El Invierno del Descontento | Servando Rocha
/La escena tiene lugar en Sarajevo, en un territorio devastado, una ciudad en otro tiempo próspera pero que ahora está vencida, el infierno en la tierra, pero un infierno humano, demasiado humano. Es la guerra de los Balcanes, esa que tanto nos movilizó porque, al fin y al cabo, los habitantes de lo que prematuramente empezó a llamarse «antigua Yugoslavia» eran de los nuestros y el escritor y hooligan Limónov puso la imagen post mortem definitiva cuando lo vimos desde lo alto de una colina disparando hacia un pueblo situado más abajo (había una sospecha, un rumor que nos decía: «No hay nada vivo ahí abajo porque no puede quedar nadie»). A su lado, un perro famélico junto a un séquito de locos, un batallón de tipos sobre los que piensas que es im-po-si-ble que ninguno de ellos siga hoy vivo.
Nuestro protagonista es un reportero de guerra, Arturo Pérez-Reverte, a punto de vivir su momento de gloria, quien tras preguntar a los atónitos soldados de la Coalición dónde está la línea del frente y, por supuesto, si la zona está infestada de francotiradores, se encamina decidido hacia aquel lugar, justo el sitio adonde nadie quiere ir. No lo hace solo. Lo acompaña un cámara que, desde luego, no alcanzó las mieles del éxito del también escritor y hooligan español. Camina con los bolsillos repletos de cajetillas de tabaco. «Los soldados serbios hacían cualquier cosa con tal de conseguir tabaco americano», me confesó el amigo que me contó lo sucedido, entonces también periodista destinado junto a Reverte. Este amigo, poco después, sería alcanzado precisamente por un francotirador y, ya en el hospital, su colega retransmitió su tragedia, convirtiéndolo en un narrador narrado. Le pregunté qué se siente cuando te disparan y su respuesta, tras una breve pausa, fue desoladora: «Nada especial. Es como si te golpeasen con un gran mazo. Al principio no sientes nada, pero luego tienes mucho frío». No tarda en llegar a zona enemiga y, con las manos en alto, muestra una cajetilla bien visible entre los dedos. Una vez allí, un grupo de soldados con mirada perdida y la mayoría de edad recién cumplida hablan con él, que no para de repartir cigarrillos, mientras ellos a cambio le devuelven historias de sangre y muerte. No solo eso. El botín es el salvoconducto. Luego, con la confianza ganada, les pide una pose, una simulación al estilo de la famosa fotografía de la guerra civil en los días de Barcelona, aquel caballo convertido en barricada y aquellos milicianos armados parapetados tras este. Al otro lado, en todos los noticiarios, todos lo ven. Casi puede escucharse el sonido de las balas y también un «¡Ohhh!» pronunciado por los espectadores que no dudan de su arrojo, valentía y, por supuesto, virilidad.
«No hay puente. No hay Europa más que en la cabeza de los Vigilantes. Esto es un punto muerto»
En aquellos tiempos vivíamos pegados al televisor. Lo mismo que durante la Guerra del Golfo y esa «Tormenta del Desierto», de nombre profético, el nombre de una guerra que se narró como una «operación». Después dejamos de ver el horror, y nos distanciamos, hasta asumir que esas cosas son como desastres naturales, salvo en el caso de los sirios, que son (casi) como nosotros, sobre todo si los vemos a punto de cruzar la frontera y se quedan a las puertas de casa. Pero ya no hay casa. No hay puente. No hay Europa más que en la cabeza de los Vigilantes. Esto es un punto muerto.
¿Cómo narraremos estos tiempos dentro de unos pocos años? Como una fábula. Ahora, mientras asistimos a un desfile ad nauseam de noticias que hablan de corrupción, sobresueldos y podredumbre moral, un escozor nos sacude por dentro. Pienso en un disparo: «Al principio no sientes nada, pero luego tienes mucho frío». Pero apenas es un atisbo. Ni tan siquiera hay paquetes de tabaco. Ya no sabemos dónde está la línea del frente, aunque la guerra (una más sutil y prolongada, basada en un consenso aparente pero eficaz) continúa. No existen zonas liberadas. Somos dirigidos por un señor con cara de mal actor que jamás soñó que estaría donde está sin haber hecho nada relevante, una fatalidad que padecemos y que es como un nefasto hombre del tiempo al que finalmente nos hemos acostumbrado, alguien que nos acompaña durante años, un pobre diablo al que invitamos a entrar en casa y que, más tarde, repantigado en el sofá no solo no quiere irse sino que ha terminado por apoderarse de todo. Los francotiradores somos nosotros.
«Terror es que no pase nada»
Ha sido un invierno demasiado largo, un puñado de años en que muchos pusieron en marcha una especie de cuenta atrás, aunque en realidad lo que hemos presenciado en los últimos tiempos se parece más a un verano tórrido que se vendió como eterno, el inicio de una gran fiesta, y que ahora nos llega desmadejado y deja la lengua con regusto a resaca. Y nos damos cuenta de que nos aproximamos a la definición de terror que una vez escribió un filósofo: «Terror es que no pase nada».
Este, nuestro particular final del verano, viene precedido por la defenestración de quien muchos aseguraron que barrería la escoria, aún sabiendo que sería algo más cercano a un socialismo 2.0, y que a su paso arrampló con el lenguaje construido por la misma gente, esa que sigue padeciendo la crisis total de la política. Estuvimos a punto de perder absolutamente el respeto hacia un poder en crisis y luego, por la izquierda, surgió una columna de bomberos, que no dudó en apagar las primeras llamas. Quisieron ser constructivos y propositivos. Midieron el éxito según una cuestión matemática: había que «ganar». Guardaron las «formas» mientras nos guiñaban un ojo («Tú espera que ya verás», susurró alguno). Aceptaron el juego pensando que engañarían al enemigo, pero lo que sucedió fue más bien lo contrario. Un día se echaron mano a los bolsillos y vieron que los habían desplumado. Resulta que su escoba mágica estaba celosamente guardada en el autobús mágico, tanto que ha terminado desdibujada como un objeto posible. Es (fue) una promesa, pero también un testigo, que tras el fracaso de la aventura pasará a manos de los reaccionarios del derechismo más rancio. Ellos no se equivocarán. Controlan la ruleta. Saben que hay que entrar con puño de hierro y un cuchillo entre los dientes. Cuando un proyecto, que concentró mucha energía y esperanza, se viene abajo, lo que sucede a continuación, rotos los muros y con las defensas permeables, es más peligroso. Porque los nuevos políticos se hicieron viejos demasiado pronto y nosotros nos quedamos sin tabaco, soportando las risas de la canalla armada. Fragmentados, atomizados frente a esa Familia Unida. Tiritando de frío y sin saber qué decir.
El Invierno del Descontento ha durado tanto tiempo que ya no confiamos en quienes se autoproclamaron nuestros portavoces y entraron con pies de plomo decididos en nuestras casas (llegaron a la cocina, miraron alrededor, silbaron una canción y acabaron llevándose nuestra taza favorita del desayuno). No más Mariscales de Campo. El coronel ya no tiene quien le escriba, pero el relato continúa.
Sí, hace frío, pero esto tiene toda la pinta de un final de verano.