El hombre que cayó a la tumba de Franco
/Un antiguo combatiente cayó de espaldas, en la fosa de 1,70 de profundidad, de hormigón forrada de plomo, pero salvó su vida instantes antes de que llegase el cadáver del dictador
«¿Os imagináis que, llegado el momento, en caso de que finalmente se exhume el cadáver de Franco, cayera algún miembro del gobierno a la oscura fosa?»
«No moverle. Dejarle aquí y llamar a una camilla», aconsejó alguien entre el tumulto y los gritos instantes después de que el hombre cayese estrepitosamente al fondo de la fosa, de 1,70 metros de profundidad. De pronto, para los encargados de velar que el histórico acto del enterramiento del dictador fuese todo un éxito aquello presagiaba desastres mayores. Cundió el pánico.
Todo había sido preparado al milímetro. El hueco y la losa llevaban ya preparados tres años ante la inauguración del Valle de los Caídos en 1959. Cuando finalmente llegó el «fatídico» día, se realizaron entrenamientos y simulaciones, que habían sido un éxito. Los operarios y ayudantes demostraron una asombrosa capacidad y rapidez para tomar, alzar y depositar suavemente el féretro en las profundidades de la fosa. Inmediatamente sería sellada la pesadísima losa de mil quinientos kilos en un acto que contaría con la asistencia solemne de mandatarios de todo el mundo y donde no faltaron dictadores como Pinochet. Sin embargo, el primer ensayo fue un desastre: la piedra tardó más de media hora en poder colocarse, lo cual era simplemente inaceptable. Se llamó a los mejores canteros y toda clase de técnicos discutieron la forma más rápida y, por supuesto, elegante, de introducir el ataúd y colocar la piedra.
Los preparativos, en realidad, habían comenzado semanas antes del deceso. España, para los gerifaltes franquistas, debía ofrecer una impecable imagen al mundo. El acto debería realizarse de forma ágil, sobre todo el momento que el mundo estaría esperando. Allí estaría el Gobierno, los diplomáticos, los dictadores extranjeros, los reyes de otros países, el clero y las personalidades más ilustres, por lo que no podía haber error alguno. Y entonces, llega el gran día.
LLEGA EL ATAÚD DEL DICTADOR
«Algunos incluso temieron lo peor, algo simplemente inadmisible: un muerto antes de que llegase El Muerto»
Por la mañana hicieron, por enésima vez, un ensayo, que sale a la perfección. Luego comenzó a llegar el público, mientras la comitiva mortuoria, en medio de un día de luto nacional, marchaba lentamente en dirección al engalanado Valle de los Caídos. «Empezaron a llegar los invitados, empezaron a llegar las gentes —recuerda el arquitecto Ramón Andrada en La verdadera historia del Valle de los Caídos de Daniel Sueiro, publicado en 1976 por Sedmay ediciones—, y vi que algunas de esas personas, de los asistentes al acto, deambulaban por allí mirándolo todo... Y de repente, ante nuestra sorpresa, que estábamos allí mismo, al pie del foso, un hombre que estaba mirando para arriba, no sé, de repente dio un paso atrás y se nos cayó a la fosa. Se cayó de espaldas, en una fosa de 1,70 de profundidad, una fosa de hormigón forrada de plomo. El golpe pudo ser mortal, claro. Y a la vista de todos, de modo imprevisto. Era un excombatiente, de camisa azul, un hombre de edad más que madura, de más de sesenta años».
El caos se apoderó del lugar del inminente enterramiento. Curas y personalidades se echaban las manos a la cabeza. El hombre, abajo, en la oscura fosa, parecía aturdido. Algunos incluso temieron lo peor, algo inadmisible: un muerto antes de que llegase El Muerto. «Fue un gran susto para todos. El hombre estaba fastidiado, no se le podía mover... Llamamos a un médico, que en seguida vino, y lo sacaron y se lo llevaron en una camilla. Estaba conmocionado».
Aquel desconocido combatiente y su fatal caída parecían una alegoría macabra de la vida y obra de Franco. Y a punto estuvo de provocar un escándalo mayor. Lo retiraron entre quejidos y ya en las manos de médicos. Los camilleros lo condujeron adónde nadie lo viese y el hecho quedó silenciado. Alguien dio la voz de alarma. Ya llegaban. Apareció el féretro entre una emoción inmensa. Lloraban, miraban al cielo, rezaban, y el entonces ministro de Justicia, Sánchez Ventura, que ese día hacía de fedatario, se dirigió con voz marcial a los jefes de las Casas Civil y Militar, Fuertes de Villavicencio y Sánchez Galiano, así como al general Gavilán, que lloraba desconsoladamente, algo que no gustó y pareció fuera de lugar para varios dirigentes: «¿Juráis que el cuerpo que contiene esta caja es el de Francisco Franco Bahamonde, el mismo que os fue entregado a las seis treinta horas de hoy en el Palacio de Oriente?», pronunció haciendo retumbar la voz por toda la cúpula. «Sí, lo es, lo juro», respondió cada uno sucesivamente. El herido, sin embargo, entre visiones de caídas, descensos y muerte, se perdió el gran día, pero al menos… había salvado la vida. Superó a los pérfidos rusos, a los anarquistas, todo y cada uno de los rigores de la guerra. Su honor, no obstante, parecía herido de muerte.
Que cosas. ¿Os imagináis que, llegado el momento, en caso de que finalmente se exhume su cadáver, cayera algún miembro del gobierno a la oscura fosa?