El misterioso jorobado que fue el primer «camello»
/En 1926 el periódico El Escándalo publicó un reportaje sobre los bajos fondos y la «cocó» donde describía a un jorobado que se había convertido en «camello» al ocultar la droga en su joroba de cartón
En los años veinte eran frecuentes las incursiones periodísticas por los bajos fondos. Los periodistas, en ocasiones, se disfrazaban de maleantes, apaches o delincuentes, mezclándose con el público nocturno de los cafés cantantes, las tabernas y los cabarets. A mediados de los años veinte, coincidiendo con los mejores años de algunos legendarios barrios chinos como el de Barcelona, se puso de moda la «cocó», la cocaína, entonces asociada al mundo de la sicalipsis, el llamado arte «frívolo», el cabaret. El 3 de junio de 1926, el periódico barcelonés El Escándalo publicó uno de estos reportajes firmados por Luis Urbano. Más tarde, otro artículo en el mismo periódico, esta vez escrito por Ángel Marsa y titulado «Un fumadero de opio», afirmaba que «[Los vendedores] se valen de mil estratagemas para comerciar con el opio. En París conocí a un individuo que se dedicaba exclusivamente a trasladar opio desde Marsella, donde se lo facilitaba un marinero japonés, a París. ¿Y sabes cómo lo escondía? Pues tenía una joroba de hoja de lata, que se ponía debajo de la americana, y la joroba iba llena de paquetes de opio. Sus colegas le llamaban el camello metálico». En «El hombre del reloj sin máquina y el de la joroba de cartón» aparece por vez primera la asociación entre traficante y camello. Al parecer, el fenómeno, al menos entonces, fue frecuente. Numerosos jorobados convertidos en camellos.
«El jorobado ha sido detenido recientemente por traficar con cocaína. La policía ha podido ver que ocultaba esta en su enorme joroba de cartón»
El hombre del reloj sin máquina y el de la joroba de cartón
Frente a nosotros, en una mesa cercana, un hombre bajito, delgado y nervioso. saca el reloj de un bolsillo del chaleco, mira un instante la esfera y vuelve a guardarla. La escena se repite constantemente. La brusquedad, el nerviosismo con que realiza la operación nos hace suponer que se halla en estado de febril inquietud. Debe aguardar a alguien. Efectivamente, el hombre mira con frecuencia hacia la puerta de entrada del cabaret. No viste, ni mucho menos, con elegancia. Tiene todo el aspecto de un oficinista cesante. Sus ojos hundidos, su semblante demacrado, indican cansancio, miseria, tal vez hambre, y sin embargo, el reloj parece de oro. La inquietud de nuestro extraño vecino se nos contagia. Nosotros también miramos hacia la puerta como si aguardáramos a alguien, también deseamos saber qué hora es, como si para nosotros tuviera ese detalle una importancia extraordinaria.
—Perdone, usted, señor. ¿Quisiera decirme qué hora es? Si fuera tan amable.
El hombre con aspecto de cesante nos dirige una mirada casi angustiosa, una mirada que nos hace pensar en si hemos cometido una grave incorrección. Luego, con voz temblorosa, indicadora de extraordinaria turbación, nos dice:
—No sé qué hora es.
—Perdone; me había parecido verle sacar el reloj...
—Sí: pero está parado. Vea usted. Alarga la mano hacia nosotros mostrándonos el reloj pero en algún momento mira hacia la puerta y, como si se hubiera olvidado completamente de nosotros, se levanta y se dirige hacia ella. Acuciados por la curiosidad seguimos la dirección de su mirada. En la puerta se hallaba un hombre que en aquel momento volvió la espalda, mostrándonos una enorme joroba. Este y el hombre del reloj salieron. Estuvimos tentados de seguirles. No nos atrevimos y para nosotros quedó todo envuelto en el mayor misterio. Más tarde la casualidad ha querido aclaramos el extraño caso. El reloj del hombre bajito, delgado y nervioso, no tiene máquina. En la caja destinada a esta esconde los polvos de cocaína. El jorobado ha sido detenido recientemente por traficar con cocaína. La policía ha podido ver que ocultaba esta en su enorme joroba de cartón.