció al famoso escritor y se levantó a saludarlo: «Se aproximó a nuestra mesa y me dijo, quitándose el sombrero e inclinándose con su exquisita distinción de gran señor de Londres: “¿Me hace usted el favor de presentarme al ilustre autor de Marianela?”», confesó en una de sus obras el propio Carrillo. Ambos estrecharon la mano pero no intercambiaron palabra alguna. El final del Calisaya fue el final de la «bohemia eterna», como dijo Carrillo, que desconsolado le dedicó unas emocionadas palabras al último de los cafés literarios donde solían verse Wilde y otros tantos, todos ambicionando la gloria, el amor, la vida.
Mientras tanto, Baroja, sin lograr triunfar en París, regresó apesadumbrado a España. Lo hizo casi como un vagabundo en un tren con un billete de indigente de 15 francos que le entregó el Consulado. No sería su última visita. París lo volvería a reclamar años más tarde, pero para entonces Wilde había muerto en medio del escándalo, el silencio cómplice y la vergüenza sonrojante.