La revolución en... los cementerios
/«Los insurrectos no supieron qué hacer con sus pistolas y su ametralladoras y los huelguistas no supieron qué hacer con su huelga..., mientras los dirigentes volvían a casa a esperar pacientemente la llegada de la policía».
El general Franco había sido requerido por las autoridades republicanas para detener, a sangre y fuego, la insurrección popular y huelga general revolucionaria de octubre de 1934, que sacudió España en varios puntos y culminó con una feroz resistencia en Asturias. En Madrid, los sublevados intentaron hacerse con el control de los centros de poder pero fueron aplastados. Los asaltos, una y otra vez, fueron repelidos. Se formaron manifestaciones y parones laborales en los barrios proletarios, enfrentamientos callejeros y mucha confusión. Hubo intercambio de disparos durante un par de horas y, finalmente, los insurrectos fueron detenidos y encarcelados. Santos Juliá, recordando aquellos días, describió así la situación en la capital: «Los insurrectos no supieron qué hacer con sus pistolas y su ametralladoras y los huelguistas no supieron qué hacer con su huelga..., mientras los dirigentes volvían a casa a esperar pacientemente la llegada de la policía».
José Baró Quesada, en El Madrid de las dos rosas (El Avapies, 1989), describe las incursiones nocturnas a los cementerios protagonizadas por grupos de románticos, escritores bohemios y tipos oscuros durante los convulsos días del levantamiento: «Llegada la hora del anochecer, Agustin de Foxá, conde de Foxá, y César González-Ruano se pusieron al frente de una pequeña legión juvenil de visitadores nocturnos de los jardines de la muerte. Iban unas veces a la sacramental de San Martín, uno de los más bellos y monumentales camposantos españoles, situado junto a la Universitaria y descrito con pluma maestra por el valenciano Vicente Blasco Ibáñez en su novela madrileña La Horda. Otras veces recorrían los patios abandonados, cubiertos de hierba, de las sacramentales de San Nicolás y San Sebastián, en la calle Méndez Álvaro, clausuradas ya entonces, como la de San Martín, y hoy las tres desaparecidas. Y otros anocheceres encaminaban sus pasos a las sacramentales de San Justo, San Isidro, Santa María y San Lorenzo, al otro lado del Manzanares». Iban de un lado a otro de los cementerios, declamando poesía e imaginando las misteriosas vidas de los casi anónimos fallecidos, mientras al fondo es escuchaba la algarabía. Madrid no había podido levantarse.
Foxá, cuando sucede el golpe fascista de 1936, ya no pudo repetir la experiencia macabra. Tenía que sobrevivir y estuvo a punto de ser fusilado: «El día 21 de julio estuve a punto de ser fusilado. Eran las cuatro de la tarde cuando oí gritos y blasfemias y empezaron a golpear la puerta con las culatas. Di orden al ama que abriera y entraron ocho facinerosos que me apuntaron», escribió a su hermano.