El artículo de 1913 que ya denunciaba la explotación de telefonistas y teleoperadores
/En 1913, la revista El duende publicaba un artículo sobre la explotación a la que estaban sometidas las mujeres que trabajaban de telefonistas.
El trabajo de teleoperador es uno de los más ingratos. Suele desarrollarse en cubículos minúsculos, sin posibilidad de interactuar con los demás compañeros y sometido a la constante presión para conseguir los objetivos establecidos por la empresa. Además, el teleoperador suele estar expuesto a los malos modales de muchos usuarios hastiados del trato que reciben de la compañía que, en su afán por ahorrar costes, en cualquier momento puede desmantelar el call center y deslocalizarlo, trasladándolo a cualquier lugar del mundo coste por trabajador sea menor o la legislación laboral menos rígida.
Lo más curioso es que, cuando se revisan las hemerotecas, se descubre que el trabajo de teleoperador o anteriormente de telefonista, siempre se ha movido en parámetros de explotación laboral. En el número seis de la revista El Duende, publicado el 7 de diciembre de 1913, por ejemplo, se incluía un reportaje sobre las precarias y abusivas condiciones laborales de las telefonistas que, más de un siglo después, tampoco han cambiado tanto.
Secretismo y miedo a hablar
Para realizar su investigación, el reportero de El Duende se desplazó a un locutorio público. Según se explicaba más adelante, en esa época apenas había cuatro mil setecientos abonados en Madrid y hubiera resultado muy sencillo localizar la llamada si se hubiera hecho desde la redacción de la publicación o desde la casa del periodista, en caso de que tuviera teléfono.
En un primer intento, la telefonista que atendió su llamada se negó proporcionar información alguna sobre sus condiciones laborales, argumentando que «no nos está permitido hablar con los abonados». De hecho, ante la insistencia del periodista, acabó cortando la comunicación. En una segunda intentona, la operadora también pretextó que no podía «dialogar a los abonados», a lo que el redactor respondió «pues me quejaré de usted». Ante la amenaza la telefonista reaccionó con más resignación que indignación: «¿Quiere usted que le ponga en comunicación con la encargada para que le dé usted la queja?… Estamos ya tan acostumbradas a sufrir los caprichos y las intemperancias de personas como usted…».
A continuación, la trabajadora relataba que, además de quejas, solían recibir insultos de los abonados. «Nos dicen por teléfono las mayores atrocidades… Porque tardemos en poner una comunicación o en responder a una llamada algunos segundos, hay parte de público que nos injuria con las palabras más soeces y que pueden ofender más el pudor de una mujer».
Preguntada por el porqué de esos retrasos en atender una llamada, la telefonista pasaba a detallar el estado de los aparatos que utilizaban y la explotación a la que estaban sometidas. Cada una de las trabajadoras tenía que atender a ciento veinte abonados por medio de unos equipos que «son los mismos que se instalaron cuando se inauguró la Red de Teléfonos en Madrid. Por eso hay muchos cruces y se oyen dos conversaciones algunas veces y los abonados oyen mal en algunas ocasiones. Porque la compañía no quiere gastar dinero en aparatos modernos en perjuicio del público y en contra nuestra».
La Red de Teléfonos Madrileña, precursora de lo que posteriormente sería Telefónica, comenzó a operar entre 1886 y 1887, por lo que los equipos que manejaban las telefonistas tenían casi treinta años de antigüedad. Eso obligaba a que, en la sala en la que trabajaban siempre hubiera dos operarios que tenían la obligación de arreglar las averías, «a pesar de nuestras súplicas y siempre malhumorados, nos sirven de mala gana».
Un festivo al mes
Tras informarse del estado de los aparatos, el periodista de El duende preguntaba por las condiciones laborales. Según le explicaba la telefonista, había tres turnos de trabajo: de ocho a dos, de dos a diez de la noche y de diez de la noche a las ocho de la mañana. El problema es que eran rotatorios: «la que tiene el turno, por ejemplo de las ocho de la mañana a las dos de la tarde un día, al siguiente entra en el turno de las dos de la tarde a las diez de la noche».
Preguntada sobre qué día descansaban, la trabajadora respondía que «cada día de fiesta salimos siete señoritas, de modo que resulta que tenemos libre un día entero una vez al mes y cuando hay muchas fiestas, dos; claro está que esto se refiere a nosotras, porque las encargadas salen más a menudo.»
-¿Qué es eso de las encargadas?, preguntaba el periodista.
-Unas señoras que tenemos a odas horas en el salón y que cobran un sueldo que necesitan justificar, ¿y saben usted cómo lo justifican?, pues acusándonos a los jefes cuando no estamos en buena armonía con ellas.
-¿Y qué diferencia de sueldo hay entre ustedes y las encargadas?
-Las encargadas tienen un sueldo y nosotras un jornal.
-¿Cómo es eso?
-Enriqueta gana veinticinco duros al mes, Irene y Amelia veinte, Rosa y Julia dieciocho.
-¿Y ustedes?
-Nosotras nos dividimos en telefonistas de primera y de segunda.
-¿Cuáles son de primera?
-Las que trabajan de noche, las que auxilian a las encargadas y algunas que están en cuadros de menos trabajo.
-Y las de segunda?
-Somos la inmensa mayoría.
-¿Y cómo se pasa de telefonista de segunda a telefonista de primera?
-Por recomendación; aquí todo se hace por recomendación.
-Aún no me ha dicho usted lo que ganan ustedes.
-Las de segunda, dos pesetas diarios, de primera, nueve reales.
-¿Y cuando están enfermas?
-¿No le he dicho a usted que nosotras ganamos un jornal? El día que no trabajamos, sea por la causa que sea, no se cobra, y excuso decir a usted que todas las que trabajamos en esta Compañía por dos pesetas diarias, teniendo que aguantar las impertinencias de las encargadas, la ignorancia de los delegados del Gobierno y las intemperancias de una colección de jefes, es porque necesitamos esas dos pesetas para comer nosotras y nuestras familias.
-Y allí en el salón donde están ustedes, ¿se encuentran bien instaladas?
-Hay muchas señoritas que enferman aquí dentro, porque la ventilación es muy mala; como los turnos se suceden y el salón nunca está solo, se ventila muy mal y hay eternamente un vaho extraño que lo hace muchas veces en invierno casi asfixiante, por el ácido carbónico que se desprende de la estufa que se enciende por las noches.
-¿Cómo por las noches?
-Nada más que por las noches; de día no hay calefacción.
Ante semejante información, el periodista preguntaba sorprendido por qué nunca se habían quejado de esas condiciones y la respuesta, aunque dada más de cien años atrás, también recuerda a situaciones actuales: «Quiá; una vez que un periodista quiso defendernos, nos hicieron ir todas, una a una, al despacho del jefe y nos torturaron a preguntas para averiguar quién había dado noticias al periodista. Y lo que tuvo más gracia fue que el jefe nos dijo a todas aisladamente: “Yo ya sé que usted tiene relaciones con ese periodista”».
-¿Y en qué paró aquello?
-En que se quedaron sin comer cinco o seis telefonistas… ¡en lágrimas!… En lo que paran todas las luchas de los poderosos y los humildes… En lo que terminan las injusticias humanas…
Tras esas palabras, el periodista comentaba que la comunicación se cortó, sin poder saber si fue debido al mal estado de los equipos o porque se avecinaba una nueva represalia empresarial